Ready Player One

Que me perdonen los incondicionales del cine de Steven Spielberg, pero su última película me ha parecido un coñazo. Con el corazón en la mano he de decir que mientras estaba disfrutando (o sufriendo, mejor dicho) Ready Player One (2018) en la sala de cine no fueron pocas las veces que me asaltó la idea de abandonar la sala -y eso es la primera vez que me pasa con un director cuyas películas han marcado mi adolescencia, juventud y, ahora, mi vida adulta-. Sí, me entraron ganas de irme no porque la película sea mala, que no lo es en absoluto, sino porque es una película que no está hecha para un espectador como yo. Hace mucho aprendí que, al igual que hay películas infames para el gran público que forman parte de mis placeres culpables, también hay películas magníficamente realizadas con las que no comulgo. Pero reconozco que son buenas películas. Es el caso de Ready Player One, largometraje número 31 en los casi 50 años de carrera del Rey Midas de Hollywood. Visualmente es brillante, los efectos especiales prodigiosos, sus escenas de acción están perfectamente coreografiadas… pero no consigo conectar con ella en ningún momento porque le falta lo más importante: alma. 

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El círculo

Las nuevas tecnologías están tan presentes en nuestras vidas que, a menudo, olvidamos que son un arma de doble filo. Un caramelo envenenado. ¿Son útiles? Indudablemente. Pero bien es sabido que donde existe el Paraíso -búsqueda de información instantánea, contacto directo con familiares y amigos y mil cosas más- también existe el Infierno. Y es aquí, justo aquí, donde encuentra su razón de ser El círculo (2017), el nuevo trabajo de James Ponsoldt, director de las estimables Aquí y ahora (2013) y The End of the tour (2015). Adaptación del fenómeno editorial homónimo de Dave Eggers, un auténtico best seller, principalmente entre el público juvenil, esta amalgama de thriller, drama y ciencia ficción es un trabajo que reflexiona sobre los peligros de Internet de una forma muy didáctica, amena y con una clara (y sana) vocación de llegar a todos los públicos. El resultado es una película de trazo limpio, inusitadamente entretenida y con un poder hipnótico fuera de toda duda.  

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Star Wars. Episodio VII: El despertar de la fuerza

Confieso que respiré aliviado cuando supe que iba a ser J. J. Abrams el encargado de pilotar el capítulo VII de Star Wars, la cuarta película de la saga, precuelas aparte. A lo largo de su faceta en la gran pantalla el genio estadounidense ha demostrado ser un director de formas pulidas, dotado de un extraordinario sentido de la épica y un profundo conocedor del lenguaje cinematográfico. Más que un nombre, Abrams es una marca garantía de calidad. Y, como en el resto de sus trabajos, el encargado de revitalizar la otra gran franquicia cósmica del cine –Star Trek (2009) y Star Trek: en la oscuridad (2013)- no da paso en falso. Tampoco lo hace en Star Wars. Episodio VII: El despertar de la fuerza (2015), donde se revela como un profundo conocedor de la saga, la cual le marcó desde niño. Enamorado hasta el tuétano del universo ideado por George Lucas hace 40 años, a Abrams se le nota entusiasmado con cada plano que firma en esta película, en la cual vuelca todo el sentido del espectáculo y toda la aventura que seamos capaces de imaginar. 

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Star Wars. Episodio VI: El retorno del Jedi

A pesar de estar un escalón de calidad por debajo de sus dos predecesoras, Star Wars. Episodio VI: El retorno del Jedi (1983) supone un broche de oro a la trilogía original de la saga galáctica por antonomasia junto con Star Trek. Diluido el factor sorpresa de la primera parte y el tono oscuro de la segunda, el principal atractivo de esta tercera entrega -en la que Lucas volvió a ceder el timón a otro director, en esta ocasión Richard Marquand, famoso únicamente por El ojo de la aguja (1981)- es, en efecto, su capacidad para cerrar todos los cabos sueltos y dejarlo todo atado y bien atado, de manera que los fans vieron en su momento improbable la realización de más películas -a pesar de la afirmación inicial de George Lucas de querer hacer nueve films-. Tras tres años en vilo después del Episodio V: El Imperio Contraataca, por fin se resolvió uno de los grandes misterios que la segunda parte de la saga había dejado en el aire: el paradero de Han Solo. ¿Seguiría Harrison Ford en la saga? La respuesta tiene lugar al poco de comenzar la película y se prolonga durante toda su primera media hora, correspondiente a su rescate, para lo que Luke Skywalker y la princesa Leia se ven obligados a infiltrarse en el peligroso palacio de Jabba the Hutt en Tatooine.

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Star Wars. Episodio V: El imperio contraataca

Tras el inesperado éxito de la primera parte -tras el cual George Lucas pudo convertirse en productor independiente y empresario de éxito en Hollywood-, era de esperar la secuela de la saga espacial más importante de todos los tiempos. La segunda parte de Star Wars es más grande que su predecesora en todo: en presupuesto -18 millones-, en duración, en efectos especiales -las 380 tomas digitales de la primera entrega pasaron a ser 500-, en personajes -a destacar el emperador Palpatine– y, sobre todo -y aquí está la clave- en oscuridad. George Lucas acertó, por tanto, cediendo el timón en la dirección al que había sido uno de sus antiguos profesores de cine, Irvin Kershner, el cual imprimió a esta secuela de un tono y un estilo más sombrío que el Episodio IV; tono y estilo, dicho sea de paso, del que J. J. Abrams bebió para llevar a cabo el Episodio VII: el despertar de la fuerza (2015). La fórmula de Kershner al frente del Episodio V: El imperio contraataca (1980) es clara: potenciar  todas las virtudes de la anterior entrega y mejorar lo que podía ser mejorable. El resultado es una de las pocas secuelas en la Historia del cine que superan a la original, así como una obra fascinante y operística del primer al último minuto. 

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Star Wars. Episodio IV: Una nueva esperanza

Nunca he sido fan de Star Wars. O, mejor dicho, nunca he sabido si era fan o no de Star Wars porque nunca he visto sus películas. Soy consciente de que un cinéfilo como yo afirme algo de tal calibre debería estar tipificado como delito en el Código Penal, pero lo cierto es que así es. Cuando la gente hablaba de una tal princesa Leia, de un ser maligno inspirado en el doctor Muerte de Los 4 fantásticos llamado Darth Vader y decía aquello de «que la fuerza te acompañe» o «yo soy tu padre«, no sabía a lo que se referían. Todo me sonaba a chino. Han tenido que pasar casi cuarenta años desde el estreno de la película con la que se inició todo para animarme a ver todas las películas de la saga y averiguar, de una vez por todas, si yo también caigo seducido por el lado oscuro de la fuerza. El motivo habría que buscarlo en el reciente estreno del séptimo capítulo de saga -el cuarto, si obviamos las precuelas-, Star Wars Episodio VII: el despertar de la fuerza (J. J. Abrams, 2015), el cual ha supuesto un fenómeno social sin precedentes y tema de conversación estrella en cualquier tertulia. Como no quería ser un marginado social, me he dispuesto a ver todas las películas de la serie en estricto orden en el que fueron hechas. Y bien: tras ver Star Wars Episodio IV: Una nueva esperanza (George Lucas, 1977) confieso que no entiendo cómo he estado tantos años sin ver una película que cambió de forma tan brutal la Historia del Cine. 

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Marte

Se puede establecer un subgénero dentro del cine de ciencia ficción que es aquel que engrosaría todas las películas cuya acción transcurre en el espacio. Desde la pionera 2001: Una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968) hasta la más reciente Gravity (Alfonso Cuarón, 2013), muchos han sido los ejercicios fílmicos que han permitido que cada vez sean más los estudiosos del cine que ya hablen de un subgénero como tal. La última en sumarse a esta lista es Marte (Ridley Scott, 2015), adaptación del best seller El marciano (Ed. B), el exitoso debut literario de Andy Weir. Y, aunque no defrauda, esta criatura de Scott está lejos de cualquier cima de la ciencia ficción que podamos mencionar, como la ya citada obra de Kubrick o los prodigiosos precedentes del propio autor, como Alien, el 8º pasajero (1979) o Blade runner (1982). Precisamente por la experiencia del director en un género que ha demostrado manejar muy bien no se explica que renuncie a inyectar más aliento épico y emoción a una propuesta altamente estimulante, perfectamente ejecutada, pero fría como el hielo, gélida. Y decir esto de una película en la que un hombre trata de sobrevivir en mitad de un planeta desértico es preocupante. 

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Interstellar

Sigo sin entender el alto grado de fascinación que buena parte del público siente por Christopher Nolan, director de culto para muchos; un gran director, sin más, para otros. Confieso que me encuentro en el segundo grupo. Siento admiración por la obra de Nolan, principalmente por salirse siempre de los cauces establecidos y por arriesgar en cada trabajo, pero no soy de los que esperan sus nuevas películas como agua de mayo ni formo parte de ese sector cinéfilo que lo idolatran como si fuese el nuevo Mesías. Interestellar (2014), el último eslabón de su estimable filmografía, es una obra que nace con la etiqueta de polémica grabada en la frente. Y eso, en una industria cada vez más falta de recursos imaginativos, se agradece. Vaya por delante mi enhorabuena a Nolan porque con cada una de sus obras logra sorprender, mantienendo un estimulante pulso entre detractores y defensores del que solo los grandes directores pueden presumir. Ahora bien, toca contestar a la pregunta del millón: ¿me ha gustado Interestellar? Sin querer escurrir el bulto diré que tengo sentimientos encontrados con ella. Por un lado, valoro su poderoso grado de fascinación visual, pero la grandilocuencia y pretenciosidad que encierra su historia me impide cualquier rastro de empatía con ella.

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X-Men 3: La decisión final

Iba tan advertido por gente de mi confianza de que X-Men 3: La decisión final (Brett Ratner) rayaba el despropósito que mis reticencias a la hora de enfrentarme a ella eran inevitables. Sin embargo, y en contra de lo esperado, fui el primer sorprendido de mi entusiasmo hacia ella. Cierto es que es la peor de la trilogía -Bryan Singer, que abandonó la franquicia para dirigir Superman Returns (2006), puso el listón muy alto-, pero no es, ni de lejos, una mala película. Su gran problema es que es la que más se aleja del cine de autor de las tres, entendiéndose como cine de autor la capacidad del director por imprimir, con la mayor libertad posible, estilo y personalidad a su trabajo. X-Men 3, en este sentido, es una película de estudio pura y dura: Ratner, para entendernos, parece un tirititero en manos de una compañía que, ávida de hacer caja, no tiene reparos en sobrecargar de acción todos y cada uno de los minutos de la película, en detrimento de la profundidad y el trasfondo que habían caracterizado las películas de Singer. El principal defecto de X-Men 3, en efecto, es que sus cabezas pensantes parecen no ser conscientes de que sus escasos 105 minutos son insuficientes para desarrollar, aunque sea mínimamente, toda la nueva galería de mutantes o todo el cúmulo de situaciones cruciales que aquí se plantean. 

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X-Men

Lo confieso: nunca he sentido el más mínimo interés por los X-Men. Desde que nací, he dado la espalda a este grupo de mutantes, alabados iconos de la cultura popular, por no parecerme lo suficientemente atractivos. La cosa tiene más delito si tenemos en cuenta que siempre he sido un pertinaz devorador de cómics de superhéroes, especialmente de todos los amparados por el sello Marvel, mítica editorial que ha parido a personajes sin los cuales me resultaría imposible concebir mi infancia, como Spiderman o Hulk. Es por ello que, cuando al fin me decidí a ver X-Men (Bryan Singer, 2000), no tardé en darme cuenta de mi error: estos personajes, en contra de lo que yo creía, tenían mucho que decir. Lo que más me llamó la atención del film, cuyo éxito derivó en la puesta en marcha de varias secuelas y propició que la Marvel diera luz verde a nuevas cintas de superhéroes, es que es accesible a todo tipo de público: de toda edad, sexo y condición. Y, lo que es más importante, está orientada tanto al que está familiarizado con los cómics como a los que no: los que nunca hayan leído una historieta de los X-Men no tendrán problemas en seguir una película que brilla por su nitidez expositiva.

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La Mosca

En 1982 John Carpenter demostró, en contra de la creencia popular, que un remake podía ser tan digno como el film original: La cosa (1982), en efecto, superaba en calidad y en dominio narrativo a su predecesora, The thing from another world (Howard Hawks, 1951). Con todo, el director de La noche de Halloween (1978) no fue el único que en la década de los 80 dejaba en evidencia a los que creían que una nueva versión fílmica no podía igualar, mucho menos superar, a un libreto ya adaptado al cine. El canadiense David Cronenberg dejó al mundo con la boca abierta con La mosca (1986), remake de la película homónima de serie B que en 1958 capitaneó Vincent Price. Escrita de su puño y letra, este clásico de la ciencia ficción se ha ganado a pulso la categoría de culto con el paso del tiempo, no sólo por su capacidad de articular la sinfonía del horror más brutal al tiempo que nos cuenta una historia de amor, sino por engrosar las que probablemente sean -con permiso de Posesión infernal (Sam Raimi, 1981)-, las escenas más deliciosamente gore de los años 80. Destaca, en este sentido, el instante del parto de la protagonista -un fantástico guiño a Alien, el 8º pasajero (Ridley Scott, 1979)- y el del monstruo gigante vomitando ácido al ex amante de la misma.

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Her

En un mundo en el que 2 de cada 3 matrimonios acaban en divorcio y en el que el noviazgo entre personas tiene cada vez menos garantizado el happy end, ¿es descabellado plantearse la relación amorosa entre un hombre y un androide? O, dicho de otro modo: ¿llegará un punto en el que le declaremos nuestro amor a un robot? Her (Spike Jonze, 2013) no sólo se construye en torno a esta máxima, sino que consigue el más imposible todavía: hacerla creíble a ojos del espectador. El quinto largometraje del director de Cómo ser John Malkovich (1999) o Donde viven los monstruos (2009) es un vodevil romántico de primer nivel, una historia que impacta por su sutileza, inteligencia y capacidad de emocionar. A raíz de un argumento menos descabellado de lo que parece -la interacción del ser humano con las androides es una realidad imparable, guste o no-, Her conmueve por una historia de amor sincera: la de Theodore (Joaquin Phoenix) y Samantha, el nombre de un nuevo sistema operativo de Inteligencia Artificial. Y, todo, a ritmo de Arcade Fire. 

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