La cumbre escarlata

Érase una vez una terrible mansión que guardaba un montón de oscuros secretos; una terrorífica construcción en donde los fantasmas campaban a sus anchas. Este escenario, de nombre Allerdale Hall, es el escogido por Guillermo del Toro para desarrollar la acción de La cumbre escarlata (2015), una película cuyo guión llevaba guardado en un cajón desde que finalizara el rodaje de El laberinto del fauno (2006), hace casi diez años. Ambientada en la Inglaterra del siglo XIX aunque rodada en Canadá, la nueva apuesta del director de Pacific Rim (2013) o El espinazo del diablo (2001) se puede interpretar como una declaración de amor hacia uno de los estilos literarios favoritos del autor: el romance gótico clásico. Lástima que dicho homenaje, este compromiso pendiente que Del Toro tenía con la pantalla grande con este género, esté muy por debajo de las expectativas creadas y, sobre todo, de las capacidades del aclamado cineasta. Y es que cuesta imaginar un espectáculo audiovisual tan torpe, reiterativo y plano como es La cumbre escarlata. Lo peor no es que no cuente nada -al menos durante su primera hora, terriblemente aburrida-, lo más grave es que incluso parece vanagloriarse de ello. Y el bostezo, claro, no tarda en aparecer.

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Una cuestión de tiempo

Richard Curtis, reputado guionista británico de cine, televisión y director de cine, se ha ido labrando una carrera con la que se ha convertido en uno de los valores seguros de la comedia romántica. Así lo ha demostrando en su faceta detrás de las cámaras –Love Actually (2003), opera prima con la que cosechó un aplastante éxito de crítica y público- y en la de guionista -con hits como Notting Hill (Roger Michell, 1999) o Cuatro bodas y un funeral (Mike Newell, 1994)-. Con Una cuestión de tiempo (2013), su tercer largo como director, Curtis ha asegurado poner punto y final a esta faceta para centrarse en la de guionista. Escrita también de su puño y letra, el británico vuelve a su tema predilecto, el amor, en un trabajo repleto de optimismo y de buenas intenciones cuyo mayor desafío era contar de una forma diferente un tema tan manido en el cine como los viajes en el tiempo –Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993) o El efecto mariposa (Eric Bress & J. Mackye Gruber, 2004)-, aunque al abordar el asunto en clave romántica, el trabajo de Curtis quede más cerca de la cinta de Ramis. Y lo cierto es que el director no solo sale ileso de su propio reto, sino que aprueba con nota: Una cuestión de tiempo es el claro ejemplo de película que, partiendo de una base poco original, consigue buscarse las mañas para diferenciarse del resto. 

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El castillo ambulante

Tres años después de que Hollywood dejase de ningunear al cine de animación japonés en sus galardones más importantes gracias al sonado Oscar otorgado a El viaje de Chihiro (2001), Hayao Miyazaki se puso al frente de una película no tan contundente ni redonda como la protagonizada por esta niña de diez años en pleno proceso de madurez, pero igual de recomendable. En el clásico moderno de la animación El Castillo Ambulante (2004), que nuevamente sigue la máxima del Studio Gihbli como es el hecho de tratar a los niños -y adultos- como seres inteligentes, el director vuelve a ofrecer un pulso entre realidad y ficción, una nueva apología de la riqueza de la imaginación a la hora de escabullirse de un mundo ilógico, especialmente contaminado por la guerra. Firma, pues, una obra en la que el conflicto bélico nunca deja de estar presente por sus interludios -esos aviones militares surcando los cielos, esos tanques desfilando por las calles…-, entre una historia principal completamente descontextualizada, puesto que  Miyazaki sitúa a todas las guerras en la misma línea, la época es lo de menos.

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El viaje de Chihiro

En medio de un arte cada vez menos artesanal como el cine, enclaustrado en una vorágine informática capaz de ofrecer tanto brillantes como, en muchos otros casos, ficticios o acartonados resultados, se agradecen especialmente propuestas tan puras y virtuosas como El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001). Excelente ejemplo de cómo el cine de animación, en absoluto ajeno a la creación por medio del ordenador, puede no sólo sobrevivir sin la efervescencia digital sino, además, salir enormemente beneficiado prescindiendo de ella, lo primero que hay que destacar de esta obra maestra de Miyazaki es su aroma a añejo, esa esencia a película de toda la vida, a esa reivindicación implícita al trazo manual, a la técnica tradicional de animación instaurada, primero, por Quirino Cristiani en El Apostol (1917), primera película de dibujos de la historia del cine, y posteriormente por Walt Disney, productor de Blancanieves y los 7 enanitos (David Hand, 1929). No me cabe duda de que buena parte de la magia, del mensaje y de la fascinación visual de El viaje de Chihiro se hubiese quedado en el camino de haberse realizado dentro de una máquina.

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Mi vecino Totoro

La reticencia de algunos espectadores con el cine de animación, unido con la pobre calidad de muchas de las series japonesas que exportaba el país nipón al resto del mundo en la década de los ochenta, son los dos principales handicap a vencer para disfrutar de una obra tan entrañable y conmovedora como Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), la cuarta película a cargo del mítico Studio Ghibli, el Pixar japonés, del que Totoro acabó su propio logotipo después de su arrollador éxito comercial -aunque, en realidad, la película no destacó en taquilla, sino que fue la estratosférica venta de peluches de Totoro por parte de un empresario lo que permitió a la productora a seguir haciendo películas y convirtió al film en un acontecimiento.- Máximo pilar de la compañía y automáticamente convertida en película de culto, en Mi vecino Totoro Miyazaki vuelve a adquirir un auténtico compromiso de amor hacia la naturaleza, reivindicando la corriente filosófica oriental tradicional que reza que únicamente mediante su conexión se puede alcanzar la máxima plenitud; de esta manera, desarrolla una historia trufada de buenas intenciones, desenvuelta en frondosos y nítidos paisajes, plagando de un torrente de color y belleza cada uno de los fotogramas de esta delicia visual que hará tanto las delicias de los pequeños como de los adultos debido a la universalidad de las cuestiones que recorren la obra de punta a punta.

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Los cazafantasmas

Hay cintas que, el hecho de no aportar nada nuevo a su género, no es inconveniente para que puedan ser vistas con deleite y conserven su frescura con el paso de los años. Los cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984) es una de estas películas: a medio camino entre la ciencia-ficción, el terror y la comedia, este clásico de los 80 acerca de tres expertos en parapsicología que deciden montar una empresa para fumigar la ciudad de Nueva York de cualquier presencia paranormal y ectoplasmas, es una pieza que treinta años después adquiere gran valor nostálgico. Con un buen puñado de dosis de humor negro, agradables pinceladas de ironía y un carácter amable, sin pretensiones, Los cazafantasmas encandiló tanto a pequeños como a mayores, además de demostrar, a la larga, que es una de los films que mejor soporta el transcurso del tiempo y uno de los grandes exponentes del cine familiar. Da igual que sus efectos visuales -muy avanzados para la época, hasta el punto de recibir una nominación al Oscar- hoy nos parezcan arcaicos y desfasados o que su argumento se mueva entre lo infantil y ridículo. Lo que hace grande a esta película es que en ningún momento se toma en serio a sí misma, por lo que hay que disfrutarla como lo que es: una eficaz auto-parodia de películas de temática similar. No es casualidad, pues, la cantidad de obras que aparecen homenajeadas a lo largo de su metraje, desde El exorcista (William Friedkin, 1973) hasta Batman (Leslie H. Martinson, 1966), pasando por Alien el 8º pasajero (Ridley Scott, 1973).

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Gremlins

Gremlins (Joe Dante, 1984) es una lección de cine familiar contado bajo la eficaz batuta de Steven Spielberg, productor ejecutivo, y de Chris Columbus, guionista. El resultado, por tanto, es un film que atesora muchos de los rasgos distintivos de títulos como Los Goonies (Richard Donner, 1985), cinta que también alumbraron estos dos artífices. Así, podemos disfrutar Gremlins desde diversas ópticas: por un lado, como un mero entretenimiento familiar, un dulce cuento de navidad que se debate entre el  terror, la ciencia ficción o la comedia, sin que termine de decantarse por ninguno; por otro lado, hay quien piensa que este clásico de los 80 es, ante todo, una pieza perfectamente diseñada para rendir homenaje a otros tantos clásicos -léase E.T. El extraterrestre (Steven Spielberg, 1982), Blancanieves y los Siete Enanitos (David Hand, 1937), Flashdance (Adrian Lyne, 1983) o La tienda de los horrores (Roger Corman, 1960), entre otras muchas-. Pero, por encima de todo -y lo que no podía faltar en cualquier producción que comience bajo esas míticas letras sobreimpresas «Steven Spielberg presents»-, es la gran carga moral que lleva implícita su temática principal. 

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King Kong

Desde que King Kong (Marian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack, 1933) viera la luz, la industria del cine se ha mostrado, con más o menos tino, proclive a recrear el eterno mito cinematográfico de la bella y la bestia. La culminación de esta infinidad de remakes que siguieron a la obra original se produjo con la decisiva King Kong (Peter Jackson, 2005), renacimiento moderno, fastuoso y, en definitiva, adaptado a los tiempos de corren de un relato que, lejos de caer en el olvido, el director neozelandés demostró que sigue de plena vigencia, dueño de un cóctel de ingredientes lo suficientemente atractivo para seducir a las masas. Jackson, que quedó marcado por la historia original cuando la vio con 9 años, envuelve su ambiciosa apuesta -9 meses de rodaje y 165 millones de € de presupuesto, son algunas de sus desorbitadas cifras-, de una grandiosidad a la que es imposible resistirse, y lo consigue elaborando un jugoso híbrido de algunos de los más notorios ejemplos de cine épico de los últimos años. Así, es fácil detectar las referencias, más o menos explícitas, a Titanic (James Cameron, 1996), Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993) o Indiana Jones y el templo maldito (Steven Spielberg, 1984). El resultado es un imponente y, en casi todos los sentidos, excesivo -a veces saturado- espectáculo donde destacan los dinosaurios, barcos a la deriva, bellos parajes naturales (en esto Jackson es único, como ya demostró en El señor de los anillos: la comunidad del anillo, 2001), interminables pero hipnotizantes escenas de acción… cumpliendo con el propósito inicial del realizador de no caer en el aburrimiento en ningún momento de sus tres horas de duración.

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Los vengadores

No es casualidad que hayamos tenido que esperar hasta el 2012 para que Los vengadores (Joss Whedon), uno de los sellos emblema de la Marvel, tuviesen su adaptación cinematográfica. Este hecho se debe a dos motivos fundamentales: por un lado, el elevado presupuesto que exigía una película de estas características si el resultado aspirase a ser mínimamente digno -donde, recordemos, era necesaria recrear no a uno, sino a seis superhéroes diferentes, todo acompañado de sus secuencias de acción pertinentes-; y, por otro, y esta es la razón clave, por la decisión de la mítica editorial de cómics estadounidense de que el público -especialmente para los que no eran seguidores de la saga- se familiarizase con esta media docena de personajes, para lo cual era recomendable ofrecer primero las adaptaciones individuales de muchos de ellos, como es el caso de Iron Man, Hulk, Thor o El Capitán América. Y, sin duda, la jugada le ha salido perfecta: este saludable ejercicio de puro entretenimiento llamado Los Vengadores consigue, respetando un material de partida por el que demuestra máxima lealtad y cariño (¡por fin!), dar vida a unos personajes que han marcado la generación de gran parte del público, satisfaciendo así tanto a los fieles de la saga como a los recién llegados. Para prueba, las cifras: estamos ante la película de superhéroes más cara -210 millones de €- y más taquillera de la historia. Sigue leyendo