A primera vista

En 2010 el director y guionista brasileño Daniel Ribeiro alumbró No quiero volver solo, un cortometraje de corte homosexual que encandiló a público y crítica -se alzó con el galardón al mejor cortometraje en el prestigioso Festival de Sao Paulo-. Dicho trabajo, en el que el director experimentó lo que suponía trabajar con un actor joven dando vida a un adolescente ciego, permitió a Ribeiro conseguir la financiación para rodar su primer largometraje, A primera vista (2014), film que profundiza en la trama de dicho cortometraje y que está protagonizado por el mismo elenco principal. En ambos proyectos es palpable la sensibilidad y el buen hacer del cineasta tras la cámara, así como su afán por conseguir transmitir la máxima emoción posible con el menor número de trucos y artificios. Si por algo destaca tanto el cortometraje, primero, como el largometraje, después, es por huir de cualquier tipo de exceso: sorprende encontrarse en la parcela de películas de temática LGTB, tan dadas a lo explícito y a lo superficial, un trabajo que deje de lado cualquier atisbo de provocación y morbo y no se deje arrastrar tampoco por el dramatismo que bien podría derivarse de muchas de las situaciones que aquí se nos plantean -los compañeros de clase homófobos, el sufrimiento interior del protagonista, etc-. 

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A cambio de nada

A cambio de nada (2015) supone el deslumbrante debut en la dirección del actor Daniel Guzmán, que alcanzó su mayor éxito con Aquí no hay quien viva. Una película de fuerte carácter autobiográfico por la que el ganador del Goya al mejor cortometraje por Sueños (2004) se vacía emocionalmente, como si de una necesidad vital se tratase. Un trabajo hecho con el corazón e infinita sensibilidad con el que cualquiera puede sentirse identificado que conecta fácilmente con el público por la honestidad que hay en cada fotograma, cada palabra o cada línea de guión. Magistralmente escrita, dirigida e interpretada, estamos ante una película que desprende autenticidad por los cuatro costados y, para más inri, pone sobre la mesa, de golpe y porrazo, a la nueva hornada de talentos del cine español. Es el caso del protagonista, Miguel Herrán,  a quien el director tardó año y medio en encontrar y a quien habrá que seguir la pista muy de cerca después de sorprendernos con uno de los mejores debuts juveniles que se recuerden en la historia del cine español. No es el único: le secunda Antonio Bachiller, su mejor amigo en la ficción, con el que desprende una química brutal. Dos jóvenes que devoran cada plano a pesar de no haberse puesto nunca delante de una cámara.

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Boyhood

Con la trilogía «Antes de…»love story que narraba el inicio, la consolidación y el ocaso de una relación a lo largo de dos décadas, Richard Linklater se reveló como uno de los cineastas más originales y vanguardistas, además de quedar consagrado como autor de culto. En su último proyecto, Boyhood (2014), el director americano no sólo acentúa estos calificativos, sino que los lleva al extremo: alérgico a los métodos de narración convencionales y siguiendo fiel a la máxima fellinesca del hiperrealismo -mostrar la verdad con los menos artificios posibles-, Linklater sorprende con una película rodada durante 12 años. ¿El motivo? Hay varios: desde el querer mostrar la transición de la niñez a la última etapa de la adolescencia de su protagonista, al que vemos crecer y evolucionar a lo largo del metraje -desde los 6 a los 18 años-, hasta la propia ambición del director de comprimir en un documento audiovisual la levedad de la vida, el implacable paso del tiempo, la propia autodefinición del individuo. Linklater captura a lo largo de sus dos horas y media largas cómo el ser humano va siendo moldeado por las circunstancias de su entorno, por sus propios logros personales o por la mera genética. Boyhood, que muy acertadamente se subtitula «Momentos de una vida«, es la vida misma trasladada a la gran pantalla.

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Tú y yo (Io o Te)

¿Alguien no se ha planteado alguna vez hacer lo que el protagonista de Tú y yo (2012), la última película de Bernardo Bertolucci? Me refiero a desaparecer del mundo durante unos días y aislarte en un recóndito lugar comiendo lo que te gusta, leyendo los libros que más te apasionan y disfrutando con la música con la que más te identificas. Embarcarte en una especie de retiro espiritual del que, seguro, saldrás reforzado. Y todo sin interrupciones. O casi: Lorenzo (Jacopo Olmo Antinori) tendrá que lidiar con un acontecimiento imprevisto cuando su hermanastra yonqui (Tea Falco) le haga chantaje emocional con el fin de acompañarle en esta aventura. En esta atípica situación coloca a sus personajes el único cineasta italiano ganador del Oscar a la Mejor Dirección-por El último emperador (1988)-; dos almas que, finalmente, acabarán necesitándose y aprendiendo mutuamente. El primero se encuentra en plena vorágine de la adolescencia, una etapa de la que aquí se hace un modélico análisis al mostrárnoslo como alguien inestable, inconformista y rebelde, que experimentará una transición de la niñez a la madurez. La segunda es alguien enferma, que encontrará la ayuda que necesita de la mano de una persona cuya convivencia no empezará precisamente con buen pie. Un choque de trenes de personalidades condenadas a entenderse. 

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15 años y un día

15 años y un día (Gracia Querejeta, 2013) supone un importante punto de inflexión en la carrera de la realizadora: no sólo porque es la primera película que produce sin su padre -el prestigioso productor Elías Querejeta, casualmente fallecido la misma semana del estreno de la obra en España-, sino porque supone un paso de gigante en un tema tan recurrente y tan campo de cultivo en su filmografía como son los reencuentros familiares, asunto explorado en títulos como Cuando vuelvas a mi lado (1999) o Héctor (2004). Gran triunfadora en el Festival de Málaga, donde entre los 4 galardones que atesoró destaca el de Mejor Película o Mejor Guión-, 15 años y un día es una de esas películas que tenían todos los ingredientes para ser algo grandioso, un acontecimiento en nuestro cine pero que, lástima, al final se conforma con un mero notable. Este hecho atiende a un motivo principal: la fallida elección del joven protagonista. Si bien es cierto que el chaval no desentona, se sitúa a años luz de gigantes interpretativos que le rodean, algo incomprensible en un film cuyo argumento gira en torno a su figura, incluso el propio título.

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Los Goonies

Título emblemático de los 80 y una de las más míticas cintas de aventuras jamás rodadas, Los Goonies (Richard Donner, 1985) marcaron a toda esa generación de espectadores que, alguna vez, soñaron con embarcarse en una aventura rumbo a lo desconocido o partir a la búsqueda de un tesoro. A pesar de que no es el director, ni tan siquiera el guionista -tarea que recae sobre Chris Columbus, otra figura de primera línea en cuanto a cine familiar se refiere, artífice de films como Sólo en casa 1 (1990) y su secuela (1992), o Señora Doubtfire, papá de por vida (1993)- no cabe duda que el alma máter de Los Goonies es un inspirado Steven Spielberg, responsable de la idea original. La influencia del Rey Midas de Hollywood es palpable ya desde el planteamiento inicial de la obra: un grupo de niños que, tras encontrar el mapa de un tesoro en el desván de la casa de uno de ellos, decide ir a investigarlo. A partir de aquí, las referencias más o menos explícitas a títulos de su filmografía –Indiana Jones y el templo maldito (1984), E.T.,el extraterrestre (1982)- es constante. Pero donde más se nota la mano de Spielberg es en lo hábil que resulta la cinta a la hora de entremezclar sentimientos tan políticamente correctos, aptos para todos los públicos y llenos de buenas intenciones como la lealtad, la amistad y el compañerismo, rematados por un desenlace en el que la familia vuelve a erigirse como uno de los pilares más vitales de la sociedad («lo importante es que volvemos a estar todos juntos y eso nos convierte en las personas más ricas de Astoria», ilustra uno de los personajes en la conclusión de la trama), como ya sucediese en Poltergeist (Tobe Hooper, 1982), otra cinta en el que el responsable Tiburón (1975) tenía incluso más peso que el propio director.

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El diario de Noa

Consagrada por una incontable legión de fans como uno de los máximos paradigmas del cine romántico de los últimos tiempos, no cabe sino considerar a El diario de Noa (Nick Cassavetes, 2004) como un imperecedero fenómeno de masas. Aunque tan sólo sea por esto, el de su innata capacidad para conectar con un público que la ha alzado como uno de los más incontestables iconos del género  -originando, además, que producciones futuras la tomasen como referencia-, esta adaptación cinematográfica de la novela The Notebook, de Nicholas Sparks, merece todos mis respetos. Ahora bien, esto no es incompatible con que, desde un punto de vista subjetivo, El diario de Noa resulte tan cursi y empalagosa que, incluso en los momentos en los que pretende ponerse seria o mínimamente trascendente, llegue incluso a provocar risa o el sonrojo del personal, especialmente sobre aquel que es incapaz de tomar como creíble un relato plano, carente del más mínimo golpe de efecto y empañado siempre por la gelidez que desprende su conjunto. El único responsable de esto es un guión tan previsible, desde la primera hasta la última línea, que hasta la sorpresa con la que se clausura el film no sólo no nos pilla desprevenidos, sino que además es puesta en bandeja desde el inicio incluso al espectador menos avispado.

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Mentiras y gordas

Si con Más que amor, frenesí (1996) ya se adentraron en el mundo de la noche y el deseo y con Sobreviviré (2001) plasmaron en la gran pantalla que es posible enamorarse de una persona sin importar su género, en Mentiras y gordas (2008), Alfonso Albacete y David Menkes parecen fusionar ambas ideas para ofrecernos el retrato de un grupo de jóvenes que pretenden vivir la vida “a tope”. Poco les importa al nutrido grupo de personajes que nos regalan los directores que esa búsqueda constante de la felicidad y de la sensación de bienestar pase por el consumo de drogas, alcohol, sexo, por engañarse a sí mismos, al prójimo y al de más allá o por manifestar conductas manifiestamente mejorables como el romper el noviazgo con tu pareja por su exceso de peso, preferir gastar el dinero para la matrícula de tu próximo curso de la universidad por pastillas de éxtasis o modelos que no se alimentan debidamente porque, según sus palabras, viven atrapadas en “cuerpos de mentira”. Ante tal panorama, habrá quien considere que los jóvenes no salen muy bien parados en esta cinta a medio camino entre el cine social y el de denuncia, ese que tan bien conocen este tándem de directores, obviando una de las máximas que hay que tener en cuenta antes de juzgar la película: Mentiras y gordas no habla del conjunto de la juventud, ni aspira a ser un retrato generacional como en su día lo fue su antecesora temática Historias del Kronen (1995), o, salvando las distancias, Trainspotting (1996). Y, si lo fuera, sería un retrato sesgado, acotado por ese grupo de adolescentes presentes en nuestra sociedad –aunque haya todavía quienes nieguen de su existencia- de carácter hedonista, en busca de un placer efímero cuyo único destino es el de la propia autodestrucción. En esta línea el mensaje de la película es claro: todo acto tiene sus consecuencias y, aunque el dramático giro final es previsible, tópico y tramposo, no deja de ser el resultado de una vida sustentada, como bien indica el título de la película –juego de palabras incluido-, en las mentiras y en las drogas.

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