Sully

Siempre he sido un ardiente entusiasta del cine de Clint Eastwood. Desde que tengo uso de razón lo he considerado uno de los más grandes directores en activo, poseedor de una extraordinaria sensibilidad tras la cámara, una habilidad innata para contar historias apasionantes y un gran conocedor de la condición humana. Por eso me pregunto en qué momento dejó de interesarme su cine o, dicho de otra forma, dejé de esperar sus películas como agua de mayo. Hago la vista atrás y descubro que ese punto de inflexión se produce a partir de esa -incomprendida, infravalorada- obra maestra llamada Más allá de la vida (2010), una de las películas más valientes, arriesgadas y desgarradoras de la filmografía del director americano. De ahí para atrás soy incapaz de detectar tropiezo alguno en la carrera de tan brillante creador. Sin embargo, es, ya digo, a partir de hace algo más de un lustro hasta la actualidad cuando Eastwood ha ido encadenando proyectos tan descafeinados como torpes. Películas tan rutinarias, planas y, en algunos casos, malas, que parece mentira que hayan sido firmadas por él. Me estoy refiriendo a: J. Edgar (2011) -quizá la peor película de su cosecha-, Jersey Boys (2014), El francotirador (2014) y, finalmente, la que hoy nos ocupa: Sully (2016), trabajo que acentúa el declive cinematográfico del otrora maestro Clint Eastwood. 

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Spotlight

Cuando veo películas como Spotlight (Thomas McCarthy, 2015) afianzo mi idea de que el cine es una de las más sólidas herramientas educativas que existen. Si fuese profesor en una Facultad de Periodismo y tuviese que explicarle a mis alumnos lo bonita y necesaria que es la profesión a la que se quieren dedicar, me ahorraría todas las horas teóricas que tendría que invertir para que lo entendiesen y les pondría Spotlight. Estoy seguro que tras las dos horas que dura la película mis alumnos no tendrían la más mínima duda de que el periodismo es una profesión fascinante. La última obra del director de The Visitor (2007) o Vías cruzadas (2003) y también guionista de Up (Pete Docter & Bob Peterson, 2009), es una película muy importante por muchas razones: en primer lugar, porque reivindica una profesión que, pese a lo mal considerada que está por algunos y su delicado momento de incertidumbre actual, sigue siendo vital para el correcto funcionamiento de un Estado democrático. En segundo lugar, por lo que nadie debería perderse Spotlight es porque, por fin, se aborda el tema de los abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia católica sin ningún tipo de censura -lo que no quiere decir morbo-.

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Nadie quiere la noche

A lo largo de su prolífica carrera, Isabel Coixet ha alumbrado éxitos mayúsculos –La vida secreta de las palabras (2005), Mi vida sin mí (2003)-, películas aceptables –Aprendiendo a conducir (2014), Ayer no termina nunca (2013)- y otras directamente olvidables –Mi otro yo (2013)-. ¿En cuál de las tres categorías se podría situar Nadie quiere la noche (2015)? Para hacerlo quizá haya que crear otra nueva categoría que oscilase entre la primera y la segunda, es decir, grandes películas a las que, sin embargo, les faltan el empujón definitivo para hacerlas imprescindibles. De lo que no cabe duda es que Nadie quiere la noche está entre lo mejor de su cosecha de la directora catalana, no ya tanto por su ambición técnica -rodaje extremo a temperaturas de 23 grados bajo cero a través del que se consiguen planos de gran poderío visual-, sino por su magnífico retrato de los sentimientos. Estamos, sin duda, ante uno de los trabajos en los que la cineasta mejor plasma las emociones humanas, como la angustia, el dolor, la desesperación, la incertidumbre, el amor, la complicidad o el afecto. Y lo que es mejor: sin caer en la lágrima fácil, con ingentes cantidades de verdad.

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Las hermanas de la Magdalena

Si hay algo que siempre he detestado de la Iglesia Católica -y de todas las religiones en general- es el hecho de creerse intocable, como si estuviera por encima del bien y del mal. Por ello recibí con satisfacción una película como Las hermanas de la magdalena (Peter Mullan, 2002), donde el director se atrevió a penetrar en uno de los capítulos más abominables que ésta ha cometido bajo el nombre de Dios. Además de confirmar que su estimable debut con Orphans (1998) no fue fruto de la casualidad, el reconocido actor Mullan -visto en Mi nombre es Joe (Ken Loach, 1998)-, se confirmó como un cineasta, además de virtuoso, valiente: hay que serlo para abordar un tema que sacudió a la sociedad irlandesa como el de los conventos de la Magdalena, putrefactos monasterios donde algunas jóvenes del país eran acogidas para expiar sus pecados. Éstos eran de diversa índole: desde ser madre fuera del matrimonio a, por ejemplo, tener los pechos pequeños. La película documenta la perpetua humillación a la que eran sometidas estas reclusas por las hermanas de la Misericordia, las cuales se creían dueñas de toda verdad. Una congregación más propia la Edad Media que de la década de los 60, época en la que se ambienta esta surrealista trama que se prolongó hasta 1996, año en el que cerró el último de estos conventos. 

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Vivir es fácil con los ojos cerrados

Vivir es fácil con los ojos cerrados (David Trueba, 2013) es una película bonita. Un adjetivo que, aún a riesgo de sonar infantil o prosaico, es el primero que me viene a la mente para definir la última criatura del director madrileño, último eslabón de una correctísima y estimulante filmografía. Pero, además, es una película de contrastes: además de su esencia agridulce, de ese atractivo mejunje en el que algunas veces no sabes si reír o llorar, en Vivir es fácil con los ojos cerrados confluyen presente -esa España gris, enrarecida, inmovilista, dominada con la mano de hierro de la dictadura y por un clero que cometía tropelías a tutiplén- y futuro -ahí están los personajes del film, cuales rayos de luz y esperanza, capaces de penetrar por las rendijas de unos años que transcurren entre tinieblas-. Los contrastes también pasan por la ambientación: la Almería más árida y desierta se fusiona con el mar, aquí fotografiado con la misma furia y fuerza interior que la que late en el corazón de unos roles que sienten la necesidad imperiosa de romper con todo lo establecido -bien sea con un simple corte de pelo o el impartir clases de inglés en plena década de los 60, algo insólito en un país absolutamente hermético y aquejado de un analfabetismo recalcitrante-.

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La matanza de Texas

Existen pocos eslabones tan destacados en la historia del cine de terror -por su condición de pionero en el subgénero del slasher, entre otros aspectos-, como La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974), la que varias décadas después de su estreno sigue siendo una de las cintas más terroríficas jamás rodadas. Gran parte del mérito lo tiene Hooper, que con tan sólo una película en su haber -la también de corte independiente Eggshells (1969), escrita por los mismos guionistas-, demostró una extraordinaria disciplina cinematográfica y una fe ciega en el proyecto. El director americano, que se especializó en películas de terror y fantástico de bajo coste -con algunas excepciones como Poltergeist (1984), su otra obra magna, donde gozó de más dólares-. La influencia que tuvo en futuras producciones esta historia de cinco amigos que viajan en furgoneta a Texas y terminan siendo víctimas de un desequilibrado clan familiar, presidido por el mítico pshyco-killer Leatherface –inspirado en el famoso asesino en serie de Wisconsin Ed Gein, como en su día hicieron Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) con Norman Bates o El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) con Hannibal Lecter-, resulta innegable: es posible que Michael Myers o Jason Voorhees nunca hubiesen existido de no ser por cara de cuero. 

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Las tortugas también vuelan

Las tortugas también vuelan (Bahman Ghobadi, 2004) es una de esas películas que confían en la bondad del cine no sólo como vehículo de evasión, sino como fuente de conocimiento. El tercer largometraje del comprometido director kurdo-iraní, que aquí también ejerce de productor y guionista, demuestra su firme anclaje en el cine social al mostrar la barbarie de la guerra, el hambre, la falta de recursos y la sinrazón más absoluta desde el punto de vista de la niñez. Aplaudida en festivales de medio mundo -Concha de Oro en San Sebastián incluida-, esta producción irano iraquí se ambienta en un campo de refugiados del Kurdistán entre Turquía e Irak, donde una serie de niños deben ingeniárselas para sobrevivir, siempre ante el peligro de un ataque inminente. Padeciendo en primera persona el régimen opresor del dictador Haddam Hussein, estas criaturas tendrán que hacer frente al hambre, la necesidad, el desaliento y la absoluta falta de perspectivas. Sin dejarse seducir por tremendismos ni recursos efectistas, la película expone la realidad con pasmosa naturalidad: la cámara muestra esas infancias truncadas por el conflicto armado y la explotación infantil, esa inocencia sepultada bajo el peso de las bombas, de una forma que duele y conmueve. 

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Katmandú, un espejo en el cielo

Tras la enriquecedora experiencia personal y profesional que le supuso También la lluvia (2010), era de presagiar que la siempre comprometida Icíar Bollaín siguiese con su colonización cinematográfica. El lugar escogido esta vez no es Bolivia, sino Nepal. Y su objeto de denuncia no es la dificultad en el acceso al agua potable, sino a la educación, aunque en el estricto apartado de denuncia sea más benigna que su ilustre predecesora. Katmandú, un espejo en el cielo (2011) está libremente inspirada en la novela «Una maestra en Katmandú», documento testimonial donde la profesora catalana Victoria Subirana plasmó toda su experiencia profesional y anímica en dicha ciudad, la más grande del país. Una poderosa Verónica Echegui -nominada al Goya- encarna a esta heroína contemporánea que luchó por levantar un proyecto educativo en un lugar con escasos recursos y al que el mundo desarrollado nunca ha prestado especial importancia. Escrita por la propia directora -como suele ser habitual en su cine-, la película se permite ciertas licencias narrativas respecto al libro -como el hecho de cambiar el nombre de los personajes-, pero ambas comparten espíritu: el de convertirse en un discurso de tomo y lomo de cómo la educación es el germen de todo, la materia prima básica del desarrollo.

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El mayordomo

Sucede todos los años. Es una tradición que, nada más despegar la nueva temporada de los Oscar, surja esa película con un hambre voraz e indisimulado a galardones. Este año la protagonista de tan discutible hazaña ha sido El mayordomo (Lee Daniels, 2013), el nuevo trabajo del responsable de las fallidas El chico del periódico (2012) y la sobrevalorada Precious (2009). Pero centrémenos en la que hoy nos ocupa: el gran problema de El mayordomo es que quiere ser lo que no es. Pretende que nos creamos que es magna e inteligente cuando, en realidad, el intelecto brilla por su ausencia. Lucha por ser un espectáculo vivo y consistente, pero lo cierto es que es una cinta inerte, falta de garra y de ingenio. Aspira a posicionarse en el más alto puesto de la escala de mejores películas del año, cuando su constante aroma a telefilm de sobremesa dilapida este objetivo. No, no me ha gustado El mayordomo y me da rabia, especialmente porque el personaje en el que se inspira me resulta apasionante, así como todos los acontecimientos históricos que salpican la historia. La desconocida y apasionante figura del que fue mayordomo jefe de la Casa Blanca Cecil Gaines (Forest Whitaker), testigo de excepción del acaecimiento social y político de la segunda mitad del S.XX, se merecía una película mejor, una que la haga justicia. 

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Kon-Tiki

En 1950, el documental que narraba la crónica del viaje en balsa que realizó el aventurero noruego Thor Heyerdahl por el Océano desde Sudamérica hasta la Polinesia en 1947 ganó el Oscar. Se titulaba Kon-Tiki y era una fidedigna recreación de una hazaña que conmocionó al mundo: la de recorrer, junto a 5 hombres, 8.000 kilómetros por el Pacífico, fértil territorio de tormentas, tiburones y demás peligros, a bordo de unos troncos de madera durante 101 días. Las posibilidades de sobrevivir de esta odisea, cuyo objetivo era demostrar que los indígenas de Sudamérica anteriores a Colón podían haber atravesado el Océano para habitar la Polinesia, eran prácticamente nulas. Más de medio siglo después, la noruega Kon-Tiki (Joachim Ronning & Espen Sandberg, 2012), vuelve a poner sobre la mesa una de esas historias que parecen concebidas para su traslado a la gran pantalla. A medio camino entre la ficción de aventuras y el documental autobiográfico, la nueva revisión del explorador y científico Heyerdahl se sirve del avance de las nuevas tecnologías para ofrecer un espectáculo visualmente intachable. El tándem de directores saca todo el jugo posible al avance de la técnica y la aplican de forma correcta para hipnotizar al espectador. 

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Herencia del viento

La historia de un profesor de Geografía de la escuela secundaria de Dayton (Tennessee) que fue juzgado en 1925 por enseñar a sus alumnos la teoría de la evolución que Charles Darwin recogió en El origen de las especies se convirtió en uno de los juicios más mediáticos del S.XX. Era cuestión de tiempo, por tanto, que este insólito caso quedase plasmado en la gran pantalla. Así nació Herencia del viento (Stanley Kramer, 1960), película basada en la obra de teatro homónima de Jerome Lawrence & Robert E. Lee, ceñida al que popularmente se denominó juicio del mono o juicio de Scopes. El caso despertó una gran controversia en EE.UU, donde en buena parte de su territorio la enseñanza de cualquier teoría sobre el origen del mundo que negara la Divina Creación se perseguía con la cárcel y donde los evolucionistas, clara minoría, parecían no tener ni voz ni voto. Sin embargo, el sustrato del film dista mucho del típico discurso panfletario contra las religiones que, como la católica, explican el génesis del universo omitiendo cualquier rastro empírico, sino que se define como una crónica acerca de cómo estás no pueden interferir, invadir un espacio público abierto a múltiples ideas y creencias; máxime en el sistema educativo, donde de la calidad de la enseñanza debe comulgar con el conocimiento científico y jamás con el adoctrinamiento ideológico. 

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The Pelayos

Para bien o para mal, se ha instaurado entre el espectador patrio el tópico «esta película no parece española» cuando se termina de disfrutar una producción made in Spain con un nivel y factura por encima de la media. Pues bien, The Pelayos (Eduard Cortés, 2012), basada en la historia real de la familia de un personaje tan infravalorado como Gonzalo García-Pelayo, es una de esas películas. El director de Otros días vendrán (2005) o La vida de nadie (2002) firma la historia de un hombre que, moviéndose siempre en el ámbito de la legalidad, desbancó a casinos de medio mundo. Dicho cabeza de familia, junto a su hijo y el resto de miembros de tan extravagante grupo, conquistó tal hazaña en base a su insólita teoría acerca de las -imperceptibles- imperfecciones en la construcción de las mesas de las ruletas, lo cual hacía aumentar o disminuir la probabilidad de determinados números. El caso, es que la manera en la que está abordada la historia -que, en contra de lo que mucha gente cree, no es un biopic-, a través de esas imágenes en busca del impacto instantáneo aún no lo suficientemente generalizadas en nuestro cine, el repertorio de canciones extranjeras, su exquisita factura técnica o el propio título del film –The Pelayos, en vez de Los Pelayos-, ponen de manifiesto el carácter internacional de un film, dicho sea de paso, francamente entretenido. 

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