La la land

Ocurre de cuando en cuando. Y, cuando sucede, no cabe otra que celebrarlo. Estoy hablando de la película perfecta. Aquella a la que es (casi) imposible ponerle un «pero». Me estoy refiriendo al que muchos califican como el musical del S.XXI y, sin duda, uno de los fenómenos cinematográficos  más importantes de los últimos años. Y lo más fuerte de todo es que, a la hora de escribir estas líneas, la cinta apenas lleva unos días en cartel. Tiempo más que suficiente para comprobar como La la land (2016) ha trascendido su condición de película para pasar a convertirse en un fenómeno social; no hay rincón del planeta en el que no se hable del tercer largometraje de Damien Chazelle, el aclamado director de Whiplash (2014). Como no soy de dejarme llevar por las opiniones mayoritarias, me dejé caer en una sala de cine dos días después del estreno de la película temeroso de que las expectativas disparadas -algo inevitable, después de leer y escuchar todo lo BUENO que se estaba diciendo del film en cuestión- no se cumplieran. Pero se cumplieron. La la land es una de esas bendiciones que agradecemos todos los amantes del cine. Un regalo. 

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Blue Valentine

Nunca es tarde si la dicha es buena. Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010) tardó tres años en llegar a nuestro país pero, a juzgar por el resultado final, la espera mereció la pena. Aunque algunos la vendieron como una historia de amor, la película es justo lo contrario: es la crónica del desamor, una perfecta y nada complaciente disección de la degradación de una relación. Blue Valentine se aleja de todos los tópicos del drama romántico convencional y funciona por su marcada personalidad, no ya tanto por alejarse de la típica estructura de presentación, nudo y desenlace -la historia aparece contada en dos tiempos diferentes, revelando además un extraordinario trabajo de montaje-, sino por radiografiar como pocas las vicisitudes del amor, qué es lo que ocurre cuando este sentimiento se encarrila por las vías de la desestabilización. En su segundo largometraje, Cianfrance se pregunta cosas como hasta qué punto el paso del tiempo puede erosionar la pasión o si realmente existe el amor a primera vista; el también guionista -junto a Joey Curtis y Cami Delavigne-, nos ofrece una desgarradora fábula acerca de lo significa amar y dejar de hacerlo, algo que la hace situarse cerca de otra joya indie contemporánea: Antes del anochecer (Richard Linklater, 2013).

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Sólo Dios perdona

Dos años antes de Sólo Dios perdona (2013), Nicolas Winding Refn facturó Drive (2011), fenómeno cinematográfico por el que el director danés pasó a integrar, de forma directa, la lista de las grandes esperanzas del cine contemporáneo. Las expectativas con su nuevo trabajo no eran altas: eran altísimas. Y aunque siempre conviene juzgar una obra de forma independiente, las comparaciones con su ilustre precedente son, en este caso, inevitables. En Sólo Dios perdona Winding Refn potencia las señas de identidad estilísticas de Drive, y se agradece: a su permanente búsqueda del simbolismo, se le suma ese elegante y sofisticado look visual marca de la casa. Cada uno de los fotogramas de esta coproducción entre Francia y Dinamarca parece una -estudiada, original, premeditada- obra de arte. Lo que ocurre con la nueva criatura del danés es que este esteticismo formal no es suficiente para sostener un proyecto de hora y media de duración. El gran problema de Sólo Dios perdona es, en efecto, que su apabullante despliegue estilístico y su elegante envoltorio se imponen a la consistencia del guión, dando lugar a un trabajo más preocupado por sus formas -ese gusto por las perspectivas simétricas, esos vanguardistas tiros de cámara- que por el fondo. Un hecho que podría tener su pase en el arte pictórico, pero pocas veces en el cine.

Solo Dios Perdona Kristin Scott Thomas

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El diario de Noa

Consagrada por una incontable legión de fans como uno de los máximos paradigmas del cine romántico de los últimos tiempos, no cabe sino considerar a El diario de Noa (Nick Cassavetes, 2004) como un imperecedero fenómeno de masas. Aunque tan sólo sea por esto, el de su innata capacidad para conectar con un público que la ha alzado como uno de los más incontestables iconos del género  -originando, además, que producciones futuras la tomasen como referencia-, esta adaptación cinematográfica de la novela The Notebook, de Nicholas Sparks, merece todos mis respetos. Ahora bien, esto no es incompatible con que, desde un punto de vista subjetivo, El diario de Noa resulte tan cursi y empalagosa que, incluso en los momentos en los que pretende ponerse seria o mínimamente trascendente, llegue incluso a provocar risa o el sonrojo del personal, especialmente sobre aquel que es incapaz de tomar como creíble un relato plano, carente del más mínimo golpe de efecto y empañado siempre por la gelidez que desprende su conjunto. El único responsable de esto es un guión tan previsible, desde la primera hasta la última línea, que hasta la sorpresa con la que se clausura el film no sólo no nos pilla desprevenidos, sino que además es puesta en bandeja desde el inicio incluso al espectador menos avispado.

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Los idus de marzo

En un país como España, donde la clase política es el tercer problema más importante para el conjunto de la sociedad (según el último barómetro del CIS), películas como Los idus de Marzo (George Clooney, 2011) dejan de ser recomendables para convertirse en, simple y llanamente, necesarias. La última obra como director de Clooney nos recuerda que los tejemanejes de las campañas electorales, la falta de transparencia de los líderes políticos y la decepción de unos votantes que esperan a que sus representados cumplan unas promesas vacías son problemas tan históricos como universales; problemas, además, en los que todos estamos involucrados de alguna manera porque la política es la que debería garantizar el Estado del Bienestar, la calidad de vida. Un apunte que conviene tener muy presente antes de disponerse a disfrutar de una historia en donde el fin, siempre, justifica los medios. 

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Drive

Cuando cae la noche en la ciudad, sólo los héroes solitarios circulan por sus calles. Y en el protagonista de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), interpretado por Ryan Gosling, personaje del cual desconocemos hasta su nombre, no iba a ser una excepción. A medio camino entre la road-movie y el thriller, la nueva película del cineasta danés es también un sorprendente cuento de hadas o, dicho de otra forma, una película de acción orientada para satisfacer tanto al público femenino como al masculino. Y es que Drive, en medio de navajazos y vísceras, recupera la esencia de los romances de toda la vida, siento éste el detalle que la convierten en algo mágico: lo poco frecuente que es encontrar en la cartelera un título que se mueva de manera tan correcta entre la adrenalina más desmedida y las escenas de amor más poéticas que alguien pueda imaginar -esa escena en el ascensor a cámara lenta, técnica a la que la cinta recurre de forma tan estratégica como eficaz, queda automáticamente impresa en los anales del cine-. Tampoco es normal que una película con tan altas dosis de violencia explícita -algo que incluso ha impactado en los diversos festivales donde se ha presentado, como en Sitges o en Cannes- al final resulte ser una de las cintas más elegantes y sofisticadas de los últimos años, pudiendo presumir de un esteticismo formal y factura sobresalientes. Y es que, en ella, todo está cuidado hasta el más mínimo detalle.

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