Robin y Marian

Antes de que la grandilocuencia y los altos presupuestos se apoderaran de las adaptaciones recientes de esa leyenda que robaba a los ricos para dárselo a los pobres – Robin Hood, príncipe de los ladrones (Kevin Reynolds, 1991) o Robin Hood (Ridley Scott, 2010), el director Richard Lester se hizo cargo de la adaptación menos aventurera y más intimista del arquetípico ladrón medieval. Tras una primera media hora un tanto tediosa -donde se aprovecha para desmitificar a Ricardo Corazón de León, uno de los reyes más poderosos y pérfidos de la historia de Inglaterra-, Robin y Marian (1976) muestras abiertamente sus hechuras a partir de esa mítica escena del brusco reencuentro de un héroe (Sean Connery), que vuelve a su país natal tras haber combatido en las Cruzadas, y su gran amor (Audrey Hepburn), ahora convertida en una abadesa que dedica su vida a cuidar a los enfermos. Un encuentro inesperado del que irrumpe un intercambio de miradas, reveladoras, transparentes, capaces de desnudar sin palabras una pasión hasta ahora velada, a través de las cuales se ponen sobre la mesa cuestiones tales como la nostalgia o el tema principal sobre el cual versa la obra: el implacable paso del tiempo.

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Solo se vive dos veces

La mirada que ofreció Lewis Gilbert al legendario personaje de James Bond en la quinta película de sus aventuras, Solo se dice dos veces (1967), mantiene el nivel de calidad de la saga además de respetar su espíritu y los cánones que la definieron desde un primer momento, multiplicando el nivel de acción de las anteriores entregas, desplazando la acción del Agente al continente asiático y, en definitiva, demostrando una extraordinaria facilidad para dotar de un gran ritmo la película. El film, uno de los más caros y rentables de la serie, pasó a la historia al ofrecernos insólitos aspectos en la carrera de Bond: a su transformación en individuo de nacionalidad japonesa, hay que sumar su primera y única -y falsa- boda hasta la fecha y, para colmo, su propia muerte acontecida en el impactante prólogo en el que el agente hace su primera aparición. Con semejante cóctel, al que se suma la nueva reencarnación del infalible Sean Connery del espía 007, era imposible que la jugada saliese mal. Y lo cierto es que estamos ante una película francamente entretenida donde la acción -tras ese arranque poderoso- no decae en ningún momento, manteniendo la atención del espectador gracias a un guión más lúcido y clarificador que el de las cintas anteriores.

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Operación Trueno

El director Terence Young todavía debe estar arrepintiéndose de haber abandonado la saga del Agente 007 tras sus dos primeras películas, a pesar de que volvería a retomarla con Operación Trueno (1965), la cuarta aventura. Y es que su homólogo Guy Hamilton consiguió con James Bond contra Goldfinger (1964) una de las cintas más redondas de la saga y una de las más queridas por los fans. Y, aunque Young tiró de talonario para poner en marcha esta nuevo proyecto, el resultado es una de las entregas más decepcionantes de la serie. Si que es cierto que Operación Trueno no tuvo reparos en lo referido al presupuesto, hasta el punto de considerarse una de las más firmes predecesoras del concepto de blockbuster que adquiriría su plena dimensión a partir de los años 70, pero esto no hizo sino demostrar que un alto coste no lleva implícito una mayor calidad. Porque, aunque sus escenas de acción y sus efectos especiales se sitúan por encima de todo lo visto hasta entonces en la era Connery, el film queda lastrado por una duración excesiva, un ritmo tedioso y un argumento, de tan enrevesado, casi incomprensible.

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James Bond contra Goldfinger

Tras dos primeras entregas que, además de servir para retratar la psicología y el aura del Agente 007 y de establecer los cánones que definirían al resto de la saga, arrasaron de forma aplastante en taquilla, se estrenó James Bond contra Goldfinger (Guy Hamilton, 1964). Los productores comprendieron que después de estos dos rotundos éxitos, las aventuras fílmicas del espía británico con licencia para matar eran ya una epidemia incontrolada. Así pues, pusieron toda la carne en el asador con esta nueva entrega, en la que lo más llamativo es el nombre de Hamilton como el director que sustituyó a Terence Young, que volvería a retomar las riendas de la saga en la siguiente entrega: Operación Trueno (1965). Otro detalle significativo es que, por primera vez, y sin fisuras, la crítica se arrodilló a una saga que ya estaba adquiriendo proporciones épicas y que prometía infinidad de nuevos largometrajes. Prueba de ello es el merecido Oscar que ganó a los Mejores efectos de sonido, uno de los pocos que tiene en su haber la serie, a pesar de que James Bond contra Goldfinger esté considerada, unánimemente, como una de las piezas mejor construidas -y más irreverentes- de todas las que se hayan filmado jamás sobre el mítico agente. 

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Desde Rusia con amor

Tras el éxito de Agente 007 contra el Dr. No (1962), la primera entrega de la saga del agente secreto más famoso del mundo, era de esperar que los productores fabricasen una nueva adaptación en la pantalla grande del emblemático personaje creado por Ian Fleming. Así, tan sólo un año después del estreno del primer film, vio la luz Desde Rusia con amor (Terence Young, 1963), la segunda película de James Bond que fue considerada, desde el mismo momento de su estreno, como una de las mejores de toda la serie y, a día de hoy, se mantiene como uno de los títulos más recordados. Esta adaptación de la novela homónima de 1957 -y uno de los libros de cabecera del Presidente John F. Kennedy, un aspecto decisivo que influyó a la hora de adaptar esta novela en lugar de otra-, puede presumir de mantener intacto el espíritu del primer largometraje, esa estética y ese look sofisticado por el que hoy todos recordamos a James Bond, así como de haberse llevado a cabo con un presupuesto mayor que su primera aventura –aspecto que se evidencia en una más cuidada puesta en escena y unas espectaculares escenas de acción– y por volver a contar con el más carismático Agente 007 de toda la saga: un Sean Connery que, a pesar que sólo se había comprometido en aparecer en la primera entrega del personaje, firmó un contrato para tres títulos más debido al fulgurante éxito de sus aventuras.

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Agente 007 contra el Dr. No

El 50º aniversario de las aventuras del agente 007 es la excusa perfecta para hacer un análisis de la película que abrió la veda de la saga de James Bond, que se convertiría con el paso de los años en una de las más longevas y rentables de la historia del cine. Agente 007 contra el Dr. No (Terence Young, 1962), fue, en efecto, la primera adaptación a la pantalla grande del mítico personaje creado por el británico Ian Fleming. Con un presupuesto modesto -poco más de un millón de dólares- y unos efectos especiales que no han soportado muy bien el paso del tiempo, este primer film se encargó de definir la personalidad del famoso agente secreto: arriesgado, heroico, ingenioso, elegante, sofisticado, seductor, bebedor (esos Dry Martini) y mujeriego. Capaz también de demostrar chulería sin resultar pedante, el encargado de ponerse al frente del papel en la primera etapa fue un Sean Connery que acabaría catapultado a la fama más absoluta gracias a la encarnación de este agente con licencia para matar. Basada en la novela Dr. No (1958), la sexta de la serie, Agente 007 contra el Dr. No parece un artefacto construido, más que para desarrollar una interesante trama argumental, para el lucimiento del carismático personaje. 

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Marnie, la ladrona

Los pájaros (1963) y Marnie, la ladrona (1964) comparten algo más que director -Alfred Hitchcock- y actriz protagonista -Tippi Hedren-. Rodada con tan sólo un año de diferencia, Marnie, la ladrona es un película que tiene todas las de perder si se compara con su grandiosa predecesora: no posee ni la mitad de la brillantez de su guión, ni de su suspense, ni de su poder magnético. Ni siquiera es una de las obras maestras del cineasta británico. Sin embargo, hay en ella una larga lista de virtudes que la convierten en un film de visionado obligatorio y que son, precisamente, aquellas por las cuales podemos establecer paralelismos con Los pájaros: dejando al margen ese habitual y fugaz cameo del propio Hitchcock en los primeros minutos, en Marnie se vuelve a dar cita un tema que obsesionaba al director como es la muerte. En un aceptable atmósfera de intriga se desenvuelve una historia protagonizada por una mujer cleptómana, mentalmente inestable, que arrastra un profundo trauma infantil. Además, se vuelve a recurrir a un macguffin como punto de partida; aquí no son unos periquitos enjaulados, sino un bolso al que el realizador otorga un revelador primer plano encargado de abrir la película diseñado para llamar la atención del espectador.

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