La perfección

Hay películas a las que conviene enfrentarse sin haber leído ni haber visto nada sobre ellas previamente. Ni sinopsis, ni argumento, ni tráiler. Nada. Es el caso de La perfección (Richard Shepard, 2018), el último éxito viral de Netflix. La última obra del director de Matador (2005) o La sombra del cazador (2007), tan imprevisible como sorprendente, está confeccionada con el fin de dejar con la boca abierta al espectador escena tras escena. A través de infinidad de giros de guión, acontecimientos imprevistos y mil trampas argumentales -giro sorpresa final incluido- la película se las ingenia para no dar tregua al público jamás. A medio camino entre el thriller y el cine de terror -con cierto trasfondo social-, La perfección es una película imposible de definir, de adscribir a un género concreto. Sus concesiones al gore harán las delicias de los fans del género, mientras que el ambiente de tensión que se respira en todo momento conectará de forma inmediata con los que busquen una película capaz de enganchar de principio a fin.

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Múltiple

Imagino que para cualquier artista debe resultar agotador que el público compare cada una de sus nuevas creaciones con su obra cumbre. De esta realidad no se libran, ni mucho menos, los directores de cine. El cineasta M. Night Shyamalan firmó a finales de los años 90 un título clave ya no sólo para el cine de misterio -con un giro final del que se habló hasta en el rincón más recóndito del planeta-, sino también para la cultura popular, provocando un impacto social con pocos precedentes. El bombazo de El sexto sentido (1999) fue tal que, le guste o no, el director hindú tiene que soportar que público y crítica, a veces por mera rutina, infravaloren algunos de sus nuevos trabajos por el hecho de no estar a la altura de la mítica película protagonizada por Bruce Willis. Sirva esta introducción como autocrítica por no juzgar, a veces, las obras de un director de forma independiente, sino comparándolas con -digamos- el buque insignia de la filmografía del cineasta en cuestión. En cualquier caso, y como en en la cosecha de todo director de cine, Shyamalan ha firmado películas para recordar y otras para olvidar. Múltiple es de las primeras. Con sus puntos fuertes -la mayoría- y los débiles -la minoría-, este thriller psicológico termina en el lado de la balanza de las películas del cineasta que no nos podemos perder. 

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Contratiempo

Contratiempo (Oriol Paulo, 2016) es, ante todo, una película pensada para el público. Este matiz, al que sin duda aspiran todas las películas -ningún director rueda una película sin pensar en los espectadores que más tarde la disfrutarán-, se cumple en esta ocasión de forma más que explícita. El nominado al Goya al mejor director novel por El Cuerpo (2012), confecciona en su segundo largometraje un espectáculo para que los que somos adictos al cine negro y a los giros de guión capaces de dejarnos con la boca abierta, nos lo pasemos pipa. Y vaya si lo consigue. No son muchas las películas que se estrenan que, al margen de que estén mejor o peor hechas, te tengan con un nudo en el estómago todo el metraje al tiempo que consiguen que te hagas mil y una preguntas sobre cada uno de sus personajes, sin saber nunca quién dice la verdad o quién miente. Todo esto, a priori algo muy fácil de lograr pero en el práctica verdaderamente difícil, lo consigue Contratiempo, un eficaz truco de magia de 100 minutos de duración que me ha tenido embobado de principio a fin. 

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La chica del tren

Partamos de la base de que no era fácil trasladar a imágenes La chica del tren, una novela contada desde múltiples puntos de vista, trufada de flashbacks y viajes temporales de todo tipo. Adaptar un best seller tan complejo narrativamente a la gran pantalla, sin duda, no era moco de pavo, si se me permite la expresión. Y eso sin contar la enorme presión que supone filmar la adaptación del que es considerado el último gran fenómeno editorial mundial, como demuestran sus 11 millones de ejemplares vendidos. Para que nos hagamos una idea, basta decir que cada 6 segundos se despachan en las librerías de todo el mundo un ejemplar de esta novela negra que ha convertido a su autora, Paula Hawkins, en multimillonaria. La cuestión es si la película está a la altura del potente material en el que se basa y, como suele suceder en la mayoría de ocasiones, desgraciadamente no es así. Si la novela de Hawkins se caracterizaba por su ritmo ágil, su carácter imprevisible y su intriga más o menos lograda, en la película (Tate Taylor, 2016) todo sabe a añejo, a algo mil veces visto. No ayuda, en absoluto, el tono desganado y frío con el que parece que está rodada, dando como resultado una película espesa, pasada de moda, taciturna. 

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No respires

Debería existir una máxima en el mundo del cine que impidiese rodar un remake si éste no nace con la ambición de mejorar o, por lo menos, igualar, a la obra original. Dicha máxima, ignorada o directamente despreciada por la mayoría de cineastas que se aventuran a hacer un remake, se la tomó muy en serio Fede Álvarez cuando en 2013 decidió hacer su particular versión del clásico de Sam Raimi Posesión infernal (1981). El debut del director en el largometraje, tras una exitosa carrera como cortometrajista, nos dejó a todos de piedra: no sólo por conseguir superar en calidad a la icónica obra de Raimi -tomándose muy en serio lo que para el director de la saga Spider-man era un cachondeo puro y duro-, sino por demostrar una personalidad fílmica, una concisión y un tono estilístico impropio en un director novel. No respires (2016), película en la que Álvarez reincide en el terror, viene a confirmar que lo que parecía un espejismo no lo es en absoluto y que el uruguayo, último de una estirpe de cineastas iberoamericanos afincados en Hollywood, ya puede considerarse uno de los más grandes directores de terror de los últimos años. 

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Irrational man

Llega un punto en la vida de cualquier artista en el que éste ya no tiene que demostrar nada a nadie; ese punto en el que lo que piensen los demás, por decirlo de forma llana y coloquial, se la trae al pairo. A estas alturas de la película -y nunca mejor dicho-, después de 4 Oscar, 24 nominaciones y de haber dirigido una cinta por año durante algo más de cuatro décadas, Woody Allen se ha ganado el respeto de la crítica y el público a base de tesón, genialidad y su capacidad de hacer cine en mayúsculas. El cine de Allen se ha convertido en un género en sí mismo; cuando un espectador paga por ver una de sus películas sabe lo que va a ver: su público más fiel sabe incluso detectar que una película está firmada por él con solo visionar alguno de sus planos. Y cuando un director consigue algo tan difícil ya se puede retirar con la cabeza alta. Sin embargo Woody Allen ahí sigue, al pie del cañón con 79 años. Es cierto que en su cosecha hay obras mayores y menores -como en la filmografía de cualquier otro cineasta, ojo-, pero siempre defenderé la idea de que una película menor de Woody Allen sigue siendo una película por encima de la media. Es el caso de Irrational man (2015), segunda colaboración de Emma Stone con el genio neoyorkino tras Magia a la luz de la luna (2014), esta vez acompañada del animal escénico Joaquin Phoenix. 

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La isla mínima

Conviene decirlo de entrada: La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), es un disparate de película. A todos los niveles. Entiéndase por «disparate» como el mejor calificativo que se puede aplicar a un trabajo que no sólo es un clásico instantáneo del cine español sino también uno de los thrillers más sólidos jamás realizados, nacionalidad aparte. A pesar de que el director andaluz no lo tenía nada fácil para superar a Grupo 7 (2012) -todo en aquella película nominada a 16 Goyas y ambientada en las barriadas sevillanas de finales de los 80 funcionaba con la precisión de un reloj suizo-, con La isla mínima asesta el golpe definitivo para consagrarse como un cineasta en mayúsculas. Ganadora de 2 premios en la 62 edición del Festival de San Sebastián -fotografía y actor principal-, la cinta consigue eso que para cualquier aficionado al séptimo arte es un auténtico milagro: lograr el sobresaliente en todos y cada uno de sus apartados. Todo, claro está, sustentado en un guión sin fisuras que bien podría estudiarse en las Escuelas de cine como paradigma del libreto perfecto. Robusta, envolvente y con personalidad propia, La isla mínima está llamada a dejar huella, poso, a permanecer en lo más hondo de los valientes que se atrevan a adentrarse en ella; en un ejercicio fílmico tan intenso que duele; tan realista que hace daño. Tan perfecto que asusta.

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La hermandad

No son una, sino miles las películas ambientadas en casas encantadas, en las que lo mismo se suceden los asesinatos que oímos el llanto de unos niños inexistentes. Y, mientras, la protagonista -las féminas, en la mayoría de estos casos, suelen llevar la voz cantante- intenta llegar al fondo del tema. La hermandad (2013), debut en la dirección del catalán Julio Martí Zahonero, por tanto, no inventa nada nuevo. Tan poco original es el punto de partida de la película -una escritora de novelas de intriga que, tras sufrir un accidente de coche, es acogida en un misterioso lugar- como gran parte de su desarrollo; un desarrollo en el que priman los sustos fáciles y algunos tópicos y estereotipos de siempre -subidas repentinas de sonido, esos niños que aparecen y desaparecen… y una protagonista a punto de volverse loca porque no sabe si lo que está viendo es real o fruto de su imaginación, en línea con la Laura de El orfanato (J. A. Bayona, 2010), trabajo que ha servido como una clara fuente de inspiración de su autor-. ¿Significa esto que La Hermandad es un mal producto? En absoluto: detrás de cada uno de sus planos está la firma de alguien que sabe muy bien lo que se hace. 

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Grand Piano

Con Buried (Rodrigo Cortés, 2010), el thriller español entraba en otra dimensión: se demostró que se podía mantener hipnotizado al público durante hora y media a través de una premisa narrativa clara, fascinante, en un espacio reducido. No es casual, por tanto, que Cortés sea uno de los abanderados de Grand Piano (Eugenio Mira, 2013), película en la que ejerce de productor; una obra que comparte con la del catalán la máxima de situar a su -casi- único protagonista en una situación límite, su medida duración, el gusto por un único escenario -en el caso de Buried, un viejo ataúd; en Grand Piano, un auditorio- o, en el apartado técnico, la música de Victor Reyes, uno de los músicos que mejor ayuda a cimentar la tensión en cine y televisión, de los que más saben a la hora de crear una ambientación sonora etérea. Pero no sólo eso: ambas propuestas son ágiles, claras en la exposición de los hechos y dejan translucir su vocación comercial, a pesar de que algunos puedan pensar que lo extraño de sus premisas les obliguen quedar relegadas a un público concreto. Sin embargo, si rascas en esta creación con la que Mira ha dado el definitivo salgo internacional, se hace difícil vislumbrar, lástima, las lecturas (políticas, sociales) de Buried, amén de la lucha del individuo contra el sistema: Grand Piano se conforma con ser un ejercicio de suspense. Y punto. 

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Sospecha

El problema de atesorar una carrera repleta de obras maestras, es que cualquier película que no alcance tal calificativo padecerá el estigma de ser considerada un título menor. Es el caso de Sospecha (1941), cuarto trabajo del periplo estadounidense de Alfred Hitchcock, un producto que de haber sido firmado por otro director quizá no retendría su, a pesar de todo, etiqueta de clásico. Estamos ante un trabajo atípico dentro de su filmografía por varios motivos: en primer lugar, porque el componente de intriga que caracterizó al cineasta británico queda relegado al último tercio, tras un arranque próximo al género de la comedia romántica y una segunda parte dedicada íntegramente al melodrama. Otro rasgo que llama la atención de Sospecha es su convencional desenlace que, por mucho que fuese una imposición de la productora al genio -tal y como él mismo confesó a otro maestro del séptimo arte, François Truffaut, en su libro «El cine según Hitchcock»-, no cumple con las expectativas generadas. Con todo, la cinta contiene varios elementos de interés que la hacen recomendable: por un lado, la presencia de uno de los actores fetiche del director, Cary Grant -en su primera colaboración juntos-; por otro, la inclusión de una de las escenas más logradas de su carrera: la del vaso de leche en las escaleras. 

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Secreto tras la puerta

Aunque no posea la extrema lucidez de sus obras maestras –Metrópolis (1927), M, el vampiro de Düsseldorf (1931) o La mujer del cuadro (1944)- Secreto tras la puerta (Fritz Lang, 1947) es una de las películas más desconocidas y, a la vez, más fascinantes del cineasta austriaco. Cierto es que tanto el propio autor como la crítica del momento la consideraron un título menor -quizá por sus referencias demasiado explícitas a Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), obra por la que Lang nunca escondió su admiración-, pero los años han jugado a su favor, convirtiéndose en una de sus cuatro principales cintas de cine negro. A través de una historia de Rufus King y con guión firmado por Silvia Richards, Secretos tras la puerta vio la luz en una época en la que el subgénero del drama psicológico se hallaba en su máximo esplendor; a través de una estética gótica -tenue iluminación, barrocas mansiones, tétrica ambientación-, Lang elabora una reflexión acerca de la fuerza del subconsciente, de las consecuencias de los traumas internos en la infancia o la dependencia psicológica. Todo a través de un estudio analítico de primer orden de sus personajes, especialmente de su protagonista (Michael Redgrave), del que se desatan más interrogantes que respuestas. El magnetismo y el tremendo porte que desprende el actor en este trabajo, a la que ninguna mujer parece resistirse, refleja el gran acierto de casting. 

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A merced del odio

El gran éxito cosechado en taquilla por ¿Qué fue de Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), fruto de enfrentar a dos titanes de la interpretación como Joan Crawford y Bette Davis, supuso un decisivo relanzamiento de la carrera de ésta última. La cinta, por la que la actriz consiguió su última nominación al Oscar, fue clave para que ésta protagonizase sus otras dos incursiones en el cine de intriga de la década de los sesenta: Canción de cuna para un cadáver (1964), también dirigida por R. Aldrich, y la que hoy nos ocupa: A Merced del odio (Seth Holt, 1965). Producida por la prestigiosa productora británica y especializada en la parcela del terror Hammer Films, estamos ante un producto menor en medio de la prodigiosa filmografía de Davis, de aplastante calidad del primer al último título, pero no por ello menos desdeñable. Titulada originalmente The nanny, la actriz vuelve a aprovecharse aquí de su característico físico para dar vida a una niñera psicópata capaz de tener en vilo al espectador todo el metraje; los ojos saltones y las reconocibles facciones de su rostro vuelven a dotar a Bette Davis de ese aspecto tétrico que requerían unas producciones en las que nunca le importó encasillarse. 

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