El amante doble

Una de las señas de identidad más características del cine de François Ozon es su admirable equilibrio entre lo genial y lo ridículo. Este hecho, lejos de ser un argumento para atacarle, es la pasta de la que están hecha los más grandes autores y directores de cine. La pasmosa facilidad con la que Ozon construye escenas que no sabes si catalogar como geniales o directamente de tomadura de pelo son constantes en su filmografía, y el que esto escribe no tiene ningún pudor en calificarlas de geniales. Sí: soy un ferviente admirador de este director francés, al que descubrí de forma tardía -con la inmejorable En la casa (2012)-, y me ha ido conquistando con cada nuevo trabajo, especialmente con Joven y bonita (2013) y Una nueva amiga (2014). Por eso me duele especialmente tener que hablar mal de El amante doble (2017), el primer gran tropiezo de su extraordinaria trayectoria. Se me antoja imposible defender con argumentos sensatos y coherentes una película tan plana, absurda, vacía y terriblemente aburrida como esta, un extraño e imposible híbrido entre thriller erótico, romance y traumas existenciales aderezados con mezcla de realidad y ficción. Duele reconocerlo, pero es así: no hay por donde coger El amante doble, una película en la que es imposible no perderse. Hasta el espectador más avispado saldrá del cine con la sensación que la han tomado el pelo. 

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Elle

En un tiempo en el que cada vez más directores sucumben a la tentación de lo políticamente correcto, en el que cada vez cuesta más encontrar riesgo, atrevimiento y osadía en el séptimo arte, se agradece (y mucho) un film como Elle y un director como Paul Verhoeven, autor de una filmografía que se caracteriza precisamente por no casarse con ningún parámetro preestablecido y hacer básicamente el cine que le da la gana, ajeno a si éste resulta más o menos polémico. Y este adjetivo es, precisamente, el que mejor describe a su última criatura, un film que desde su triunfal proyección en el Festival de Cannes (dentro de la sección oficial de largometrajes a concurso) ha despertado un inusitado respaldo unánime de la crítica. Los factores que convierten a Elle, la elegida por Francia para representarle en los Oscar, en una película polémica van mucho más allá del hecho de mostrar algo que nunca se ha visto en el cine -como es el retrato de una mujer violada que se niega a aceptar el papel de víctima-, sino en todo el conjunto de debates morales que va desplegando su(s) trama(s) y la aguda mirada del director por mostrar un mundo enfermo. 

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La familia Bélier

Gran sorpresa con La familia Bélier (Eric Lartigau, 2014), una película a la que me enfrenté sin ningún tipo de expectativa y me terminó sorprendiendo. Nuevo taquillazo del cine francés -y uno de los más importantes de los últimos años junto con Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? (Philippe de Chauveron, 2014) e Intocable (Olivier Nakache & Eric Toledano, 2011)- estamos ante un trabajo que conquista por su sencillez. No hay en La familia Bélier dobles lecturas ni mensajes ocultos: lo que hay es lo que ves, algo que se agradece en una época en la que los directores se dejan llevar por la pretenciosidad o confunden calidad con ser lo más enrevesados posible. El director de Los infieles (2011) da un golpe en la mesa con su nuevo trabajo, en el que reivindica las películas de mensaje fácil, sin que ello suponga jugar en segunda división. Y es que ya les gustarían a muchas películas condensar toda la verdad que exhala La familia Bélier por cada uno de sus poros o encerrar la mitad de emoción que desprenden algunos momentos, como esa actuación final de la protagonista que pasa a engrosar, ipso facto, la lista de las escenas más bellas de la historia del cine francés.

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Una nueva amiga

En cine pocas cosas hay más fáciles que distinguir a un provocador del que pretende serlo. Por mucho que se esfuerce el segundo, el espectador no tardará en detectar sus trucos y ver como intenta vendernos originalidad cuando lo que nos está ofreciendo no es más que un chapucero intento por llamar la atención. El director provocador, en cambio, no tiene que hacer ningún esfuerzo por resultar brillante, genial, único, porque le viene de raza. Lo lleva grabado en su ADN. Esa falsa originalidad de la que presumen los que intentan dárselas de vanguardistas, suena a risa cuando se ponen al lado figuras como Almodóvar, Haneke o François Ozon, directores que destilan originalidad por un tubo como si no les costara lo más mínimo. Ozon se ha ganado a pulso figurar dentro de esta categoría desde su primera película, reafirmándose título tras título como un cineasta con ganas de incordiar, siempre conjugando la sutileza más extrema con un marcado carácter explícito. Con Una nueva amiga (2015), film que certifica que su cine sigue en un perfecto estado de forma, ha terminado de confirmar que sólo él podría convertir una película que en otras manos hubiera quedado burda y ridícula en un espectáculo fascinante.

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Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho?

La paradójica sensación experimentada por este cronista con Dios mío, ¿pero qué te hemos hecho? (Philippe de Chauveron, 2014) bien podría dar pie a un interesante debate. Reconozco que es una película loable en sus intenciones y con un mensaje de integración necesario en los tiempos que corren pero… ¿es suficiente sólo con esto? ¿Deben prevalecer las lecturas que se puedan extraer de un film por encima de su propia calidad o de cómo éste está contado? En mi caso, y sintiéndolo mucho por la que ha sido la película francesa con mayor recaudación del 2014 con más de 12 millones de espectadores y la cinta gala más taquillera desde ese fenómeno global que fue Intocable (Olivier Nakache & Eric Toledano, 2011), me temo que no basta con ir cargado de buenas intenciones para hacer una película recomendable. La fórmula de Philippe de Chauveron es de sobra conocida: apostar, en plena era de la globalización, por el choque cultural en clave de humor  para conectar con el público y ganarse así sus simpatías. Una experimento legítimo, qué duda cabe, que hubiese funcionado con otros guionistas capaces de dotar de más gracia e ingenio las situaciones que aquí se van planteando. Y es que el film francés apenas consigue arrancar la carcajada.

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El desconocido del lago

Curioso el fenómeno vivido en Francia en 2013: mientras las calles de París acogían las mayores y más violentas manifestaciones homófobas de su historia -miles de personas gritaban contra el recientemente legalizado matrimonio gay-, su cine alumbraba dos obras maestras como La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013) y El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013), ambas de temática LGTB y, además, de claro carácter explícito. Reconocidas producciones en Cannes -Mejor Película para la primera y Mejor Director, en la sección «Un Certain Regard», para la segunda- que demostraron que el séptimo arte está siempre por encima de mentes obtusas y violentas. Este odio hacia el colectivo gay derivó en la más repugnante censura cuando dos ciudades como Versalles y Saint-Cloud, incapaces de apreciar la bellísima y vivificadora pintura fauvista de Tom de Pékin -artista clave en la visibilización gay y lésbica-, retiraron de las calles los carteles promocionales de El desconocido del lago por el simple hecho de mostrar a dos hombres besándose. Por alumbrarse en medio de este generalizado clima de intolerancia, la cuarta película del director y guionista Guiraudie ha terminado cogiendo un ¿involuntario? cariz político, alzándose como un (brillante) alegato a favor de esas minorías que -se quiera o no- ya no hay quien las calle. 

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Joven y bonita

Si hay una palabra que defina a Joven y bonita (François Ozon, 2014) sería envolvente, tanto o más que el anterior trabajo de su director, En la casa (2012), por el que el parisino logró el máximo reconocimiento en el Festival de San Sebastián. Con una caligrafía parecida al de aquella, Ozon nos regala en esta ocasión una obra de factura impecable, presa de una atmósfera particularmente tortuosa donde hasta las subcapas tienen subcapas, al tiempo que se confirma como alguien que disfruta invitando a la reflexión al público, dejando que sea él quien saque sus conclusiones, el que termine de ligar un guión abierto a varias interpretaciones. Escrita y dirigida por él, el director se centra en esta ocasión en el tema de la prostitución. Y lo hace lejos de la recurrente mirada con la que el cine siempre ha observado lo que algunos llaman drama pero que, aquí, se alza como una opción igual de válida que cualquier otra. En las antípodas del relato de esa mujer, desesperada y sin recursos, que se lanza a hacer la calle porque no le queda otra forma de ganarse la vida -una mirada válida, qué duda cabe, que además nos ha regalado joyas como Princesas (F. León de Aranoa, 2005)-, lo que hace distinta a la última obra de Ozon es por hablar sin tapujos sobre un fenómeno en auge: el de las jóvenes adineradas que se prostituyen simple y llanamente porque quieren. 

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Declaración de guerra

Sólo existe una cosa peor para unos padres que hacer frente a una grave enfermedad de su hijo: revivir de nuevo el suceso para trasladarlo a la gran pantalla. Es, de entrada, el gran mérito de Declaración de guerra (2011), segundo largometraje de Valérie Donzelli tras la inédita en España La reina de corazones (2009). La directora, en colaboración de su por entonces pareja Jérémie Elkaïm, escribe y protagoniza una obra inspirada en el suceso real que ambos vivieron cuando a su retoño de 18 meses le diagnostican un extraño tumor, capaz de desconcertar incluso a los médicos. El film narra la declaración de guerra de unos padres contra una enfermedad que amenaza con llevarse la vida de su hijo e ilustra el duro proceso al que, como ellos, muchos héroes anónimos deben enfrentarse -reuniones con los médicos, largos días, incluso semanas, de incertidumbre…-. Sin embargo, lo que podría haber derivado en un telefilm adicto a la lágrima fácil o a la sensiblería, se convierte en una cinta adulta, de inclasificable personalidad, capaz de evitar los derroteros del morbo. De hecho, por increíble que parezca, Declaración de guerra tiene casi tantos elementos de comedia como de drama. Pero que nadie me malinterprete: aunque la tragedia está ahí, como inflexible telón de fondo, la directora afronta su trabajo en clave optimista, vitalista incluso.   

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El viaje de Bettie

Es El viaje de Bettie (Emmanuelle Bercot, 2013) un proyecto anómalo, alejado de los parámetros tradicionales, no ya tanto por su escasez de medios o porque la mayoría de sus actores son no profesionales, sino porque está diseñado única y exclusivamente para lucimiento de su actriz principal: la gran dama del cine francés Catherine Deneuve. Y no es que la que algunos llaman la diva gélida tenga nada que demostrar a estas alturas de una trayectoria que incluye a Truffaut, Buñuel o Polanski-, sólo que aquí se junta su omnipresencia en todas y cada una de sus escenas con algunos paralelismos que pueden establecer entre su personaje y su propia vida. Como si de un sentido homenaje a la intérprete se tratase, el tercer largometraje de su directora y también coguionista–el cuarto si contamos su fragmento en Los infieles (2012)- es el ejercicio de introspectiva al que se ve abocado una mujer al llegar a la madurez. Al igual que otras películas en las que las féminas, ancladas en la más atronadora rutina, se lanzan en busca de aventuras –como La mujer sin piano (Javier Rebollo, 2011) o Villa Amalia (Benoît Jacquot, 2009)-, El viaje de Bettie es una travesía llena de nostalgia, de alguien que ha llegado a una cierta edad con el equipaje lleno de vivencias y que, qué diablos, merece ser feliz.  

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Un profeta

El protagonista de esta historia es un joven que, al ingresar en prisión, comienza a rebanar cuellos y a codearse con las más peligrosas compañías. Nadie diría que se trata de un héroe. Sin embargo, esta forma de desenvolverse se dibuja como la única vía posible para salir incólume de una jungla habitada por hambrientos depredadores. En su película Un profeta (2009) el respetado cineasta parisino Jacques Audiard nos lanza una reflexión: ¿hasta qué punto esta selva retratada con toda la gelidez e inclemencia posibles no es más que un reflejo de lo que cuece fuera de esos barrotes o, dicho de otro modo, en la vida real? ¿Es este campo de cultivo de drogas, corrupción, luchas de poder y crimen organizado un espejo de lo que observamos diariamente en nuestro entorno o, por el contrario, la realidad es mucho más idílica? En sintonía con sus jugosos interrogantes, este cuento moral de primer orden radiografía la(s) patalogía(s) de la contemporaneidad: desde la falta de valores de la actualidad hasta su espíritu de erigirse como metáfora de una indomesticable sociedad en la que -como el protagonista- hay que buscarse las mañas de sobrevivir, pasando por una feroz crítica a un sistema carcelario podrido en el que los presos llegan a tener más poder que la autoridad.

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Los nombres del amor

Los polos opuestos se atraen. Y si no que se lo pregunten a los protagonistas de Los nombres del amor (Michel Leclerc, 2010), comedia romántica del último cine francés que destaca por su originalidad e irreverencia. Ellos son Baya Benmahmoud (Sara Forestier) y Arthur Martin (Jacques Gamblin) o, lo que es lo mismo, una joven liberal, de izquierdas, deslenguada y autodenominada «puta política» frente a un hombre mucho más discreto y corriente, criado en el seno de una familia conservadora. A pesar de su antagonismo ambos testificarán que es posible enamorarse incluso de la persona, a priori, menos afín. Pero que nadie se confunda:  Los nombres del amor -traducción al español de Los nombres de la gente, en referencia a un tema tan latente en el film como hasta qué punto el llamarse de una determinada forma condiciona tu vida y la percepción que de ti tienen los demás- no se queda en la típica historia de amor con moraleja de manual, sino que utiliza a ésta como pretexto para abordar diversos asuntos sociales desde una perspectiva políticamente incorrecta. Para ello se sirve de los interesantes duelos dialécticos entre dos roles magníficamente escritos, cuyos chascarrillos y agilidad verbal remiten al mejor Woody Allen, trasladando a otro nivel el eterno derbi de la guerra de sexos.

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Una vida mejor

Dentro de esa cuadrilla de películas que procuran descifrar la crisis económica, podemos discernir dos subgrupos: las que tienen como misión explicar quiénes son los culpables de esta convulsa situación -con Inside job (Charles Ferguson, 2010) como máximo exponente en los últimos años- y las que, aun sin dejar de criminalizar a los auténticos responsables, se centran más en el lado humano, en el ciudadano de a pie que, al fin y al cabo, es el que sufre en sus carnes dicha realidad. En esta segunda agrupación existen ejemplos tan reconfortantes como la americana The company men (John Wells, 2010), la española 5 metros cuadrados (Max Lemcke, 2011) o la francesa Una vida mejor (Cédric Kahn, 2011). A juzgar por el origen de las películas, la crisis económica no atiende a una nacionalidad específica, sino que la mayor parte de cinematografías del mundo han reflejado, con mayor o menor tino, un tema que preocupa a todos y para el que es necesario disponer de una sensibilidad especial si se pretende lograr la conexión con el público. Es lo que ocurre con éste último ejemplo, protagonizado por el director de Pequeñas mentiras sin importancia (2010), un film que hace 10 años no tendría sentido -o, por lo menos, no tanto como ahora-, pero que en en la actualidad se hace terriblemente necesario. 

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