La Habitación

¿Puede una película ser profundamente desagradable y profundamente hermosa al mismo tiempo? La respuesta es sí. Se llama La Habitación (2015) y la firma Lenny Abrahamson, responsable de las inclasificables Garaje (2007) o Frank (2014). El director irlandés debuta en Hollywood con una película reposada, tierna, llena de sentimientos y, al mismo tiempo, tremebunda, desgarradora y, por instantes, terrorífica. Queda claro que no es una película al uso. Más que un relato sobre la perversión moral de la condición humana, la libertad, el poder de la imaginación o la niñez, el film es una historia de amor entre una madre y su hijo, aún en las más adversas y terribles circunstancias. En efecto: lo que verdaderamente sostiene la película y el fin último de la misma es mostrarnos lo fuerte que puede llegar a ser el vínculo que, desde el propio instante del nacimiento, se establece entre un hijo y su progenitora; un lazo irrompible que ni la más cruel perversión humana puede romper. Se agradece, por tanto, que el director no ahonde en lo escabroso, en la parte más oscura del relato, y se centre en la vertiente afectiva. 

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Una segunda madre

Nada podría resultar más erróneo que catalogar al cuarto largometraje de la directora y guionista brasileña Anna Muylaert de comedia costumbrista. Sería un fallo que algunos se quedaran con su aparente ligereza y no tuvieran la capacidad suficiente de rasgar en una superficie mucho, mucho menos amable de lo que parece. Porque Una segunda madre (2015) es una película tramposa. En el buen sentido de la palabra, claro. Y es que no: las risas constantes que provoca un guión plagado de situaciones simpáticas a cargo de una protagonista entrañable no son la finalidad del discurso de la que, desde ya, debería figurar en la lista de mejores películas brasileñas de la historia. Un film que pone sobre la mesa la gran paradoja social que vive el país latinoamericano, donde muchas familias adineradas dejan a sus hijos a cargo de las criadas mientras que éstas, al mismo tiempo, se ven obligadas a abandonar a los suyos para poder alimentarlos. La gran pregunta a la que intenta hacer frente la película es qué madre tiene más valor: la que te ha dado la vida o la que te ha criado desde que eras niño. 

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Familia

A los amigos se les elige, a la familia no. O, al menos, eso es lo que creíamos antes del debut en el largometraje del hasta entonces guionista de televisión y cortometrajista Fernando León de Aranoa: Familia (1996). El cineasta madrileño estrenó en el Festival de Valladolid una película en la que ya dejó entrever su compromiso con el cine social -o cotidiano-, aunque el cauce que escoge en esta opera prima para adentrarse en él sea el más atípico posible. En los primeros compases de esta producción de Elías Querejeta, León de Aranoa provoca el desconcierto del público a través de la historia de Santiago (Juan Luis Galiardo), el cual, tras levantarse como cada mañana, se dispone a celebrar su cumpleaños con sus seres queridos. Sin embargo, lo que hasta entonces parecía una familia normal se destapa como lo que realmente es a partir del momento en el protagonista recibe, disgustado, el regalo que le ha hecho su hijo pequeño: un conjunto de actores enfrascados en la tarea de dar vida a una familia real, de la forma más real posible. La mujer, los hijos, la madre… de Santiago no son más que integrantes de una compañía teatral contratados por él mismo para dinamitar la insoportable soledad que domina sus días.

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Deseo bajo los olmos

En los años 50 Hollywood vivió una edad de oro en cuanto a número y calidad de adaptaciones literarias, especialmente en el terreno del melodrama; el pistoletazo de salida a la hora de plasmar estos desgarrados relatos a la gran pantalla lo dio Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), continuó con títulos como Sed de mal (Orson Welles, 1958) y se remató con otros como Deseo bajo los olmos (Delbert Mann, 1958). Película, una de las más notorias y más fieles adaptaciones al cine de una novela del dramaturgo Eugene O´Neill -junto a la también imprescindible Largo viaje hacia la noche (Sidney Lumet, 1962), film con el que comparte esa temática de ambiente familiar deprimente y resquebrajado que tanto preocupaba a su autor-, es un relato de alto voltaje por donde desfilan, con plena intensidad y a través de encendidos y airados diálogos, elementos como la traición, los celos, la violencia y el sexo, desafiando a una época en la que la Meca del Cine luchaba por desprenderse de los últimos resquicios de ese terrible mal llamado censura.

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Tenemos que hablar de Kevin

A pesar de que la adolescencia problemática ha sido un tema bastante socorrido a lo largo de la Historia del Cine -desde Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955) hasta El buen hijo (Joseph Ruben, 1993)- en Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay, 2011), se aprecia una firme voluntad de apartarse de los cánones del subgénero y filmar un relato con personalísima identidad. Adaptación de la novela homónima de Lionel Shriver, la directora filma un relato de amor fraternal de tintes oscuros, recónditos y, en última instancia, siniestros. El film narra el proceso evolutivo -desde el mismo periodo de gestación hasta la edad adulta- de Kevin (Ezra Miller), el hijo primogénito de un matrimonio tan aparentemente envidiable como el formado por Eva (Tilda Swinton) y Franklin (John C. Reilly). A lo largo de sus 110 minutos, la cineasta explora la compleja personalidad de un ser aquejado -ya desde sus primeros días de vida- de unas más que evidentes deficiencias mentales que, con el paso de los años, no harán sino agudizarse; en este sentido, la radiografía que elabora Ramsay acerca de la esquizofrenia y, por ende, de la locura -en el seno familiar-, es excelente.

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Take Shelter

«La única porción de fortuna es la felicidad familiar». Esta ilustrativa frase del pensador alemán Karl Marx es, quizá, el más acertado prisma desde el que observar ese complejo microcosmos de géneros, ese riada de significados, llamada Take Shelter (Jeff Nichols, 2011). Y es que este relato, triunfador en el circuito de festivales de cine independiente, constituye, dentro de ese recurrente argumento de situar a un seno familiar frente a una situación límite que sólo podrán superar si permanecen unidos, una de las más bellas alegorías de la unión familiar que este cronista es capaz de recordar. A medio camino entre el relato sobrenatural, el thriller, el drama social e, incluso, el terror, la ficción gira en torno a Curtis (Michael Shannon), un padre de familia casado y con una hija  sorda cuya idílica existencia se ve amenazada cuando, de la noche a la mañana, comienza a sufrir extrañas pesadillas. ¿Son reales lo que anuncian estas visiones o, por el contrario, son síntoma de un trastorno mental hereditario?

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El niño de la bicicleta

Los hermanos Dardenne, dos de los directores más reputados y personales del cine de autor europeo, volvieron a demostrar con El niño de la bicicleta (2011) que siguen interesados, tomando como base a familias desestructuradas, en la reivindicación de la familia como principal elemento del correcto funcionamiento de la sociedad, siempre bajo una mirada alejada de cualquier atisbo de carga ideológica o moralizante. Así lo retrataron en El hijo (2002) y en El niño (2005); precisamente, el Francis (Morgan Marinne) de ésta última película guarda más de una similitud con Cyril (Thomas Doret), ese niño protagonista de El niño de la bicicleta internado en un reformatorio por orden de un padre que pretende desprenderse de él. Un día, el pequeño decide, en vano, ir precisamente en busca de su progenitor, pero a la única que encontrará será a Samantha (Cecile de France, vista en Más allá de vida -Clint Eastwood, 2010-), una joven peluquera que no dudará en acogerlo en su casa y darle todas las atenciones que necesita. Entre ambos surgirá un fuerte vínculo de afecto y demostrarán, pues, que los lazos familiares no tiene por qué ser precisamente de sangre. O, lo que es lo mismo, que el amor de unos padres adoptivos puede ser igual de desinteresado que el de los biológicos. O incluso, como en este caso, mayor. 

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