Moonlight

Resulta casi un milagro que una película como Moonlight (Barry Jenkins, 2016) haya llegado hasta donde ha llegado. Hay que exprimir mucho la mente para recordar cuándo una película tan alejada de los parámetros comerciales tradicionales, protagonizada por actores prácticamente desconocidos para el gran público y pilotada por un director casi debutante -por no hablar de su escaso presupuesto: apenas 5 millones de dólares, cifra casi insólita en el Hollywood actual- llegaba a las carteleras de todo el mundo de forma tan masiva, cosechando entusiastas acogidas de público y crítica. Un recorrido fulgurante que vivió su punto álgido la noche del 26 de febrero, fecha en la que esta cinta de corte independiente acerca de lo duro que es ser gay y afroamericano en América se alzó con el Oscar a la Mejor Película -uno de los tres galardones que logró de un total de 8 nominaciones-, arrebatándole el premio gordo a la que todas las quinielas daban como gran favorita: La la land (Damien Chazelle, 2016). Se convertía, así, en la primera película de temática LGTB en ganar el Oscar más importante. Pero, ¿es justificable este fenómeno? ¿por qué tras su historia aparentemente manida, y pese a abordar temas muy sobados en el cine -maltrato escolar, drogas, las trabas de la homosexualidad-, ha logrado conquistar al público?

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A primera vista

En 2010 el director y guionista brasileño Daniel Ribeiro alumbró No quiero volver solo, un cortometraje de corte homosexual que encandiló a público y crítica -se alzó con el galardón al mejor cortometraje en el prestigioso Festival de Sao Paulo-. Dicho trabajo, en el que el director experimentó lo que suponía trabajar con un actor joven dando vida a un adolescente ciego, permitió a Ribeiro conseguir la financiación para rodar su primer largometraje, A primera vista (2014), film que profundiza en la trama de dicho cortometraje y que está protagonizado por el mismo elenco principal. En ambos proyectos es palpable la sensibilidad y el buen hacer del cineasta tras la cámara, así como su afán por conseguir transmitir la máxima emoción posible con el menor número de trucos y artificios. Si por algo destaca tanto el cortometraje, primero, como el largometraje, después, es por huir de cualquier tipo de exceso: sorprende encontrarse en la parcela de películas de temática LGTB, tan dadas a lo explícito y a lo superficial, un trabajo que deje de lado cualquier atisbo de provocación y morbo y no se deje arrastrar tampoco por el dramatismo que bien podría derivarse de muchas de las situaciones que aquí se nos plantean -los compañeros de clase homófobos, el sufrimiento interior del protagonista, etc-. 

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Carol

Hay dos tipos de clasicismo en el cine: el que resulta falso, impostado y grotesco y el que es auténtico, natural y conmovedor. No intenten encajar Carol (Todd Haynes, 2015) en el primer grupo, reservado para películas con un atrofiado sentido del clasicismo como La chica danesa (Tom Hooper, 2015) o El mayordomo (Lee Daniels, 2013), y métanla en el segundo grupo sin dudarlo. Porque Carol es una maravilla. De principio a fin. En unos tiempos en lo que cada vez más se está imponiendo un cine en el todo sucede a la velocidad de la luz, en detrimento del desarrollo de la historia y los personajes y en el que apenas hay tiempo ni espacio para el gesto y el detalle, se agradece una película que apuesta por el silencio, por el ritmo pausado (que no lento) y la sensibilidad, características que hacen de la última criatura del director de Lejos del cielo (2002) un espectáculo sensorial imperdible. Como en aquella obra, Hayne nos traslada a la Norteamérica de los años 50, esta vez para narrarnos el amor prohibido entre dos mujeres completamente diferentes: Therese (Rooney Maya), una joven que trabaja en unos grandes almacenes que sueña con dedicarse a la fotografía, y Carol Aird (Cate Blanchett), una mujer madura de buena posición social.

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Pride

Ocurre cada cierto tiempo y, cuando sucede, no cabe más que celebrarlo. Hablo de la película perfecta. La industria del cine acoge a cintas mejores y peores, pero muy de cuando en cuando nos regala la que no admite otro calificativo que PERFECTA. En mayúsculas. Pride (Matthew Warchus, 2014) es el último ejemplo. Intento enfrentarme con la máxima objetividad a todas y cada de las críticas que escribo, destacando los aciertos y errores que encierra cada producción. Sin embargo, de la cinta británica de Warchus se me hace imposible señalar el más mínimo defecto. Todo en ella me parece redondo. Genial. Único. Irrepetible. Estamos, sin ninguna duda, ante la mejor película británica de los últimos años. Aunque podríamos quitar la nacionalidad y hacer la frase aún más contundente: una de las producciones más redondas, radiantes y brillantemente manufacturadas de lo que llevamos de siglo.

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Azul y no tan rosa

Hay películas que trascienden su mera condición cinematográfica para convertirse en auténticos fenómenos sociales. Es el caso de Azul y no tan rosa (Miguel Ferrari, 2012), cinta venezolana que nació con una clara vocación: dar voz a las minorías, a todos aquellos colectivos que se sentían marginados por la sociedad. Y es que, a pesar de que males como la homofobia siguen aún muy presentes en todo el mundo, Venezuela es uno de los lugares donde más arraigada está. El drama de ser homosexual en un país con un alto rechazo a este colectivo es uno de los asuntos que aborda, con grandes dosis de humanidad y respeto, una obra que tampoco descuida otros temas como la transexualidad, la violencia machista o los nuevos modelos familiares. Estrenada el 30 de noviembre de 2012 en su país de origen, una de las razones por las que Azul y no tan rosa se mantuvo durante 11 semanas en la cartelera venezolana y fue vista por casi 150.000 espectadores se debe precisamente a las ganas que tenían estos sectores sociales de verse reflejados en la gran pantalla; de hacerse notar. De, en definitiva, normalizar su situación.

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Dallas Buyers Club

A comienzos de los 90, Philadelphia (Jonathan Demme, 1993) conseguía arrojar luz a un tema tan hermético y sobre el que existía mucha desinformación por aquel entonces como el SIDA, además de dignificar la figura del seropositivo homosexual, asociada por algunos sectores conservadores a la promiscuidad. La cinta protagonizada por Tom Hanks demostraba también que un enfermo de VIH podía llevar una vida tan normal y tan estable como cualquier heterosexual, y la remataba esa redención del abogado homófobo del protagonista. Dallas Buyers Club (Jean-Marc Vallée, 2013), historia sobre la vida del cowboy texano Ron Woodroof, vuelve a subrayar algunas de sus tesis, aunque la más novedosa es que, en esta ocasión, el afectado por el virus es un mujeriego. Se demostraba así, en el seno de la sociedad americana de finales de los 80 y comienzos de los 90, que los gays no eran el único campo de cultivo para dicha enfermedad. En cualquier caso, más allá de su canto contra la tolerancia, lo que se desprende de esta película nominada a 6 Oscar es una crítica contra los intereses de las grandes empresas farmacéuticas, inflexibles a la hora de presionar al sistema para administrar medicamentos ilegales a sus pacientes en pro de su beneficio. Se pone de manifiesto, pues, la pésima burocracia institucional de aquella época, en manos del más inhumano chantaje económico. 

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Pelo malo

«Es muy doloroso que una hija no quiera a su madre», rezaba el fascinante personaje de Carmen Maura en Volver (Pedro Almodóvar, 2009). Pero más doloroso aún es, si se me permite el apunte, que esa completa pérdida de afecto de un retoño hacia quien lo ha parido no sólo sea entendible, sino justificable. El protagonista de Pelo Malo (Mariana Rondón, 2013) es un niño de 9 años que tiene que soportar algo aún peor que la violencia y la turbia atmósfera de su Caracas natal: la opresión a la que se enfrenta diariamente en su hogar. Opresión que viene de la mano de su propia madre, quien no tiene reparos en despreciar, incluso anular, la identidad de su vástago por el simple hecho de sospechar de su ambigüedad sexual. La humillación, la falta de tacto y, en definitiva, la homofobia con la que la mujer trata a éste, estalla en una de las escenas claves de la última ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, en la que ambos se confiesan que no se quieren. Brillante clímax para un trabajo que no sólo ha hecho visible el cine venezolano al mundo, también ha puesto de manifiesto el terrible grado de intolerancia que se vive en el país -mérito que comparte con su contemporánea Azul y no tan rosa (Miguel Ferrari, 2012), Goya a la Mejor película hispanoamericana-. 

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Madre amadísima

Madre amadísima (Pilar Tavora, 2009) es una película valiente. Además, y aunque esto no aparezca especificado en ningún momento de la misma, es una triste historia basada en hechos reales. Su protagonista, un homosexual reprimido en la época del franquismo, es un personaje colectivo en el que muchos podrán reconocerse y, los que no, fácilmente identificarán en su entorno alguien similar. La vocación universal de este arriesgado ejercicio fílmico del segundo trabajo de la directora tras Yerma (1999), adaptación de una obra de teatro de Santiago Escalante, está fuera de toda duda. Pero es que, encima, si Tavora no hubiese rodado Madre amadísima alguien habría tenido que hacerlo: pocos ejemplos existen de cine social con tanta vocación de poner los puntos sobre las íes, de repartir justicia y de (¡por fin!) llamar a las cosas por su nombre. Sin manifestar conjeturas políticas ni atisbos ideológicos, el film sorprende por su imparcialidad, por criticar tanto al bando nacional -esa dictadura recalcitrante que asfixia al protagonista y le fuerza a vivir a escondidas- como a la izquierda, tal y como se desprende de esa ilustrativa escena en la que el protagonista no puede alistarse en el Partido Comunista por ser afeminado.

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El mar

Si de algo le tiene que estar agradecido Agustí Villaronga a su ópera prima Tras el cristal (1987), revolucionario film en el que además demostró saber manejarse como pocos en el terreno de la perversión y los deseos soterrados, es que le sirvió para hacerse con el título del director español más audaz e indómito del cine español. De golpe y porrazo había nacido un cineasta sin temor a la censura, impermeable a los reproches de los sectores más conservadores de la sociedad y, lo que era más de admirar, de inquebrantable personalidad. Todas estas constantes volvieron a sucederse en El mar (1990), el que es junto a la también espléndida Pa Negre (2011), el mejor trabajo del mallorquín hasta la fecha. Al igual de su primera película, esta adaptación de la novela homónima de Blai Blonet es una desasosegante y descorazonadora propuesta contraria a dar un segundo de alivio al espectador. En este hecho influye las épocas en la que está ambientada -guerra civil española y posguerra, respectivamente-, con las que el director pretende hacer una comparativa de hasta qué punto lo vivido en unos años tan hostiles como los del conflicto armado tienen consecuencias a largo plazo, sobre todo en los niños, por lo que el film se situaría próximo a ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976).

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Reflejos en un ojo dorado

«Hay una fortaleza en el Sur, donde hace algunos años se cometió un asesinato», la lapidaria frase que sube y baja el telón de Reflejos en un ojo dorado (John Huston, 1967), sirve como irrefutable prueba de la condición de polémica de una película tremendamente adelantada a su época. Cierto es que las décadas de los 50 y los 60, caracterizadas por la apertura de Hollywood hacia nuevas temáticas, también nos regaló obras como La gata sobre el tejado del zinc (Richard Brooks, 1958), La calumnia (William Wyler, 1961) o El graduado (Mike Nichols, 1967), fabricadas en torno a temas que convergen en Reflejos en un ojo dorado como son la pasión contenida, la atracción sexual, el adulterio e, incluso, la homosexualidad. Por tanto, esta infravalorada obra de Huston, adaptación de la novela homónima de Leonora Penderton a partir de un guión de -entre otros- Francis Ford Coppola, reincide en senderos ya recorridos por los citados films, lo que no resta un ápice de atractivo a una obra cuyo mayor aliciente, en efecto, es ver al viril, rudo, a ese icono de la masculinidad de nombre Marlon Brando convertido en un militar gay. A su lado, su flamante esposa: una Elizabeth Taylor, en un personaje que es una mezcla entre la sensualidad de Maggie La Gata y el carácter autodestructivo de Martha, en el que fue otro de sus grandes papeles: ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966)

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Shortbus

Nunca una película con tanto sexo explícito como Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006) había resultado un ejercicio tan limpio, honesto, blanco y tan poco gratuito. Mezclando hábilmente comedia, drama y arte -mucho arte-, nos encontramos ante una película que, poniendo su foco de atención en los sectores más liberales de la sociedad, sirve de reflexión sobre cómo el sexo puede ser determinante a la hora de lograr o no la felicidad. Asimismo, constituye una interesante apuesta a favor de la libertad sexual, del desprendimiento de cualquier tabú o prejuicio en lo relativo al sexo; en este sentido no es casual que la primera y última imagen de Shortbus sea la Estatua de la Libertad. No hay símbolo que resuma mejor el espíritu de una película que ya desde la primera escena pone al descubierto sus cartas -un joven en una bañera, desnudo- al tiempo que advierte que no estamos ante un espectáculo apto para todo tipo de públicos. También Shame (Steve McQueen, 2011), película que bien podría haberse inspirado en Shortbus, pasó a la historia con esa sucesión de esos controvertidos planos iniciales del enorme Michael Fassbender. Ambos films comparten, además, la polémica de las que han ido rodeadas desde su estreno, pero es innegable que ambas nos regalan un espectáculo de gran franqueza sexual, libre de cualquier tipo de censura y, en contra de lo que pudiera parecer, donde las incursiones que van más allá de lo erótico no son más que el pretexto para hablar de sentimientos, frustraciones y soledades. 

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Philadelphia

“Todos los problemas tienen solución”, la ilustrativa frase que repite una y otra vez el  personaje de Tom Hanks frente al espejo en Philadelphia (Jonathan Demme, 1993) sirve para explicar el germen de esta película clave en la década de los 90. Porque, en efecto, era un problema que todavía no se hubiese abordado el drama del SIDA en el cine americano; o, al menos, con la profundidad y la magnitud con el que está desarrollado este espinoso tema en la nueva película del director de El silencio de los corderos (1991). Demme plasmó en Philadelphia el temor con el que se vivieron los primeros años de este virus mortal, una imparable epidemia sobre la que existía mucha desinformación por aquel entonces; la película sirvió para arrojar un poco de luz a tal vidrioso asunto, a la vez que ayudó a concienciar a la sociedad de que los seropositivos no eran monstruos, sino personas de carne y hueso que tenían que enfrentarse a la marginación de una sociedad en la que no terminaban de encajar. Es el caso de Andrew Beckett (Hanks), un prestigioso abogado al que sus jefes no tendrán piedad en despedir en cuanto se enteren que ha contraído el sida. Convencido de que se trata de un despido improcedente, Beckett se pondrá en manos del también abogado Joe Miller (Denzel Washington), que deberá demostrar ante un tribunal que la empresa en la que trabajó su cliente cometió una terrible injusticia al despedirlo. 

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