Extinction

Que un director ruede una película del nivel de Secuestrados (2010) es, sin duda, un arma de doble filo: por un lado, el mundo entero será consciente de su inmenso talento, pero, por otro -precisamente por esa gran maestría demostrada-, el público no tendrá piedad en comparar cada trabajo posterior con esta obra maestra del terror. Y superar a esta pieza, que logró dejar a los amantes del género casi en estado de shock, es una proeza francamente difícil. 5 años después de aquella maravilla llega Extinction (2015) y, como decía, las comparaciones son inevitables. Ya no sólo por encuadrarse ambas en el género del terror, sino por pivotar en una idea que ya parece una constante en la filmografía del sevillano: la lucha por sobrevivir en situaciones extremas. Si bien en Secuestrados esta lucha pasaba por intentar salir vivo cuando un grupo de criminales se encargaban de hacer trizas la intimidad hogareña y familiar, en Extinction los protagonistas lucharán por salir ilesos del ataque de unas bestias salvajes. 

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¿Quién mató a Bambi?

Corren buenos tiempos para la comedia en el cine español; aunque, bien pensado, si echamos la vista atrás comprobamos que este es el género que mejor se le ha dado siempre a nuestra industria. Sin embargo, taquillazos recientes como 3 Bodas de más (José Ruiz Caldera, 2013) u Ocho apellidos vascos (Manuel Martínez Lázaro, 2014) han terminado de evidenciar la rotunda conexión entre las risas y el público. Aunque no es tan gamberra como la primera ni tan divertida como la segunda, ¿Quién mató a Bambi? (Santi Amodeo, 2013), es una nueva muestra de película alocada exenta de pretensiones, así como un eficaz ejemplo de cine de consumo, sin que ello implique connotación negativa alguna. Al revés: que su inteligente campaña promocional busque seducir a una gran porción de público, a pesar de las arriesgadas piruetas argumentales y formales de su director por escapar de los márgenes de la comedia tradicional, es algo que no deberíamos mirar con desdoro. Al fin y al cabo el cine es, tal y como decía Hitchcock, «400 butacas que llenar». O, dicho de otro modo: los espectadores son el motor que permiten que se sigan produciendo películas. Y el estar dirigida a las masas, tal y como deja claro el tercer trabajo del director de Astronauta (2003) y Cabeza de perro (2006) en su tráiler, es algo que deberíamos aplaudir, siempre y cuando se haga con inteligencia.

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Ocho apellidos vascos

Si los prejuicios culturales de los habitantes de un país respecto a los de otro son difíciles de entender desde la óptica del sentido común, ni qué decir los que se producen entre los residentes de un mismo territorio. Los españoles tenemos muchas cosas buenas, pero hay una que, si no somos capaces de gestionar de una vez por todas, corre el riesgo de empañar todas estas virtudes: juzgar a nuestros vecinos a través de los tópicos. Disfrutar y reírse con éstos está bien, incluso es saludable, el problema viene cuando hay gente que los utiliza como alma arrojadiza. O, dicho de otro modo, para descalificar. Por este motivo se hace especialmente necesaria una película como Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2014); cinta que, a pesar de situarse en las antípodas de lo trascendental, nos obliga a reírnos de nosotros mismos. Aunque es una comedia pura y dura, con una habilidad extraordinaria para no herir sensibilidades con un tema tan delicado como el nacionalista, si hay algo a destacar en la nueva cinta del director madrileño es su -inesperada, poderosa- lectura sobre la fraternidad, sobre todo en una coyuntura económica como la actual, en la que estar más unidos que nunca no sólo es recomendable, sino necesario. 

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El juego del ahorcado

En la proyección en la Filmoteca de Murcia de El juego del ahorcado (2008), a la cual tuve el placer de asistir, Manuel Gómez Pereira y Ana Amigo, director y productora de la misma, aseguraban que esta segunda incursión al thriller del realizador -tras Entre las piernas (1999)-  era una película de emociones. Con tal premisa, me dispuse a disfrutarla para no tardar ni cinco minutos en percatarme de que no andaban equivocados: no recuerdo otra película capaz de condensar en poco más de 100 minutos la violación de la  inocencia en la juventud, el despertar sexual, las ganas de comerse el mundo o el retrato malsano a la par que fascinante del amor y la amistad. Todo sustentado en una relación sentimental salvaje, fuera de cualquier parámetro racional, de todo límite. El juego del ahorcado, adaptación de la primera novela de Inma Turbau, es todo eso y más: es la libérrima crónica de hasta qué punto un secreto del pasado puede encadenarte, cual rehén, a una persona que te asfixia y ahoga; cómo los vínculos afectivos establecidos en la niñez configuran, en buena medida, el resto de tus días o cómo la obsesión puede llegar a ser un arma tan destructiva tanto para el sujeto que la profesa como el que la padece. Pero si de algo habla la película es de la juventud como irrecuperable oportunidad, exquisita e irrepetible, de conformar, labrar los cimientos de la que será tu personalidad el resto de tus días. 

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Fin

En 2009, la novela Fin de David Monteguado, se convertía en un inesperado fenómeno editorial español; en un incontestable éxito de crítica y público. Era, por tanto, cuestión de tiempo que este relato de tintes apocalípticos contase con su propia adaptación cinematográfica. Jorge Torregrossa, en el que es su debut en la dirección, se encarga de llevar a cabo la nada fácil tarea de plasmar en pantalla grande el conocido best seller acerca de la extinción de la humanidad. Así, Fin (2012), destaca ante todo por la valentía de un cineasta que, por otro lado, parece apostar sobre seguro al filmar su película apoyándose en todo momento del concepto mainstream. El alicantino es consciente de la gran inversión económica de su proyecto -seleccionado en el Festival de Sevilla- y, respaldado por una intensa campaña publicitaria y de marketing, no reniega a la hora de dotar a su primer largometraje de la más pura esencia del cine comercial .Algo absolutamente legítimo y, desde mi punto de vista, hasta necesario en los convulsos tiempos de la industria. 

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La cara oculta

Cuatro años después de sorprender con su opera prima, Satanás, perfil de un asesino (2007), Andrés Baiz volvió a adentrarse en el thriller en la igualmente incómoda La cara oculta (2011). De tintes psicológicos, paranormales e, incluso, de terror puro y duro, esta coproducción entre España, Colombia y USA, desgrana la historia del español Adrián (Quim Gutiérrez), un músico de Orquesta que le comunica a su novia Belén (Clara Lago) que le han contratado en la Filarmónica de Bogotá para dentro de 15 días. Aunque al principio le cuesta asimilar la noticia, la joven termina accediendo a trasladarse a vivir con él, a miles de kilómetros de su tierra. Una vez instalados, y tras descubrir que su novio tontea con una de sus compañeras de trabajo, la chica desaparece sin dejar rastro. Lo único que deja es un vídeo de despedida. ¿Cuáles son las verdaderas razones de la marcha de Belén? ¿Tiene Adrián algo que ver en este turbio asunto? Con estas y otras cuestiones sobre la mesa, el director colombiano destripa, con éxito, una trama hábilmente urdida en la que el público no deja de hacerse preguntas. 

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