Contratiempo

Contratiempo (Oriol Paulo, 2016) es, ante todo, una película pensada para el público. Este matiz, al que sin duda aspiran todas las películas -ningún director rueda una película sin pensar en los espectadores que más tarde la disfrutarán-, se cumple en esta ocasión de forma más que explícita. El nominado al Goya al mejor director novel por El Cuerpo (2012), confecciona en su segundo largometraje un espectáculo para que los que somos adictos al cine negro y a los giros de guión capaces de dejarnos con la boca abierta, nos lo pasemos pipa. Y vaya si lo consigue. No son muchas las películas que se estrenan que, al margen de que estén mejor o peor hechas, te tengan con un nudo en el estómago todo el metraje al tiempo que consiguen que te hagas mil y una preguntas sobre cada uno de sus personajes, sin saber nunca quién dice la verdad o quién miente. Todo esto, a priori algo muy fácil de lograr pero en el práctica verdaderamente difícil, lo consigue Contratiempo, un eficaz truco de magia de 100 minutos de duración que me ha tenido embobado de principio a fin. 

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Toro

Después de conquistar el Goya al mejor director novel por su opera prima Eva (2011), fascinante y arriesgadísima historia futurista sobre una niña androide -y con el mediometraje Tú y yo (2014) de por medio-, Kike Maíllo regresa al cine por la puerta grande con Toro (2016), intenso y vibrante thriller con la capacidad de no dar ni un solo minuto de respiro al espectador. A partir de un guión firmado por Rafael Cobos y Fernando Navarro, el director catalán pilota una historia con sabor andaluz repleta de sangre, carreras de coches y escenas de acción que bebe de los clásicos setenteros de USA de Scorsese o De Palma -especialmente de Atrapado por su pasado (1993)- que destaca principalmente por su estilización visual de influjo hollywodiense. Lo primero que merece la pena señalar de la película es su honestidad a prueba de bombas: Toro da exactamente lo que esperamos de ella, así como lo que el tráiler o las campañas de publicidad nos han vendido: los fans del cine de género difícilmente saldrán decepcionados de esta película, por mucho que hayan muchos aspectos mejorables y otros directamente olvidables. Pero el cómputo general, que es lo importante, aprueba con nota.

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Palmeras en la nieve

No era tarea fácil comprimir las más de 700 páginas de la exitosa novela Palmeras en la nieve, de la oscense Luz Gabás, en un guión de cine. Ya no sólo por el gran número de páginas del aclamado best seller, sino porque en él se narran 17 años de la evolución de un país y, además, está repleta de saltos temporales, con la mitad de la historia ambientada en la mitad del siglo XX y la otra mitad a principios del XXI. Un reto en toda regla que el aclamado guionista Sergio G. Sánchez cumple satisfactoriamente. Autor del libreto de películas tan importantes como Lo imposible (J. A. Bayona, 2012) o El orfanato (J. A. Bayona, 2007), Sánchez demuestra sus tablas como guionista con una cuidada selección de los episodios más significativos -y cinematográficos- del libro, que se traduce en 163 minutos de celuloide. Aunque a algunos les pueda parecer una duración excesiva, lo cierto es que era imposible reducir más una novela llena de personajes, acontecimientos y viajes en el tiempo. Lo importante es que las dos horas y media de metraje, lejos de hacerse eternas, se consumen en un suspiro. A nivel de guión, por tanto, no hay nada que objetar a Palmeras en la nieve (Fernando González Molina, 2015), a pesar de algún que otro tramo arrítmico.

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Ismael

Ismael (Marcelo Piñeyro, 2013) se estrenó en España el día de Navidad, un hecho muy significativo para una emotiva película que apela a la unión familiar y, muy especialmente, a la paternidad y las segundas oportunidades. Valores, todos, que cobran especial relevancia en estas fechas. La nueva criatura del director de Kamchatka (2002) y El método (2005) es una historia que disfrutarán todos los miembros de la casa por igual gracias a la universalidad de los temas tratados y su rico plantel -y edad- de personajes. Y eso que el director no nos pone fácil empatizar con ellos debido al cúmulo de errores que arrastran a sus espaldas O, precisamente por esto, la película funciona. Porque en la vida real, el ser humano es así de imperfecto, nadie puede presumir de una trayectoria ejemplar. No son ni héroes ni villanos: son personas de carne y hueso. Lo importante, parece querer decirnos la película, es tener la voluntad de enmendar las decisiones equivocadas. 

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Las brujas de Zugarramurdi

Disparatada, hiperbólica, gamberra, descarada, original, esperpéntica, desprejuiciada, tremendista, grotesca, excesiva, tenebrosa y excéntrica. La lista de adjetivos para definir a Las brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia, 2013) parece infinita, aunque, de tener que quedarme sólo con uno sería el de «inclasificable». Termina la proyección y no puedo estar más desconcertado: ¿hemos asistido a un espectáculo de terror, a una comedia, a una apología fantástica, a un relato romántico encubierto o a una radiografía del mundo contemporáneo al más puro estilo De La Iglesia? Puede que, en el fondo, no haya sido más que un digestivo cóctel de todo ello. A partir de su potente arranque en ese fragmento ya emblemático del atraco en plena puerta del Sol, la que es una de las apuestas más ambiciosas del cineasta bilbaíno -no tanto por sus 5 millones de € de presupuesto, sino por su estimulante conglomerado de géneros-, nos va sumergiendo en una espiral de locura y orgasmo surrealista en el que es imposible anticiparte al rumbo de sus acontecimientos, tampoco a su desenlace. Álex de la Iglesia, para entendernos, hace lo que le da la gana en una película que renuncia al -inalcanzable- trasfondo de su obra mayor –Balada triste de trompeta (2010)-, al tiempo que recurre a la irreverencia de La Comunidad (2000) para deleitarnos con casi dos horas de puro entretenimiento, puro disfrute. 

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La Mula

La mula (Michael Radford, 2013) llega a nuestro país después de más de tres años de conflictos legales que culminaron con la salida del director del proyecto a falta tan sólo de una semana para finalizar el rodaje. Las discrepancias con la productora y sus trifulcas con el Ministerio de Cultura motivaron al cineasta anglo-indio, que aquí también ejerce de guionista y coproductor, a renunciar al proyecto, hasta el punto de borrar su nombre de los títulos de crédito. Lástima que lo que podría no haber trascendido de la anécdota se convierta en algo más serio cuando este hecho actúa en detrimento a la calidad de la cinta en relación con el montaje, casi caótico. Con todo, esta adaptación homónima de la novela de Juan Eslava Galán  -que se inspiró en la vida de su padre, un herrador del frente- sorprende. Y, además, está confeccionada para dejar buen sabor de boca en el público. Emotiva y tierna a partes iguales, La Mula es, ante todo, un ejercicio cinematográfico valiente, ya que es una de las pocas veces en las que una cinta ambientada en la guerra civil española se narra bajo la perspectiva nacional, y no desde la óptica republicana, algo a lo que el cine patrio no nos tiene acostumbrados. Además, se sitúa en las entrañas del conflicto, en las propias trincheras, una posición desde la que también rompe varios tópicos.

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Grupo 7

En Grupo 7 (2012), Alberto Rodríguez recupera el espíritu de otra de sus grandes obras: 7 vírgenes (2005), al desarrollar la trama dentro de ese circuito de barrios obreros y marginales del sur de España. En su quinto largometraje el realizador sevillano nos traslada a su tierra natal -tras haberse revelado como uno de los grandes de nuestra industria con títulos como After (2009) o con la citada película encabezada por Juan José Ballesta-, elaborando un complejo retrato de esa Andalucía cañí y castiza que caracterizó a finales de los años 80 unas tierras infectas de criminalidad y delincuencia. La base argumental de la historia, inspirada en hechos reales, está encabezada por un grupo de policías situados al margen de la ley. Se hacen llamar Grupo 7 y su objetivo pasa por limpiar las calles de Sevilla de todo tipo de maleantes para que la próxima celebración de la Expo universal de 1992 se pueda desarrollar sin incidente. Sus actos, en efecto, resultarán tan políticamente incorrectos como poco ortodoxos , situándose en la línea del todo vale y aplicando la cuestionable filosofía de que el fin siempre justifica los medios. 

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Mentiras y gordas

Si con Más que amor, frenesí (1996) ya se adentraron en el mundo de la noche y el deseo y con Sobreviviré (2001) plasmaron en la gran pantalla que es posible enamorarse de una persona sin importar su género, en Mentiras y gordas (2008), Alfonso Albacete y David Menkes parecen fusionar ambas ideas para ofrecernos el retrato de un grupo de jóvenes que pretenden vivir la vida “a tope”. Poco les importa al nutrido grupo de personajes que nos regalan los directores que esa búsqueda constante de la felicidad y de la sensación de bienestar pase por el consumo de drogas, alcohol, sexo, por engañarse a sí mismos, al prójimo y al de más allá o por manifestar conductas manifiestamente mejorables como el romper el noviazgo con tu pareja por su exceso de peso, preferir gastar el dinero para la matrícula de tu próximo curso de la universidad por pastillas de éxtasis o modelos que no se alimentan debidamente porque, según sus palabras, viven atrapadas en “cuerpos de mentira”. Ante tal panorama, habrá quien considere que los jóvenes no salen muy bien parados en esta cinta a medio camino entre el cine social y el de denuncia, ese que tan bien conocen este tándem de directores, obviando una de las máximas que hay que tener en cuenta antes de juzgar la película: Mentiras y gordas no habla del conjunto de la juventud, ni aspira a ser un retrato generacional como en su día lo fue su antecesora temática Historias del Kronen (1995), o, salvando las distancias, Trainspotting (1996). Y, si lo fuera, sería un retrato sesgado, acotado por ese grupo de adolescentes presentes en nuestra sociedad –aunque haya todavía quienes nieguen de su existencia- de carácter hedonista, en busca de un placer efímero cuyo único destino es el de la propia autodestrucción. En esta línea el mensaje de la película es claro: todo acto tiene sus consecuencias y, aunque el dramático giro final es previsible, tópico y tramposo, no deja de ser el resultado de una vida sustentada, como bien indica el título de la película –juego de palabras incluido-, en las mentiras y en las drogas.

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