El niño

El cine español debe sentirse muy afortunado de contar entre sus filas con un director de la talla y maestría de Daniel Monzón. El cineasta palmense, que destaca principalmente por su polivalencia en el oficio, lo mismo nos sirve una ambiciosa película de aventuras –El corazón del guerrero (2000)- que una delirante comedia –El robo más grande jamás contado (2002)- o una cinta de intriga digna del mejor Hitchcock –La caja Kovak (2006)-. Pero, sin duda, donde mejor se maneja Monzón es en el thriller, tal y como quedó demostrado en la notable Celda 211 (2009) y más tarde quedó refutado en su quinto largometraje: la sobresaliente El niño (2014). Es en este género donde el director parece sentirse más cómodo, además de permitirle demostrar un apego a la realidad, fruto de previas y exhaustivas labores de documentación, y un compromiso social indiscutibles. Todo esto, unido a su empeño por el buen acabado formal de sus obras -su nuevo trabajo vuelve a destacar por una estética deslumbrante y un meticuloso trabajo de producción- son motivos más que suficientes para considerar cualquier apuesta del director en garantía de éxito. Con la superproducción El Niño, Monzón vuelve a subir un peldaño más en su carrera, quizá ese que necesitaba, por fin, para perpetuarse entre los grandes del cine patrio. Y es que estamos ante su obra más ambiciosa, no sólo económicamente -6 M de €-, sino temáticamente. 

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Tú y yo (Io o Te)

¿Alguien no se ha planteado alguna vez hacer lo que el protagonista de Tú y yo (2012), la última película de Bernardo Bertolucci? Me refiero a desaparecer del mundo durante unos días y aislarte en un recóndito lugar comiendo lo que te gusta, leyendo los libros que más te apasionan y disfrutando con la música con la que más te identificas. Embarcarte en una especie de retiro espiritual del que, seguro, saldrás reforzado. Y todo sin interrupciones. O casi: Lorenzo (Jacopo Olmo Antinori) tendrá que lidiar con un acontecimiento imprevisto cuando su hermanastra yonqui (Tea Falco) le haga chantaje emocional con el fin de acompañarle en esta aventura. En esta atípica situación coloca a sus personajes el único cineasta italiano ganador del Oscar a la Mejor Dirección-por El último emperador (1988)-; dos almas que, finalmente, acabarán necesitándose y aprendiendo mutuamente. El primero se encuentra en plena vorágine de la adolescencia, una etapa de la que aquí se hace un modélico análisis al mostrárnoslo como alguien inestable, inconformista y rebelde, que experimentará una transición de la niñez a la madurez. La segunda es alguien enferma, que encontrará la ayuda que necesita de la mano de una persona cuya convivencia no empezará precisamente con buen pie. Un choque de trenes de personalidades condenadas a entenderse. 

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El consejero

El consejero (Ridley Scott, 2013) es una película que me gusta, pero que tendría mucho cuidado a quién se la recomiendo. En las antípodas de lo fácil, la nueva criatura del director de Alien, el 8º pasajero (1979) o Blade Runner (1982) y la primera que escribe el aclamado novelista Cormac McCarthy podría definirse más que como una película, como una experiencia. Y, como todas, se siente o no se siente. Quien acuda a ella esperando ver la enésima película comercial, de corte intrascendente y típica a más no poder, se equivoca. Y es que este lienzo donde Scott y McCarthy plasman la inmoralidad, la bajeza humana y la miseria en cotas máximas, es un thriller de autor. Y, como tal, se aleja de los cánones preestablecidos. Pocas películas han envuelto en un aura tan sofisticada y elegante la depravación moral, la decadencia más absoluta del ser humano. El consejero, en esta línea, es un caramelo envenenado: sus lujos y su engatusador brillo formal camuflan una historia donde del primer al último de sus personajes -con la única excepción del interpretado por Penélope Cruz, el único alma inocente de la cinta, la única víctima inocente en medio de este paisaje desolador- son seres amorales, despojos de una sociedad que te brinda el lujo del libre albedrío, pero en la que la opción escogida se puede terminar pagando incluso con la sangre -ojo a los versos de Machado aquí citados-. Su moraleja bien podría ser que no importa tanto el fin al que aspires, sino el rastro que dejas a tu paso.  

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El vuelo

Tras un periodo de más de diez años inmerso en el cine de animación -con estimables resultados, como Polar Express (2004) o Beowulf (2007)- Robert Zemeckis retorna al cine de imagen real que abandonó con Náufrago (2000). El vuelo (2012), además del regreso del que puede presumir de ser uno de los directores más versátiles de la actual escena cinematográfica -con incursiones en todos los géneros-, supone un nuevo salto en la carrera de Denzel Washington, actor sobre el que versa la película y que ofrece, una vez más, un trabajo formidable. El intérprete, por cuyo papel logró su sexta nominación al Oscar, da vida al piloto de avión comerciales Whip Whitaker que, tras un aterrizaje de emergencia en el que salva la vida de casi todos los pasajeros, es casi proclamado un héroe nacional. Sin embargo, todo dará un giro de ciento ochenta grados cuando los resultados del informe toxicológico vean la luz y revelen que Whitaker no se encontraba en condiciones normales para pilotar un avión debido a sus adicciones, siendo acusado de homicidio involuntario. 

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Mentiras y gordas

Si con Más que amor, frenesí (1996) ya se adentraron en el mundo de la noche y el deseo y con Sobreviviré (2001) plasmaron en la gran pantalla que es posible enamorarse de una persona sin importar su género, en Mentiras y gordas (2008), Alfonso Albacete y David Menkes parecen fusionar ambas ideas para ofrecernos el retrato de un grupo de jóvenes que pretenden vivir la vida “a tope”. Poco les importa al nutrido grupo de personajes que nos regalan los directores que esa búsqueda constante de la felicidad y de la sensación de bienestar pase por el consumo de drogas, alcohol, sexo, por engañarse a sí mismos, al prójimo y al de más allá o por manifestar conductas manifiestamente mejorables como el romper el noviazgo con tu pareja por su exceso de peso, preferir gastar el dinero para la matrícula de tu próximo curso de la universidad por pastillas de éxtasis o modelos que no se alimentan debidamente porque, según sus palabras, viven atrapadas en “cuerpos de mentira”. Ante tal panorama, habrá quien considere que los jóvenes no salen muy bien parados en esta cinta a medio camino entre el cine social y el de denuncia, ese que tan bien conocen este tándem de directores, obviando una de las máximas que hay que tener en cuenta antes de juzgar la película: Mentiras y gordas no habla del conjunto de la juventud, ni aspira a ser un retrato generacional como en su día lo fue su antecesora temática Historias del Kronen (1995), o, salvando las distancias, Trainspotting (1996). Y, si lo fuera, sería un retrato sesgado, acotado por ese grupo de adolescentes presentes en nuestra sociedad –aunque haya todavía quienes nieguen de su existencia- de carácter hedonista, en busca de un placer efímero cuyo único destino es el de la propia autodestrucción. En esta línea el mensaje de la película es claro: todo acto tiene sus consecuencias y, aunque el dramático giro final es previsible, tópico y tramposo, no deja de ser el resultado de una vida sustentada, como bien indica el título de la película –juego de palabras incluido-, en las mentiras y en las drogas.

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