El cuaderno de Sara

Qué rabia cuando una cinta que, a priori, contaba con todos los mimbres para ser una gran película prefiere conformarse con ser una buena película a secas. Sin más. El último ejemplo es El cuaderno de Sara (2018), dirigida por el televisivo Norberto López Amado –Tierra de Lobos, El incidente, El Tiempo entre Costuras…-. La nueva producción de Telecinco Cinema es una película estupenda, de esas capaz de generar un gran poder de abstracción en el espectador, pero que con un poco más de exigencia podría haber ocupado una posición privilegiada en el cine español. No será así. No obstante, como digo, el que ha sido el primer número 1 en taquilla del cine patrio en 2018 -con 1 millón de euros recaudados en su primer fin de semana-, es un trabajo que, aunque sólo sea por su temática, merece toda mi admiración. El género de acción , y más concretamente el de viajes exóticos, ha estado tan inexplorado históricamente en nuestro cine que el hecho de que se estrene una película como esta llama poderosamente la atención. Si encima el reparto lo encabeza una mujer, en el rol de heroína en mitad de la guerra, el nivel de fascinación se multiplica. 

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Cuerpo de élite

De entre los muchos factores que contribuyen a que una película sea un éxito, no hay duda que la fecha elegida para su estreno es uno de los más importantes. Cuerpo de élite (2016), debut en el largometraje del director madrileño Joaquín Mazón, se ha visto enormemente beneficiada por haber llegado a las salas en un momento en el que los españoles parecen pedir a gritos una cosa: reír. Con la crisis económica todavía haciendo de las suyas y los conflictos nacionalistas en su punto álgido, no hay duda que lo que el público demanda son películas que les ayude a desconectar de sus problemas cotidianos. En este sentido la opera prima de Mazón es irreprochable: da exactamente lo que su público pide de ella. Humor costumbrista, risas construidas en base a los tópicos regionales -en la línea de Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2014)-, más mala baba de la esperada -genial toda su afilada crítica a los falsos defensores de la patria- y mucha acción son los ingredientes de una película cuyos pros y contras son claramente palpables. Pasamos a analizarlos.

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Toro

Después de conquistar el Goya al mejor director novel por su opera prima Eva (2011), fascinante y arriesgadísima historia futurista sobre una niña androide -y con el mediometraje Tú y yo (2014) de por medio-, Kike Maíllo regresa al cine por la puerta grande con Toro (2016), intenso y vibrante thriller con la capacidad de no dar ni un solo minuto de respiro al espectador. A partir de un guión firmado por Rafael Cobos y Fernando Navarro, el director catalán pilota una historia con sabor andaluz repleta de sangre, carreras de coches y escenas de acción que bebe de los clásicos setenteros de USA de Scorsese o De Palma -especialmente de Atrapado por su pasado (1993)- que destaca principalmente por su estilización visual de influjo hollywodiense. Lo primero que merece la pena señalar de la película es su honestidad a prueba de bombas: Toro da exactamente lo que esperamos de ella, así como lo que el tráiler o las campañas de publicidad nos han vendido: los fans del cine de género difícilmente saldrán decepcionados de esta película, por mucho que hayan muchos aspectos mejorables y otros directamente olvidables. Pero el cómputo general, que es lo importante, aprueba con nota.

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Los Vengadores: la era de Ultrón

Tras reformular el concepto de blockbuster y dar una dimensión narrativa hasta entonces desconocida al cine de superhéroes con su primera parte, llega ahora Los Vengadores: la era de Ultrón (Joss Whedon, 2015), la continuación de las aventuras de este grupo de superhéroes Marvel creados por Stan Lee y Jack Kirby. Eran muy altas las expectativas hacia esta nueva entrega, no sólo por tratarse de personajes tan afianzados en la cultura popular, sino por las cifras de récord que dejó en su camino Los vengadores, como sus 1.200 millones de dólares de taquilla o su título de película más taquillera del 2012. Capitanea la jugada  nuevamente Whedon, realizador de culto tanto en cine como en televisión también firmante del guión. La pregunta, por tanto, es clara: ¿cumple Los vengadores: la era de Ultrón con todo lo que se esperaba de ella? La respuesta lo es aún más: no. Estamos no sólo ante una película claramente inferior a la primera parte, sino a una historia innecesariamente alargada, aburrida y sin ningún atisbo de mesura. Una película que pretende ser tan espectacular, tan falsamente épica y tan de todo, que no tarda en revelarse como un batiburrillo de excesos absolutamente agotador. 

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El niño

El cine español debe sentirse muy afortunado de contar entre sus filas con un director de la talla y maestría de Daniel Monzón. El cineasta palmense, que destaca principalmente por su polivalencia en el oficio, lo mismo nos sirve una ambiciosa película de aventuras –El corazón del guerrero (2000)- que una delirante comedia –El robo más grande jamás contado (2002)- o una cinta de intriga digna del mejor Hitchcock –La caja Kovak (2006)-. Pero, sin duda, donde mejor se maneja Monzón es en el thriller, tal y como quedó demostrado en la notable Celda 211 (2009) y más tarde quedó refutado en su quinto largometraje: la sobresaliente El niño (2014). Es en este género donde el director parece sentirse más cómodo, además de permitirle demostrar un apego a la realidad, fruto de previas y exhaustivas labores de documentación, y un compromiso social indiscutibles. Todo esto, unido a su empeño por el buen acabado formal de sus obras -su nuevo trabajo vuelve a destacar por una estética deslumbrante y un meticuloso trabajo de producción- son motivos más que suficientes para considerar cualquier apuesta del director en garantía de éxito. Con la superproducción El Niño, Monzón vuelve a subir un peldaño más en su carrera, quizá ese que necesitaba, por fin, para perpetuarse entre los grandes del cine patrio. Y es que estamos ante su obra más ambiciosa, no sólo económicamente -6 M de €-, sino temáticamente. 

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Non-Stop (Sin escalas)

Nada más cumplir la mayoría de edad, el catalán Jaume Collet-Serra marchó a Hollywood a estudiar cine, donde ha permanecido afincado hasta la actualidad. Desde el estreno de su ópera prima –La casa de cera (2005)- el cineasta ha ido puliendo su estilo sin dar todavía con la tecla maestra que le convierta en alguien a tener muy en cuenta. Pocos logros artísticos remarcables y escasos méritos con los que quedarse en una carrera bastante irregular. Descripción que no ayuda a mejorar Non-Stop (Sin escalas) (2014), la última obra surgida de las entrañas de un creador que, hasta ahora, será más recordado por apadrinar a jóvenes talentos que por su labor detrás de la cámara. Enésima película desarrollada a bordo de un avión –Serpientes en el avión (David R. Ellis, 2006); Plan de vuelo: Desaparecida (Robert Schwentke, 2005),  El vuelo (Robert Zemeckis, 2012) y un largo etcétera-, el argumento de este thriller de acción no destaca precisamente por su originalidad: un agente, Bill Marks (Liam Neeson, que repite con el director tras Sin identidad) que, en pleno vuelo de Nueva York a Londres, es chantajeado por un asesino que le obliga a que el Gobierno le ingrese dinero en su cuenta. De lo contrario, cada 20 minutos matará a uno de los casi 200 tripulantes del avión. 

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X-Men: Primera generación

Aunque X-Men 3 (Brett Ratner, 206) dejaba las puertas abiertas para la continuación de la saga, la tibia aceptación por parte de la crítica y de los fans de los cómics condenaron a la franquicia a la pena de muerte. No ayudaron demasiado los spin off del personaje de Lobezno (Hugh Jackman) que, lejos de contribuir en avivar el interés por la misma, se recibieron con el mismo desinterés, en parte porque no contenían un ápice del espíritu ni del universo de los mutantes alumbrados por Stan Lee. Por eso X-Men: Primera Generación (2011) fue acogida con tanto entusiasmo: porque consiguió resucitar una serie estancada, casi en el olvido. El responsable de la hazaña fue el británico Matthew Vaughn, cineasta elegido por Bryan Singer -director de X-Men (2000) y X-Men 2 (2003)- para ponerse al frente de la mencionada X-Men 3, labor que abandonó dos semanas antes de comenzar el rodaje, siendo finalmente Brett Ratner el elegido. La labor de Vaughn es aún más merecedora de elogio al tratarse de la película más arriesgada de la franquicia, en parte por encuadrar esta historia sesentera, nostálgica y bondiana a más no poder con capítulos claves de la Historia de telón de fondo, como la Guerra Fría, el conflicto nuclear o la crisis de los misiles en Cuba. Realidad y ficción nunca habían caminado tan de la mano.

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X-Men 3: La decisión final

Iba tan advertido por gente de mi confianza de que X-Men 3: La decisión final (Brett Ratner) rayaba el despropósito que mis reticencias a la hora de enfrentarme a ella eran inevitables. Sin embargo, y en contra de lo esperado, fui el primer sorprendido de mi entusiasmo hacia ella. Cierto es que es la peor de la trilogía -Bryan Singer, que abandonó la franquicia para dirigir Superman Returns (2006), puso el listón muy alto-, pero no es, ni de lejos, una mala película. Su gran problema es que es la que más se aleja del cine de autor de las tres, entendiéndose como cine de autor la capacidad del director por imprimir, con la mayor libertad posible, estilo y personalidad a su trabajo. X-Men 3, en este sentido, es una película de estudio pura y dura: Ratner, para entendernos, parece un tirititero en manos de una compañía que, ávida de hacer caja, no tiene reparos en sobrecargar de acción todos y cada uno de los minutos de la película, en detrimento de la profundidad y el trasfondo que habían caracterizado las películas de Singer. El principal defecto de X-Men 3, en efecto, es que sus cabezas pensantes parecen no ser conscientes de que sus escasos 105 minutos son insuficientes para desarrollar, aunque sea mínimamente, toda la nueva galería de mutantes o todo el cúmulo de situaciones cruciales que aquí se plantean. 

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X-Men 2

Tres años después de ponerse al frente de X-Men (2000), película que trasladó a la gran pantalla los personajes creados por Stan Lee y Jack Kirby en 1963, Bryan Singer se hizo responsable también de la secuela de una obra que desató la fiebre de las adaptaciones cinematográficas de cómics. Superior a su predecesora en presupuesto, duración y recaudación mundial, X-Men 2 (2003) está también por encima en cuanto a sentido del espectáculo. Su excelente fragmento inicial en el interior de la Casa Blanca -escenario poco casual en un filme que trata de señalar a la política como herramienta fundamental para articular el discurso de integración que, a fin y al cabo, es lo que da sentido a los X-Men-, con la soberbia presentación del Rondador Nocturno, constituye la mejor carta de presentación de lo que está por venir: escenas de acción que sacan todo el jugo posible de la tecnología que hacen a la cinta impermeable a cualquier atisbo de aburrimiento. Este potente arranque, unido a momentos como el de su vibrante clímax -con un mensaje en voz en off capaz de poner los pelos de punta- certifica el gran nivel lúdico de una película que, al mismo tiempo, no renuncia al intimismo que hizo de la primera entrega algo diferente. Synger, en efecto, logra una dicotomía perfecta entre las escenas de combate y las de diálogo; una montaña rusa de emociones dispuesta a satisfacer a todo tipo de público. 

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X-Men

Lo confieso: nunca he sentido el más mínimo interés por los X-Men. Desde que nací, he dado la espalda a este grupo de mutantes, alabados iconos de la cultura popular, por no parecerme lo suficientemente atractivos. La cosa tiene más delito si tenemos en cuenta que siempre he sido un pertinaz devorador de cómics de superhéroes, especialmente de todos los amparados por el sello Marvel, mítica editorial que ha parido a personajes sin los cuales me resultaría imposible concebir mi infancia, como Spiderman o Hulk. Es por ello que, cuando al fin me decidí a ver X-Men (Bryan Singer, 2000), no tardé en darme cuenta de mi error: estos personajes, en contra de lo que yo creía, tenían mucho que decir. Lo que más me llamó la atención del film, cuyo éxito derivó en la puesta en marcha de varias secuelas y propició que la Marvel diera luz verde a nuevas cintas de superhéroes, es que es accesible a todo tipo de público: de toda edad, sexo y condición. Y, lo que es más importante, está orientada tanto al que está familiarizado con los cómics como a los que no: los que nunca hayan leído una historieta de los X-Men no tendrán problemas en seguir una película que brilla por su nitidez expositiva.

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The Amazing Spiderman 2

Más que por sus producciones de terror, por lo que siempre le estaré agradecido a Sam Raimi es por haber orquestado una trilogía tan rayana en lo sobresaliente como Spiderman. Experimentado cineasta, consiguió con ésta, para el que esto firma, la mejor saga de superhéroes hasta la fecha –incluyendo Spiderman 3, injustamente vilipendiada por la crítica a pesar de ser la más floja de las tres-. Pero cuando creíamos que el hombre araña ya tenía su saga definitiva, cinco años más tarde salta la noticia de que Marc Webb, director con una única película a sus espaldas –500 días juntos (2009)-, pilotará un reboot del famoso arácnido. La pregunta inmediata fue clara: ¿era necesario? Aunque, ante todo, admiré la valentía de un director que pasó de manejar reducidos presupuestos a amasar grandes cantidades -los algo más de 5 millones de su película indie Vs. los más de 200 millones de The Amazing Spiderman– y que tuvo la osadía de enfrascarse en un universo creativo sometido a las suspicacias de sus millones de fans, máxime cuando Raimi había dejado el listón tan alto.

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Pacific Rim

En 2006, la coreana The Host (Bong Joon-ho) homenajeaba a algunas de las grandes películas de terror orientales, con Japón, bajo la legión del monstruo (Inoshirô Honda, 1954) -el nacimiento de Godzilla en la gran pantalla- como máximo referente. Años más tarde, Guillermo del Toro volvía a hacer el mismo ejercicio de retrospectiva en la igual de estimulante Pacific Rim (2013), el proyecto más ambicioso de su carrera. Con 140 millones de € de presupuesto, el octavo largometraje del director mexicano es un tributo a su propia infancia otaku, dedicada a las cintas con monstruo gigante -las denominadas Kaiju Eiga, popularizadas a raíz de la obra maestra de Honda, a quien Del Toro dedica su película-, en las que los combates sin cuartel hacían presagiar el más destructivo de los Apocalipsis. Pacific Rim es un profundo acto de amor a todos estos productos, muchos de serie B, que ayudaron a configurar su personalidad como futuro cineasta. La prueba más notoria de dicho tributo es que las gigantescas criaturas de armamento metálico y pesado que desfilan por este blockbuster inteligente reciben también el nombre de Kaiju. 

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