«Es muy doloroso que una hija no quiera a su madre», rezaba el fascinante personaje de Carmen Maura en Volver (Pedro Almodóvar, 2009). Pero más doloroso aún es, si se me permite el apunte, que esa completa pérdida de afecto de un retoño hacia quien lo ha parido no sólo sea entendible, sino justificable. El protagonista de Pelo Malo (Mariana Rondón, 2013) es un niño de 9 años que tiene que soportar algo aún peor que la violencia y la turbia atmósfera de su Caracas natal: la opresión a la que se enfrenta diariamente en su hogar. Opresión que viene de la mano de su propia madre, quien no tiene reparos en despreciar, incluso anular, la identidad de su vástago por el simple hecho de sospechar de su ambigüedad sexual. La humillación, la falta de tacto y, en definitiva, la homofobia con la que la mujer trata a éste, estalla en una de las escenas claves de la última ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, en la que ambos se confiesan que no se quieren. Brillante clímax para un trabajo que no sólo ha hecho visible el cine venezolano al mundo, también ha puesto de manifiesto el terrible grado de intolerancia que se vive en el país -mérito que comparte con su contemporánea Azul y no tan rosa (Miguel Ferrari, 2012), Goya a la Mejor película hispanoamericana-.
Lo mejor de Pelo Malo es su continuo afán de denuncia a través de la inocencia de un niño, así como su forma de utilizar su pelo como metáfora de la inconformidad y la rebeldía. Él es Junior (Samuel Lange), empeñado en alisar su cabello encrespado, tal y como luce uno de sus ídolos pop, para la foto del anuario del colegio. Sin embargo, no será tarea fácil, sobre todo cuando vive con una madre (Samatha Castillo) aterrada porque esto sea un síntoma más de amaneramiento de su hijo. Hiperrealista hasta decir basta, ambos actores se meten tan bien en sus papeles que nos olvidamos por completo de su profesión: parece como si se hubiera puesto una cámara en una de las muchas viviendas donde se viven estampas así cada día y, con sus grabaciones, se hubiera hecho una película. El film, además, consigue hacer una de las radiografías sociales más atinadas de Venezuela que se recuerden: le precariedad se refleja en todos los ámbitos, desde el laboral -puestos de trabajo a cambio de favores sexuales-, hasta el político -la enfermedad de Chávez acarreando la dolencia de un país entero-, pasando por el cultural -en el que el superficial concurso de Misses, al que la película dispara un par de potentes dardos, es la principal seña de identidad- o el mediático -los medios de comunicación puestos al servicio del líder militar-. Sin embargo, y conviene remarcarlo, donde más violencia se vive en este territorio marcado por el sonido de las escopetas y de las peleas callejeras es en el ámbito doméstico, o lo que es lo mismo, en el interior de esas cuatro paredes que acogen el constante tira y afloja entre madre e hijo, en el que la primera niega al derecho a ser persona del segundo. La confrontación que se vive entre la ilusión, el arte al bailar o la vida que desprende la límpida y cristalina mirada del pequeño y la viva imagen de los resquicios de una dictadura que representa, sin ningún tipo de bochorno propio, quien lo ha parido, es para reflexionar.
Hay tanto donde rasgar que parece imposible condensarlo en una crítica: Pelo Malo lo mismo nos enseña que la madurez no va relacionada con la edad -no sólo el niño es más adulto que su propia madre; también la abuela del pequeño es más moderna que ésta-, que saca los colores contra esos infames que parecen vivir por y para saber a quién se lleva a la cama el prójimo. Sería un error que se interprete este tercer largometraje de Rondón, premiado también en el Festival Mar de Plata con los galardones al mejor guión y mejor director, como un retrato localista, es decir, como si el(los) terrible(s) drama(s) que plantea(n) sólo se concentrara(n) en Venezuela por el simple hecho de ser un país más atrasado en derechos sociales que otros. La sinfonía del horror de la película, en efecto, es extensible a cualquier territorio, pues hasta en el rincón más moderno del mundo hay episodios tan desagradables y tan alérgicos a la razón como los que aquí se plasman. Tres escenas destacan sobre el resto: la visita de la madre al médico -cuando no te puedes fiar ni de los facultativos, el conflicto pasa de ser terrible a, directamente, catastrófico-, la escena sexual ante la ojiplática mirada de Junior o el baile que se marca éste con su abuela, quien pretende inculcar al pequeño esa vena virtuosa, intelectual incluso, para desmarcarse de la mundanidad imperante.
Lo más endeble de la película es, junto a su cierta falta de consistencia, que el personaje infantil no desprenda toda la ternura que cabría exigirle, lo que no empaña en absoluto una propuesta valiente, honesta y comprometida en cada uno de sus planos. Aunque no llega a ser todo lo incendiaria que podría haber sido, merece la pena reivindicar este ejercicio fílmico capaz de ruborizar a los que profesen el conservadurismo más pestilente, a esa sociedad miope ante la diversidad -no sólo sexual-, dominada por una mentalidad tan dañina que impide que otros, simple y llanamente, puedan brillar. Y, con una chispa de suerte, que lleguen a convertirse en artistas.
Extraordinaria crítica, en todos los sentidos. Poco más que añadir. Lo más loable para mí es su atrevimiento, en el que de nuevo se vuelve a poner de manifiesto como una creencia, una idea, puede ser más poderosa y hacer más daño que cualquiera de esos insulso y pestilentes valores familiares que se inculcan desde la niñez y obligan a los hijos a ser prácticamente esclavos de sus padres. El disfraz, ahora que estamos en carnavales, es muy apropiado: tendrás que honrar y amar a tus padres bajo cualquier circunstancia….aunque éste, en el fondo, te rechace o no te quiera. Mi vida es tuya. Amén Santa Iglesia.
Un «cariñoso» recuerdo para todos esos padres y esa institución de símbolo una cruz que ha procurado, a lo largo de los siglos de los siglos, que el hombre pierda su individualidad para convertirse en su esclavo. Así, como diría el anuncio, «me siento seguuroooooooooooo».
jajaja, gran tarde cinéfila que pasamos con esta película que ya está llamada a ser un clásico del cine latinoamericano…genial como dice tanto basándose en una metáfora tan (a priori) inofensiva como el pelo de un inocente niño. Una película para ver una y otra vez, y saber nuevas cosas con cada visionado… Un abrazo!!