La reticencia de algunos espectadores con el cine de animación, unido con la pobre calidad de muchas de las series japonesas que exportaba el país nipón al resto del mundo en la década de los ochenta, son los dos principales handicap a vencer para disfrutar de una obra tan entrañable y conmovedora como Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), la cuarta película a cargo del mítico Studio Ghibli, el Pixar japonés, del que Totoro acabó su propio logotipo después de su arrollador éxito comercial -aunque, en realidad, la película no destacó en taquilla, sino que fue la estratosférica venta de peluches de Totoro por parte de un empresario lo que permitió a la productora a seguir haciendo películas y convirtió al film en un acontecimiento.- Máximo pilar de la compañía y automáticamente convertida en película de culto, en Mi vecino Totoro Miyazaki vuelve a adquirir un auténtico compromiso de amor hacia la naturaleza, reivindicando la corriente filosófica oriental tradicional que reza que únicamente mediante su conexión se puede alcanzar la máxima plenitud; de esta manera, desarrolla una historia trufada de buenas intenciones, desenvuelta en frondosos y nítidos paisajes, plagando de un torrente de color y belleza cada uno de los fotogramas de esta delicia visual que hará tanto las delicias de los pequeños como de los adultos debido a la universalidad de las cuestiones que recorren la obra de punta a punta.
Auténtico retrato de la vida rural japonesa en la década de los cincuenta, la trama de Mi vecino Totoro gira en torno a una familia que se traslada a vivir a una casa en las inmediaciones del bosque. El padre es un profesor universitario que estimula la imaginación de sus hijas –Mei y Satsuky, de 4 y 11 años respectivamente- narrándoles historias de seres fantásticos, al tiempo que esperan que la madre se recupere de una tuberculosis en el hospital. Este cambio de residencia permitirá a las dos jóvenes descubrir la existencia de Totoro, un espíritu que habita en el bosque al que sólo podrán acceder aquellas personas de corazón puro e imaginación desbordante; este fantasma se nos revelerá realmente como una metáfora de las necesidades de las dos niñas, así como una fuerza reparadora en unos momentos de incertidumbre (la madre debatiéndose entre la vida y la muerte en un hospital, el traslado a un nuevo hogar…). La película, pues, es una conjugación entre realidad y ficción, donde el elemento fantástico -a pesar de no está todo lo explotado como lo estaría en El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001), una especie de continuación de Mi vecino Totoro– no sólo termina teniendo más peso que el terrenal, sino que se convierte en una auténtica vía de escape y en el principal objeto de un director empecinado en reivindicar a la imaginación como vía no sólo para soportar los problemas del día a día de la mejor de las maneras, sino incluso solucionarlos.
La trama aparentemente inexistente del film se convierte en algo más complejo cuando descubrimos que otro de los intereses del director es reivindicar la trivialidad diaria como un valor supremo; no son necesarias grandes algarabías ni desmesurados lujos para ser feliz, ni siquiera tener una casa en las más excelentes condiciones. Basta con pequeños detalles cotidianos como el hecho de respetar al prójimo, ayudar a nuestros seres queridos y dar los buenos días a nuestros vecinos. Más cerca del cine de autor que el comercial y con la seguridad del que cree apuesta por los valores que está transmitiendo, Miyazaki consigue que te enamores de unos personajes que disfrutan revoloteando por los campos, recolectando verduras u observando el discurrir de un río desde lo alto de un puente; unos personajes -más cercanos al carne y hueso que al mero (y soberbio) dibujo animado- por los cuales disfrutaremos del sonido de las gotas de lluvia colisionando en el suelo o nos invadirán las ganas de montar en bicicleta atravesando los verdes prados. Estampas filmadas con grandes dosis de emotividad y ternura, mediante el pulso elegante de uno de los directores de animación que aprovecha para llevar su condición de naturalista y humanista a su máxima expresión.
Una historia, en definitiva, que no es más que una declaración de amor a una etapa que condiciona el resto de nuestras vidas como es la niñez; y lo hace desde una perspectiva que insufla ganas de vivir al tiempo que contagia positivismo a raudales. El impacto internacional del film, convertido en una de las mejores películas de animación de la historia, se patenta en el hecho de la inclusión de la mascota Totoro en Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010), por la gran admiración que el director creativo y ejecutivo de Pixar, John Lasseter, siente por la obra de Miyazaki. Una película de un realismo absoluto que nos recuerda que todos podemos llegar a descubrir a nuestro Totoro particular: sólo hay que valorar las cosas sencillas que nos regala la vida.
Me encantó! ya he leído por ahí que vas a hacer un ciclo de animación japonesa más que interesante.. te recomiendo que navegues por el trasfondo de esta película, hay una segunda interpretación que pone los pelos de punta.
Espero impaciente la de ‘El viaje de Chihiro’, un beso Pablo!
Sabía que te iba a gustar! Me estoy iniciando ahora en la animación japonesa y la verdad que estoy descubriendo verdaderas joyas, incluida esta. «La tumba de las luciérnagas» o «El viaje de Chihiro» será otra de las que voy a analizar. Creo que sé a lo que te refieres con lo de la segunda lectura de la peli… cuando te vea en persona te lo comento que por aquí tampoco quiero soltar ningún spolier! jeje Estoy impaciente por saber tu opinión en persona de todas las pelis de las que voy a hablar aquí! 🙂 Un besazo !!
ooooooo claro me encantan esas peliculas y q bueno q te interesaron
En breve tendrás otro ciclo de películas de animación, ahora mismo sólo he incluido 4 de las más significativas, pero tengo pendientes «Akira» o «La princesa Mononoke». Atento. 🙂 Un saludo