El arca rusa

En 1948 Alfred Hitchcock se propuso revolucionar el cine alumbrando una película filmada a través de un único plano secuencia: La soga. Claro que las limitaciones técnicas de por aquel entonces -los rollos de celuloide no admitían más de 10 minutos de grabación- dio como resultado un conjunto de fragmentos entrelazados por suturas casi imperceptibles. Con todo, su ambición y vanguardismo quedaban fuera de toda duda. Décadas más tarde, el director y guionista ruso Alexandr Sokurov emuló la propuesta del maestro del suspense con El arca rusa (2002), insólita película rodada -esta vez sí- en un única secuencia de alrededor de hora y media. Superado ya el escollo de la tecnología -al estar rodada en digital se podía almacenar más tiempo de metraje sin problemas-, el resultado es una obra que sorprende por el gran trabajo de coordinación de su equipo artístico, extras y actores -que rondó las 2.000 personas-, y, cómo no, por la valentía de un director al embarcarse en un proyecto aparentemente suicida. Rodada en steadycam y en alta definición, nadie podrá negar a El arca rusa el ser intachable en el apartado técnico; lo que sí se le podrá reprochar es su falta de hilo argumental, la falta de un grueso narrativo que la haga atractiva para el gran público. 

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Fruto de un director amante de la renovación de la imagen -tal y como demostró en Madre e hijo (1997), donde jugó con las tonalidades pictóricas de forma excelente- e interesado en la Historia -como se evidencia en Taurus (2001), donde relató los últimos días de Vladimir IIch Ulianov, Lenin; o en Moloch, centrada en el ocaso de Hitler-, El arca rusa nos deja una sensación ambivalente: por un lado, caemos rendidos ante la originalidad de la propuesta, ante ese despliegue de escenarios y personajes que desfilan ante nuestros ojos. El -constante- dinamismo de la cámara engancha. Pero, por otro, sentimos como esa ambición tecnológica no se traslada del todo a un guión, no obstante, bastante correcto. Así las cosas, conviene dejarse llevar por este extraño ejercicio fílmico y disfrutar de la peculiar forma que tiene el director de sintetizar 300 años de la historia de Rusia en apenas 96 minutos, desde el reinado de Pedro I el Grande -vital en la historia del país, por trasladar la capital del mismo de Moscú a San Petersburgo- hasta el zar Nicolás II o la llegada al trono de la emperatriz Catalina la Grande. Su fórmula es sencilla: abrazada al más puro surrealismo, Sokurov opta por usar cada una de las habitaciones del Palacio de Invierno de San Petersburgo -donde se desarrolla la historia- como una etapa histórica diferente. Un total de 35 salas en las que podemos observar la fabricación de ataúdes de los soldados fallecidos en la Segunda Guerra Mundial hasta el Gran Baile de 1913 al son de la música de Glinka, con motivo del 300 aniversario de la dinastía de los Romanov.

Aunque no es imprescindible tener unos grandes conocimientos en Historia para disfrutar del film, éstos tampoco están de más, especialmente a la hora de contextualizar los personajes y lugares a los que se hacen referencia en este periplo de un diplomático francés que se encuentra de visita en el Palacio (Sergei Dreiden). Además de los apasionados por la Historia, que verán una oportunidad de oro para reflexionar sobre algunos de los pasajes más significativos de Rusia, el film lo disfrutarán los aficionados al arte pictórico gracias a escenas como la de la colección de pinturas de Catalina II en 1764 y la consiguiente explicación de los detalles simbólicos de algunos de sus cuadros más famosos, como «El nacimiento de Juan Bautista», «La circuncisión de Cristo» o «La virgen con perdices». Junto al guía foráneo Marqués de Coustine, el otro gran personaje de la cinta es alguien al que no vemos, pero que es el que aporta la mirada subjetiva del film, además de la voz en off. Su rol es imprescindible a la hora de reflexionar sobre la posición del que es el país más extenso del mundo y ayuda a reforzar frases como la de «¡Rusia es un teatro!«, con la que se pretende criticar la tendencia de dicho territorio por imitar la cultura de un continente tan de capa caída como la Europa del S.XVIII, con unos ideales caducos, obsoletos. La película es un llamamiento a la propia determinación de Rusia, a seguir su propio camino. Un homenaje, en definitiva, tanto al museo donde se desarrolla el film como al imperio de los Zar. 

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A pesar de que el director reduce la complejidad del proyecto al rodar el 95% de los planos en interiores -la cámara prácticamente sólo se asoma al exterior al final, con esa reflexión del protagonista que es toda una declaración de intenciones-, o el que el plano secuencia ralentiza el tiempo narrativo, esta coproducción entre Rusia y Alemania es una película donde la imaginación vuela sin límites. Nominada a la Palma de Oro en el Festival de Cannes, estamos ante un relato donde es pasar de un siglo a otro es tan fácil como abrir una puerta y donde hasta el mayor desafío formal se hace realidad gracias al inusitado talento de un director que entró en los libros de Historia del Cine por esta película. 

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