King Kong

Desde que King Kong (Marian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack, 1933) viera la luz, la industria del cine se ha mostrado, con más o menos tino, proclive a recrear el eterno mito cinematográfico de la bella y la bestia. La culminación de esta infinidad de remakes que siguieron a la obra original se produjo con la decisiva King Kong (Peter Jackson, 2005), renacimiento moderno, fastuoso y, en definitiva, adaptado a los tiempos de corren de un relato que, lejos de caer en el olvido, el director neozelandés demostró que sigue de plena vigencia, dueño de un cóctel de ingredientes lo suficientemente atractivo para seducir a las masas. Jackson, que quedó marcado por la historia original cuando la vio con 9 años, envuelve su ambiciosa apuesta -9 meses de rodaje y 165 millones de € de presupuesto, son algunas de sus desorbitadas cifras-, de una grandiosidad a la que es imposible resistirse, y lo consigue elaborando un jugoso híbrido de algunos de los más notorios ejemplos de cine épico de los últimos años. Así, es fácil detectar las referencias, más o menos explícitas, a Titanic (James Cameron, 1996), Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993) o Indiana Jones y el templo maldito (Steven Spielberg, 1984). El resultado es un imponente y, en casi todos los sentidos, excesivo -a veces saturado- espectáculo donde destacan los dinosaurios, barcos a la deriva, bellos parajes naturales (en esto Jackson es único, como ya demostró en El señor de los anillos: la comunidad del anillo, 2001), interminables pero hipnotizantes escenas de acción… cumpliendo con el propósito inicial del realizador de no caer en el aburrimiento en ningún momento de sus tres horas de duración.

La trama, bastante fiel al film original, gira en torno a Ann Darrow (Naomi Watts, gran acierto de casting gracias a su aspecto de corte clásico, en la línea de la narrativa que despliega el director) actriz de teatro desempleada por la crisis de 1929 y la posterior Gran Depresión, que en medio de su deseo de volver a trabajar de su profesión, recibe un encargo por parte del director Carl Denham (Jack Black): embarcar rumbo a una remota isla donde rodarán un importante proyecto donde ella será la protagonista. Al conocer que el guionista de la cinta será Jack Driscoll (Adrien Brody), la joven no tarda en aceptar una propuesta que se tornará mucho más peligrosa y sorprendente de lo que imaginaba, ya que al llegar a Skull Island no sólo será víctima de un secuestro por parte de una tribu primitiva, de incontables persecuciones por parte de todo ese amplio surtido de viscosas criaturas y mayúsculos seres que, con gran empeño, Jackson se empeña en crear -evidenciando, además, el gran nivel de producción del film-, sino que además entablará una insólita historia de amor…con un gigantesco primate llamado Kong. Y, precisamente, son las escenas entre ambos personajes, el proceso por el cual se establece la complicidad entre esta bella y bestia, por las que la película pasa a ser imprescindible; Jackson consigue lo imposible y, dotando la mirada de su peluda, gigantesca y (aparentemente) irracional criatura de una acertadísima profundidad emocional, consigue que nos creamos la historia de ternura y afecto que surge entre ambos, por encima de sus rugidos y casi macabro aspecto. Es fascinante comprobar cómo esta bestia, que a priori habrá quien la vea como claro antagonista de la función, acaba erigido como auténtico salvador, preso de una desbordante humanidad y una vulnerabilidad que traspasa lo imaginable, hasta el punto de que Darrow pasará de huir de él a -¡sorpresa!- ser precisamente ella la que lo persiga al grito de: «¡Espera!». Podemos concluir, por tanto, Jackson esquiva con maestría el que, a todas luces, constituía el principal obstáculo de partida, junto al exceso de minutaje: el sacrificar el espectáculo de las emociones frente a los efectos visuales, sin aspavientos y creyendo firmemente en lo que está contando.

A pesar de que el trasfondo de la obra es transmitir ese bienintencionado mensaje social -llevado al extremo y sin rociarlos con gases lacrimógenos- de que lo que realmente importa de un ser vivo es su interior, por encima de su apariencia física -esencia que inspiró a Tim Burton en su Eduardo Manostijeras (1990)-, Jackson aprovecha la ocasión no sólo para rendir un homenaje a la obra original, sino también a la propia industria del cine. Así lo revela el hecho de que el rodaje de una película sea el leit motiv que use el director para desplazar a sus personajes al terreno en el que desarrollarán los acontecimientos, a pesar de que tanto la primera como la última parte de King Kong se desarrolle en una Nueva York perfectamente ambientada, donde Jackson, a fuerza de planos generales e impactantes panorámicas, demuestra que pocos como él a la hora de reconstruir una ciudad de la forma más realista posible, hasta el punto de dejar sin aliento al espectador. Precisamente en la ciudad americana tienen lugar los dos momentos más remarcables e iconográficos del film: la archiconocida estampa en el Empire State y, además, ese baile en el lago de hielo en pleno Central Park, de una belleza y emoción contenidas inenarrables.

El hecho de que en el otro lado de la balanza se sitúe un discutido e inexplicablemente recurrente uso de la ralentización, así como el alargamiento de algunas escenas como la de la muerte del primate, lo que le cuesta a Jackson arrancar la acción (de hecho Kong no hace acto de presencia hasta ¡el minuto 70!) o el empeño del director por ofrecer tres o cuatro desenlaces diferentes a su obra como si se resignase a ponerle punto y final, hace que el resultado se sitúe en tierra de nadie. Además, a pesar de su aparente vocación de cine familiar, nada más lejos de la realidad debido a algunas escenas de crudeza extrema que impiden este calificativo. Pero, por encima de errores y aciertos, el público convirtió a King Kong en una de las películas más taquilleras del año, reconociendo el valor de una propuesta sólida y un ejemplo en verdad modélico de cómo el término bluckbuster y el de cine inteligente no tienen porqué ser enemigos.

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