El espíritu de la colmena

«Esta película habla de los grandes misterios de la creación: de la vida y de la muerte; pocas películas han causado mayor impresión en el mundo entero». Esta frase, dicha por uno de los personajes de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) para presentar la película El Doctor Frankenstein al comienzo de la misma, bien podría servir como frase promocional de la ópera prima de Erice. En efecto, no son muchos los títulos que puedan presumir de haber provocado el impacto que en su día, y todavía hoy, sigue originando esta fascinante obra maestra. Tampoco es común encontrar películas que reflejen de una forma tan coherente y verosímil el mundo infantil, con sus miedos, inquietudes y fantasías. Estamos, ante todo, ante una bella fábula adulta -lo de usar a dos niñas como protagonistas es sólo el pretexto- en forma de cuento infantil que da comienzo con el típico «Erase una vez» para, seguidamente, situarnos en la acción a través de una frase quijotenesca: “en un lugar de la meseta castellena hacia 1940…», concretamente en Hoyuelos. El resultado es una obra inmensa, de significado desbordante, un canto a la inocencia de la infancia donde ningún estudiado fotograma se encuentra colocado al azar y donde se ese constante juegos de luces -esos filtros anaranjados, obra del extraordinario Luis Cuadrado-, resulta ser una herramienta clave para entender la psicología, el mundo interior de los personajes. 

Ana (Ana Torrent) e Isabel (Isabel Telleria) son dos amigas de la infancia cuyas vidas cambiarán por completo después de asistir a la proyección de esa historia de un monstruo que se hace amigo de una niña, despertando el pavor y el desprecio de la sociedad que ve en él un ser diferente y anormal, como es El doctor Frankenstein. Ana, que al igual que todos los asistentes al cine -uno de los métodos de evasión convertido en uno de los pocos contactos con el exterior que se tenían en una sociedad rural monótona, asolada por la posguerra y una cruel dictadura-, observa hipnotizada la pantalla, decidida a erigirse una vez salga del cine en la firme defensora de las causas justas; en una especie de líder en medio de esa humanidad, esa gente, esa sociedad…esa colmena que tan presente está en la película. Sustentada sobre unas líricas imágenes preñadas de gran simbolismo -esa omnipresencia de esa ventana en forma de panal de abejas- y con unos diálogos íntimamente ligados a la metáfora -donde se puede extraer jugo de hasta una magistral clase de Fernando a sus hijas acerca de cómo distinguir las setas buenas del hongo venenoso… de ese sujeto que conviene evitar-, El espíritu de la colmena se sirve de la excusa de la leyenda de Frankenstein para reflejar las diversas miradas a través del cual podemos observar la realidad. Todo depende del prisma que utilicemos. En este sentido irían relacionada la escena de la escuela en la que la maestra muestra un muñeco a sus alumnos sin ojos, sin mirada. Será Ana precisamente, un ser inocente, inconformista y de mentalidad abierta, dotada de una especial especial capacidad para sumergirse en lo peligroso, la responsable de colocarle estos órganos.

Junto a la pareja protagonista infantil, encontramos un descomunal Fernando Fernán Gómez, en la piel de Fernando, un hombre solitario, intelectual y con gran afición -nada casual- a la apicultura, y Teresa Gimpera, dando vida a Teresa, una ama de casa que se nos presenta emergiendo de entre los humos de un tren provinciano, al más puro estilo de la primera aparición de Blanche (Vivien Leigh) en Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), de tal forma que queda constancia desde los primeros minutos que estamos ante dos mujeres recónditas, casi enigmáticas. En el caso de Teresa esto se debe a su aventura sentimental con un soldado, reflejada por el director con la mayor de las sutilidades. La joven ama de casa se dedica a vaciarse emocionalmente en una cartas que ni siquiera tiene constancia si llegarán o no a su destino –«quizá esta carta nunca llegue a tus manos», dictamina. Observamos como Erice aprovecha esta escena para convertir su obra, de clara vocación filosófica, cultural…casi mística, en también un documento histórico de incalculable valor, en un fiel testimonio de la época de la posguerra española. No duda en azotar a un régimen franquista que, además de mostrarse emperrado en mantener a estos provincianos lugares a años luz del progreso, el desarrollo y la cultura, marginados del mundo, también se caracterizaba por su afán controlador, censurador. El espíritu de la colmena, pues, habla de cómo la imaginación y la fantasía constituían la principal vía de escape de sus habitantes, de ahí que la llegada del cine sea un acontecimiento inaudito y que la propia presencia del monstruo al final de la película no sea más que producto de la mentalidad inquieta de la joven Ana para, ulteriormente, dejar la puertas de su casa, esas ventanas de rejilla, abiertas de par en par. Se inicia una etapa totalmente liberalizadora. 

Con tan sólo tres obras en su haber – El sur (1983) y El sol del membrillo (1992)- Victor Erice se erigió gracias a ellas como uno de los director más inclasificables y vanguardistas del cine español. El Festival de San Sebastián galardonó con la Concha de Plata una película que enfrenta el bien y el mal, lo imaginario y lo real, donde hasta los nombres de los actores coincide con el de sus personajes. Quizá porque, a pesar de ser una fábula y de incorporar elementos de ficción, el trasfondo de la historia, su esencia, sea terriblemente real. 

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