¡Ay, Carmela!

Me hace cierta gracia esa corriente popular que, anclada en ideologías obsoletas e inamovibles, critican con dureza que el cine español haga películas ambientadas en la Guerra Civil que padeció este país entre 1936 y 1939. Me hace gracia y también me indigna: no sólo porque considero que la firme voluntad de radiografiar un capítulo de nuestra historia reciente -sí, reciente, aunque a algunos les parezca que ocurrió hace siglos- sea más que necesario, sino por el hecho de que otras cinematografías, como la americana o la francesa, retratan su pasado sin que despierte esa corriente de odio que rezuma esa gente anclada en sus prejuicios. De todas formas, no debería preocuparnos mucho la opinión de estos «entendidos» de cine cuando, directores de reconocido prestigio como Berlanga –La vaquilla, 1985- Guillermo del Toro –El laberinto del Fauno (2006)- o Carlos Saura –¡Ay Carmela!, 1990-, han filmado obras con el drama de la guerra como telón de fondo, las cuales, muchos de estos detractores no sólo no se han molestado en ver -eso de hablar con conocimiento de causa debe estar pasado de moda, sino que las desconocen. Mi opinión es clara: bienvenidas sean estas películas si están tan bien ejecutadas y desprenden esa condena antibelicista como ¡Ay Carmela! 

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Adaptación de la obra teatral homónima de José Sanchís Sinisterra, uno de los títulos imprescindibles del teatro español contemporáneo, la trama gira en torno a Carmela (Carmen Maura) y Paulino (Andrés Pajares), los dueños de una compañía ambulante de teatro que se ganan la vida amenizando a los republicanos. Sin embargo, todo dará un vuelco cuando, tras dirigirse a Valencia en busca de un futuro mejor, caigan en la zona fascista y se vean obligados a ofrecer un espectáculo de variedades a los militares para el que, además, deben renunciar a su ideología. Todo con un único fin: sobrevivir. A pesar de la notable diferencia de partida entre la versión teatral y la cinematográfica –referida a que la primera se construya en torno a un gran flashback en el que Paulino rememora lo vivido junto a su mujer, la cual hace sus apariciones en forma espectral, mientras que la segunda sigue un desarrollo más lineal (y terrenal)-, ambas adaptaciones plasman la apología a la memoria histórica sobre la que Sanchís elaboró su libreto, así como ese homenaje al mundo del espectáculo, a esos artistas que usaban sus dotes para hacer reír a un pueblo apagado, exento de libertad y futuro. De interpretarla desde este punto de vista, ¡Ay, Carmela! estaría próxima a Pájaros de papel (Emilio Aragón, 2011): en ambas producciones se ensalza el valor del artista por encima de cualquier opción política, como bien deja patente la ejemplarizante y significativa frase de Paulino: «Nosotros somos artistas, nunca hemos mezclado la política con nuestro trabajo». 

Saura, siempre comprometido con la historia y la cultura de España –Sevillanas (1991), Flamenco (1995), Iberia (2005)  o Flamenco, Flamenco (2011)-, fue valiente al hacerse cargo de una producción arriesgada que, si no se lograba dar con el tono exacto, podía herir sensibilidades. Eso no ocurrió: la película huele a juerga, a distracción, a castizo, a folclore y chiste, sí, pero también es patente esa base inexorablemente trágica. Se mezcla con gran habilidad, por tanto, el drama y la comicidad, esquivando cualquier rastro morboso o melodramático, ni siquiera en esa escena final de desnudo y sangre. Otro de los retos de la película era dar con los actores adecuados y, lo cierto, es que la pareja protagonista no puede estar mejor: Andrés Pajares, a pesar de sus incursiones cinematográficas anteriores, pasó a ser un actor admirado por la crítica en este trabajo -que le premió con el Goya, del total de 13 que se llevó la película, derrotando a Átame! (Pedro Almodóvar, 1990), que se fue de vacío- y Carmen Maura encarna ese torrente de energía, fuerza y vitalidad que debía reunir el personaje de Carmela. Sólo por su primera aparición, en la que interpreta con gran desparpajo una canción tan típicamente española como Mi jaca, merece la pena desempolvar una cinta que, lamentablemente, hoy pocos recuerdan. El título de la cinta, por cierto, hace referencia a otra canción popular, El paso del Ebro, muy tarareada en la Guerra Civil Española. 

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Cineasta especialmente dotado a la hora de saber rodearse de los mejores, Saura manufacturó el guión a cuatro manos con el maestro Rafael Azcona y eligió como director de fotografía a José Luis Alcaine. Todo para ofrecernos un espectáculo de robusto entretenimiento -sobre todo su última media hora, absolutamente memorable-, confeccionado para dejarse llevar por un montaña rusa de emociones tan dispares como la ternura, la indignación, la risa, el dislate o el pavor. Un ejemplo de que se puede abordar un hecho vital de nuestra Historia con determinación y grandes dosis de talento. Aunque, repito, siempre habrá gente a la que esto no le guste. Allá ellos. 

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