Cuando todo está perdido

Tras hablar de un naufragio económico en Margin Call (2011)- concretamente en los orígenes de la actual crisis financiera- el estadounidense  J. C. Chandor se ciñe en su segundo trabajo en otro naufragio, esta vez en alta mar. Se aprovecha, así, del filón que las películas de supervivencia han venido experimentando en los últimos años, con La vida de Pi (Ang Lee, 2012) y Kon-Tiki (Joachim Ronning & Espen Sandberg, 2012), como dos de los más ilustres precedentes. Sin embargo, Cuando todo está perdido (2013) no tiene ni la pirotecnia ni el derroche visual de la primera ni tampoco el aliciente de estar basada en hechos reales de la segunda; así las cosas, estamos ante una obra atípica dentro del subgénero marítimo, más intimista de lo que parece a simple vista. Y es en su afán por distanciarse del cine comercial donde este film estrenado en el Festival de Cannes -donde, por cierto, recibió una de las ovaciones más largas de la historia del certamen- patina: su gran defecto es que no se empeña en disimular su bajo presupuesto; la cámara, por ejemplo, rara vez nos permite contemplar la inmensidad de ese Océano donde el protagonista, del que tampoco sabemos nada, se encuentra a la deriva. 

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Una vida por delante

Lasse Hallström no es Clint Eastwood ni nada que se le parezca, pero es innegable que es uno de los pocos directores clásicos que aún quedan en Hollywood. Más allá de sus aciertos o errores, el cineasta sueco posee esa innata virtud de dotar a sus proyectos de una peculiar atmósfera, entre lo intimista y lo épico, propia de los grandes maestros, sinónimo de buen cine. Así lo demostró con esas maravillas de Chocolat (2000), Las normas de la casa de sidra (1999) o, la más reciente, La pesca de salmón en Yemen (2011). El infravalorado realizador también fue responsable de Una vida por delante (2005), una de esas películas que tanto gustan al director por su corte amable, su carácter inofensivo, su falta de pretensiones rocambolescas en su argumento y su espléndida factura técnica, en especial de una fotografía a la que Hallström siempre presta especial interés. Con aroma de western, sin llegar a serlo, y con el drama de los malos tratos como inexorable telón de fondo, sin aspirar tampoco a ser una cinta de este subgénero, estamos ante un relato que empieza siendo una historia sobre la huída para derivar a una fábula familiar sobre el arte de perdonar, virtud intrínseca del film.

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Dos hombres y un destino

¿Una película ambientada en el salvaje oeste que, a la vez, nos cuente una historia de amor a tres bandas?¿Una pareja de sanguinarios pistoleros que, lejos de causar rechazo, logre engatusar al público, en parte gracias a su innegable sex-appeal y una irresistible vis cómica? Ambas cuestiones son posibles si la película en cuestión la protagonizan Paul Newman y Robert Redford y se titula Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969). Estas dos leyendas de Hollywood unieron sus fuerzas y firmaron la que fue su primera colaboración juntos -luego vendrían otras más redondas, como El golpe (G. Roy Hill, 1973)- y el resultado fue atómico. Desplegando un potentísimo tour de force interpretativo, ambas estrellas, en el cénit de su actividad profesional, perpetuaron su condición de sex symbol y lograron que ese flechazo que surgió entre ellos traspasase la pantalla. Más cerca de la comedia que del propio género western, Dos hombres y un destino narra la historia de Butch Cassidy (Newman) y Sundance Kid (Redford), dos famosos asaltantes de bancos y líderes un grupo de atracadores en Wyoming. Son expertos en la materia y nada parece hacerles sombra hasta que un día, tras robar un tren, empiezan a ser perseguidos y trazan un plan de huida hacia Bolivia, en compañía de Etta (Katherine Ross, vista en El graduado, Mike Nichols,1967), la novia de Sundance, como tres auténticos forajidos.

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Una proposición indecente

«Alguien dijo alguna vez: si deseas algo con mucha fuerza, déjalo en libertad: si vuelve a ti, será tuyo para siempre, si no regresa no te pertenecía desde el principio»Con esta voz en off de Demi Moore da comienzo Una proposición indecente (Adrian Lyne, 1993), una de las películas más controvertidas y polémicas de los años 90. Odiada y amada a partes iguales, esta cinta escandalizó a propios y extraños por su, según se dijo, banal argumento. Sin embargo, lo que a algunos les parece un banal argumento a mi me resulta una de las ideas más originales y de más enjundia moral que se han llevado nunca a la gran pantalla. La premisa es bastante clara: un matrimonio con serios problemas económicos reciben la suculenta propuesta de un multimillonario que les ofrece un millón de euros a cambio de pasar una noche con la mujer. Siempre me han gustado las películas cuyo argumento pudiera resumirse en no más de un par de líneas, tal y como sucede en Una proposición indecente, máxime si este argumento da pie a uno de los más agudos debates éticos que nos ha dado nunca el séptimo arte. 

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