Amor es todo lo que necesitas (Susanne Bier, 2012), nació en medio de una gran expectación. Por un lado, venía precedida de En un mundo mejor (2010), la anterior película con la que Bier conquistó el Oscar y el Globo de oro a la Mejor Película de Habla no Inglesa -también protagonizada, por cierto, por Trine Dyrholm-. También había interés de disfrutar de esta comedia romántica porque se trataba de la primera incursión en el género de la realizadora, por mucho que la historia se sustente en una base trágica. Refrescante ejercicio en el que se hermanan la comedia y el drama, este híbrido entre El lado bueno de las cosas (David O. Russell, 2012), Mamma mía (Phylllida Lloyd, 2008) y Bajo el sol de la Toscana (Audrey Wells, 2003), se eleva por encima del resto por abordar temas tan comprometidos como la homosexualidad, el cáncer o el divorcio sin caer en el dramatismo, esquivando todo rastro de convencionalismo. A diferencia de producciones similares, aquí los personajes no son de cartón piedra, sino de carne y hueso, extraídos directamente de la realidad. Tanto los protagonistas como los secundarios, sometidos a constante evolución, a un moldeamiento constante de sus sentimientos, deberán hacer frente a unas adversidades del destino en las que cualquiera del resto de los mortales podremos reconocernos. No será difícil, pues, cogerles cariño.
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Mamma Mia
La propia época en la que han sido engendradas las películas es un valor añadido que puede influir, de forma notable, en su éxito. Mamma mia (Phyllida Lloyd, 2008) es una de ellas. Quizá éste no constituya el factor decisivo para que este proyecto de dicha directora americana se convirtiese en una de las cintas más taquilleras de la década pero, sin duda, la actual crisis económica mundial y, por consiguiente, efectos colaterales como el desánimo o la incertidumbre social han beneficiado enormemente a un musical cuya verdadera razón de ser es la de constituir toda una inyección de energía y optimismo. En definitiva, en un auténtico vehículo de evasión, donde la luz, el color, el mar y unas pegadizas melodías de gran intensidad, auténticos motores de la función, traspasan la pantalla y consiguen el más primario de sus propósitos: que el espectador se olvide de sus problemas. No es justo pedir más a un film cuya genética Lloyd pone al descubierto desde el principio: quien espere algo de enjundia o la más mínima reflexión filosófica que huya despavorido.