Los Archivos del Pentágono

El llamado Rey Midas de Hollywood se ha ganado por méritos propios que cualquier estreno suyo en pantalla grande se convierta de forma instantánea en una cita ineludible, inexcusable. Convertido en el único director vivo que ha dirigido 11 películas nominadas en la categoría de mejor película en los Oscar, Spielberg es de esos tipos que nunca fallan. Y, cuando lo hacen, no quedan por debajo del 8 en una escala del 1 al 10, por lo que el notable lo tenemos más que garantizado. En esta ocasión, y para no perder la costumbre, el responsable de títulos tan míticos de la historia del cine como Tiburón (1975), E.T., el extraterrestre (1982) o Jurassic Park (1997), ha alumbrado una nueva obra maestra. Un 10. Una película de una perfección tan abrumadora que asusta y conmueve al mismo tiempo. Se titula Los Archivos del Pentágono y está predestinada a convertirse no sólo en uno de los títulos más emblemáticos de la filmografía de Spielberg, también en una de las cintas más importantes – y necesarias- de los últimos años.

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Agosto

Agosto (John Wells, 2013) parte, de entrada, con una doble rentabilidad: por un lado, es la adaptación cinematográfica de una de las obras de teatro más aplaudidas de los últimos tiempos – el libreto homónino ganador del Premio Pulitzer en 2008 escrito por Tracy Letts, responsable también del guión de la película-; por otro, supone la reunión de dos pesos pesados como Julia Roberts y Meryl Streep. Lejos de defraudar, la primera ofrece la mejor interpretación de su carrera. En cuanto a la segunda, demuestra una vez más por qué sigue siendo la mejor actriz viva del momento gracias a un papel que podría darle su 18ª nominación al Oscar. La protagonista de La dama de hierro (Phyllida Lloyd, 2011) encarna a Violet, la lacerante matriarca enferma de cáncer de un clan familiar que vuelve a reunirse con motivo del extraño suicidio de su marido (Sam Shepard). En la gran mansión de los Winston en Oklahoma se citan, entre otros, sus tres hijas -Julianne Nicholson, Juliette Lewis y Julia Roberts-, con sus respectivos acompañantes. Lo que a simple vista parece una familia ejemplar se va tornando en una jaula de bestias conforme el guión vaya hurgando en sus rincones más oscuros y se vean obligados a enfrentarse a fantasmas pasados. 

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La Dama de Hierro

Antes de enfrentarse a una obra como La Dama de Hierro (Phillyda Lloyd, 2011) conviene dejar al margen los sentimientos que uno pueda tener hacia la figura de Margaret Thatcher. Venerada y repudiada a partes iguales, si de algo podía presumir la que fue la primera mujer Ministra en Gran Bretaña, cargo que ocupó en 1979, era de no dejar indiferente a nadie. En una demostración de valentía -hay que serlo para filmar un biopic de estas características-, la directora de Mamma Mía (2008) inmortalizó en la gran pantalla la vida de una mujer poderosa, intratatable, de compleja personalidad. Meryl Streep, que ya colaboró con Lloyd en su mencionada opera prima, es la encargada de dar vida a uno de los animales políticos más importantes e inflexibles del pasado siglo, la máxima responsable de algunas de las políticas más decisivas de la historia de Inglaterra y del mundo -como demuestra su actuación en conflictos armados como la Guerra de las Malvinas-. La actriz consigue una de esas creaciones carne de Oscar -le valió el tercero de su carrera- capaz de dejar mudo al personal, rendido por su pasmoso y sobrecogedor parecido con su objeto de estudio: la Streep logra una reencarnación en todos los sentidos de la palabra.

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Mamma Mia

La propia época en la que han sido engendradas las películas es un valor añadido que puede influir, de forma notable, en su éxito. Mamma mia (Phyllida Lloyd, 2008) es una de ellas. Quizá éste no constituya el factor decisivo para que este proyecto de dicha directora americana se convirtiese en una de las cintas más taquilleras de la década pero, sin duda, la actual crisis económica mundial y, por consiguiente, efectos colaterales como el desánimo o la incertidumbre social han beneficiado enormemente a un musical cuya verdadera razón de ser es la de constituir toda una inyección de energía y optimismo. En definitiva, en un auténtico vehículo de evasión, donde la luz, el color, el mar y unas pegadizas melodías de gran intensidad, auténticos motores de la función, traspasan la pantalla y consiguen el más primario de sus propósitos: que el espectador se olvide de sus problemas. No es justo pedir más a un film cuya genética Lloyd pone al descubierto desde el principio: quien espere algo de enjundia o la más mínima reflexión filosófica que huya despavorido. 

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Los puentes de Madison

No es fácil enfrentarse a una página en blanco cuando uno se dispone a escribir la crítica de la la que quizá sea, con gran probabilidad, su película favorita de todos los tiempos.  Y lo es por la sencilla razón de que, si realmente el cine se creó como herramienta para expresar emociones, entonces Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995) es el máximo exponente. Básicamente, estamos ante una historia de amor, de lo que significa realmente enamorarse. Y, en efecto, nunca este sentimiento había sido reflejado de forma tan pulcra, tan honesta y tan conmovedora en la gran pantalla. La pareja de actores que conquistó el corazón de medio mundo y por la que el melodrama alcanzó la categoría de obra maestra son la formada por Meryl Streep y Clint Eastwood. Ambos dan vida a Francesca, una ama de casa memorable y Richard, un fotógrafo del National Geographic. 

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