Marsella

No parece fruto de la casualidad que la realizadora Belén Macías haya convertido a las mujeres en protagonistas absolutas de sus trabajos. Y es que, siendo francos, pocas directoras españolas saben capturar el fascinante y, a la vez, complejo universo femenino cuando éste se sitúa en el ámbito de la exclusión social. Así sucedía en su opera prima El patio de mi cárcel (2008) y vuelve a ocurrir en Marsella (2014), aunque el ambiente enrarecido y gris de la primera de paso a la vitalidad y luminosidad de la segunda, sin que el drama principal expuesto sea por ello más liviano. El segundo largometraje de la directora catalana tiene como tema central la maternidad, que se aborda desde diversos puntos de vista. A la pregunta promocional del film –¿hasta dónde serías capaz de llegar por el amor de una hija?– se suman otras como: ¿quién es la verdadera madre: la que da a luz o a la que cría y educa? O, rizando más el rizo: ¿por el hecho de haber parido a un hijo se está en pleno derecho de su crianza? Preguntas, todas, que obtienen su respuesta en un film arriesgado, en las antípodas de lo políticamente correcto y alérgico al sentimentalismo en el que fácilmente podría haber caído, teniendo en cuenta que las emociones son su principal materia prima.

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Macías, que escribe la historia a seis manos junto a Aitor Gabilondo y Verónica Fernández, narra la rivalidad entre Sara (María León) y Virginia (Goya Toledo) por hacerse con la custodia de la pequeña Claire (Noa Fontanals), acogida por la segunda hace 5 años. Por aquel entonces un juez dictaminó que Sara, la madre biológica, no estaba capacitada para hacerse cargo de la niña debido a sus problemas con el alcohol. Sin embargo, ahora Sara ha recuperado la potestad legal sobre la pequeña, algo que Virginia no piensa consentir. Con este telón de fondo, ambas se embarcarán en un viaje sobre el asfalto de Madrid hasta Marsella, donde vive el verdadero padre de la niña. Aunque el argumento sea carne de telefilm, lo cierto que la película no sólo sortea este peligro sino que, gracias a su elegante factura formal y el trazo firme de la cineasta, termina convirtiéndose en un estimable drama con aires de road-movie. A pesar de que le cuesta arrancar -una lástima esa narrativa excesivamente lenta de su primer cuarto de hora, en la que apenas se nos arroja información-, cuando lo hace, se crece sobremanera. El golpe definitivo para que la película comience a andar con paso firme y termine de capturar nuestro interés es el primer encuentro entre las dos madres: la que no tuvo suerte en una vida marcada por el prematuro abandono de su madre, y la que ejemplifica el confort y la estabilidad. 

En los ojos de ambas -especialmente en la penetrante, casi salvaje mirada de María León- se puede apreciar toda la rabia, amor y desesperación fruto de las circunstancias. Sin hablar, la actriz de La voz dormida (Benito Zambrano, 2011) dice más que si recitase mil palabras. El tour de force entre las dos mujeres nos seduce porque sale de las entrañas, porque cada una defiende su verdad y, porque en el fondo, ambas llevan razón. No hay buenos ni malos en una historia en la que cada espectador se posicionará en un bando distinto, algo que no hubiera sido posible sin la aséptica mirada que Macías arroja sobre su conflicto, al que en todo momento se toma muy en serio, sin caer en tremendismos ni en ningún tipo de banalización. Al final, todo termina resultando creíble: cada bofetada, cada lágrima o sonrisa saben a verdad. Y eso, en una cinta de sentimientos como es el caso, es fundamental. Hasta la trama criminal, algo chirriante y casi metida con calzador, nos la terminamos creyendo. Quizá porque, junto con lo bien escrita que está -obviando algunos detalles como la rápida amistad que surge entre la niña y los camioneros-, los secundarios que arropan a las protagonistas terminan siendo igual de válidos que estás, desde un eficaz Eduard Fernández hasta a un talentoso Àlex Monner, uno de los niños de Hèroes (Pau Freixas, 2010). A ello se suma el hallazgo de la pequeña Noa Fontanals, encargada además de cantar la canción en francés de los títulos de crédito. 

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Pero desde luego lo que termina engrandeciendo la película son sus últimos 15 minutos, donde se condensan sus principales virtudes: su buen trabajo de guión- ojo a la lapidaria frase con la que el personaje de Virginia cierra la escena del hostal, todo un acierto- y su capacidad de emocionar, gracias a esa visceralidad exhibida por una María León ebria y la escena final de la playa, donde la música, además, se aplica extraordinariamente bien, sobre todo en un último fotograma capaz de poner el vello de punta. Así las cosas, y a pesar de que no le hubiese venido mal un punto extra de transgresión o más arrojo dramático en algunos momentos, es una lástima la escasa publicidad de la que gozó en España y su escaso rendimiento en taquilla. Especialmente porque, más allá de los lemas que pueda o no enarbolar, es una historia de valores. Y de éstos precisamente no andamos sobrados.  

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