¿Qué es lo peor que se puede decir de una película? Probablemente, que al día siguiente ya se te haya olvidado. Amor en su punto (2013), el nuevo trabajo del matrimonio formado por la barcelonesa Teresa de Pelegrí y el londinense de origen árabe Dominic Harari, es un buen ejemplo de ello. Con todo, no es lo peor que se puede decir de esta coproducción entre Irlanda, España, Francia y Estados Unidos. La obra se encuadra dentro de ese grupo de comedias románticas con la gastronomía como telón de fondo, como Chocolat (Lasse Hallström, 2000), Bon Appetit (David Pinillos, 2010) o Deliciosa Martha (Sandra Nettelbeck, 2001), aunque se sitúa a años luz de todas éstas. Los directores -que escriben la historia junto al guionista irlandés Eugene O´Brien- cometen varios errores. El primero: la absoluta falta de química de su pareja central, formada por la espléndida Leonor Watling y un descafeinado Richard Coyle. El segundo: un guión rendido por completo al tópico. Escenas como la de la pelea en la cocina, por poner sólo un ejemplo, ya las hemos visto mil veces en producciones similares, por no hablar de la situación en la que ambos se conocen. Pero, sobre todo, si algo lastra esta producción es lo terriblemente aburrida que es, y eso a pesar de sus escasos 87 minutos; hora y media soporífera por lo mal cocinados que están los ingredientes.
La historia, ambientada en Dublín, pivota en torno a Oliver (Coyle) un prestigioso periodista gastronómico irlandés alérgico al compromiso y Bibiana (Watling), una española vegetariana amante del arte sin éxito en sus relaciones. Ambos se conocerán por casualidad, sin saber que el destino les tiene preparadas mil aventuras. Por encima de todos los errores que la película pueda tener, se agradece que los dos protagonistas disten mucho de la perfección, que sean personas reconocibles y cercanas, así como sus lecturas acerca de lo importante que es la economía en el plano doméstico o su crítica a la tendencia de tirar alimentos a la hora de cocinar, en contraste con los países necesitados. Elogiable también es como se explora -como mayor o menor profundidad- un concepto tan pocas veces tratado en el cine como el de las personas vegetarianas, a las que se intentan normalizar a pesar de que haya momentos en los que parezca que lo que se pretende sea reírse de ellas. Visualmente elegante, los directores saben sacar provecho de sus localizaciones y ruedan en escenarios atractivos que dan un toque british a la producción. Pero hasta aquí las benevolencias con un producto que huele a cartón piedra se mire por donde se mire y que demuestra que los directores podrán ser unos orfebres en materia de puesta en escena, pero no en mantener el interés por la historia, apagada e irregular.
Si bien tiene un comienzo prometedor, con algunas réplicas feroces y simpáticas -la escena en la que Oliver es abandonado por su nueva amante-, el conjunto empieza a desmoronarse a partir de la escena en la que los protagonistas se ven por primera vez: un cliché de proporciones dantescas. A excepción de algún gag pasable -el plano con la foto de la abuela-, Amor en su punto es un trabajo anodino, sin gracia. Sus pretendidos momentos álgidos, lejos de resultar originales, provocan una inevitable sensación de dèjá vu -los flashback de la infancia del protagonista, innecesarios por otro lado, o el estructurar el metraje en diferentes fases a tenor de las citas gastronómicas, recurso excesivamente trillado-, cuando no vergüenza ajena -la escena del estofado con leche y salchichas del padre del protagonista, altamente desagradable-. Inhabilitada a la hora de desarrollar sus conflictos emocionales, provoca que momentos que deberían resultar decisivos -como el trágico suceso final- nos termine dando exactamente igual. Sí, quizá sea «indiferencia» la palabra que mejor defina este mejunje sin sabor, a ratos grueso y mal cocinado. A ello se le suma lo desaprovechado que está un actor como Ginés García Millán, que, a pesar de su peso en los títulos de crédito, sólo cuenta con unos escasos segundos para lucirse.
En conclusión, una película que se queda a medio gas en sus objetivos que sólo gustará a los incondicionales de las comedias románticas; una obra a la que ni la frescura ni el buen hacer de la actriz y cantante madrileña Leonor Watling consigue salvar de la quema. Eso sí, por lo menos no intenta engañar a nadie: desde su tráiler ya sabemos qué tipo de producto nos vamos a encontrar. Sólo que los que guárdabamos alguna esperanza en detectar cierta chispa, algo de desparpajo y mala baba en su conjunto, nos quedamos con las ganas. Al final, lo más destacable de la película -y casi lo único- es su símil entre el amor y las palomitas: «El amor es como las palomitas, solemos tragar un puñado tras otro sin darnos casi cuenta, hasta que tocamos el fondo del cubo y nos preguntamos dónde han ido a parar las palomitas. Eso es el amor: nos damos cuenta que ha estaba allí cuando ya no queda».