El viaje de Bettie

Es El viaje de Bettie (Emmanuelle Bercot, 2013) un proyecto anómalo, alejado de los parámetros tradicionales, no ya tanto por su escasez de medios o porque la mayoría de sus actores son no profesionales, sino porque está diseñado única y exclusivamente para lucimiento de su actriz principal: la gran dama del cine francés Catherine Deneuve. Y no es que la que algunos llaman la diva gélida tenga nada que demostrar a estas alturas de una trayectoria que incluye a Truffaut, Buñuel o Polanski-, sólo que aquí se junta su omnipresencia en todas y cada una de sus escenas con algunos paralelismos que pueden establecer entre su personaje y su propia vida. Como si de un sentido homenaje a la intérprete se tratase, el tercer largometraje de su directora y también coguionista–el cuarto si contamos su fragmento en Los infieles (2012)- es el ejercicio de introspectiva al que se ve abocado una mujer al llegar a la madurez. Al igual que otras películas en las que las féminas, ancladas en la más atronadora rutina, se lanzan en busca de aventuras –como La mujer sin piano (Javier Rebollo, 2011) o Villa Amalia (Benoît Jacquot, 2009)-, El viaje de Bettie es una travesía llena de nostalgia, de alguien que ha llegado a una cierta edad con el equipaje lleno de vivencias y que, qué diablos, merece ser feliz.  

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Denueve encarna a Bettie, una mujer que tras el abandono de su amante y las dificultades económicas por las que atraviesa su restaurante, decide subir a su coche y poner carretera de por medio. Sin embargo, lo que se presentaba como un simple paseo se convierte en algo más profundo cuando en este trayecto Bettie comience a encontrarse con su pasado: desde su hija -con la que mantenía una tortuosa relación desde la muerte de su marido- hasta con su nieto -al que apenas conocía-, pasando por viejas amistades. Circunstancias, todas, que provocarán que la protagonista comience a ver el mundo desde otra perspectiva y aprenda una gran lección: que a veces, basta echar la vista atrás y reencontrarte con todo aquello que un día significó -y sigue significando- algo para ti para recobrar la ilusión por vivir, dejar de estar hastiada por una existencia que, tal y como pretende decirnos la película, no termina al entrar en la tercera edad. Bettie, en cuestión de segundos, no pasará sólo a ejercer de madre o abuela -facetas que creía desconocidas- sino a ejercer de dueña y señora de su propia vida.  

Además de aniquilar el prejuicio de que a partir de los 60 años todo está perdido y no hay espacio a las segundas oportunidades, El viaje de Bettie es un llamamiento a la esperanza, tal y como se va vislumbrando conforme se va acercando su desenlace. Al film se le notan sus buenas intenciones -a veces demasiado- y su máxima pretensión es hacer que el público salga con una sonrisa del cine, convencidos de que han visto una película bonita -así se explicaría esa comida final en medio de la Francia rural, auténtico balón de oxígeno y todo una reivindicación del carpe diem-. No entrará a los libros de historia, qué duda cabe, pero tiene algo que otras películas que sí entran no tienen: una Deneuve inmensa que soporta los primeros planos como pocas -sobre todo al principio- y constatar que ninguna actriz fuma tan bien como ella. Podríamos decir que es la versión femenina de nuestro Eduard Fernández, el actor que mejor consume cigarrillos del cine español. Además, y por si fuera poco, la obra también gana intensidad con las lágrimas que el objeto de estudio de la película -esa Bettie en proceso de transformación, de disección- derrama en el interior su antiguo Mercedes; lágrimas que conmueven porque sabemos que detrás de ellas está la historia de toda una mujer. De toda una vida. Y porque basta ver la angustia que le invade cuando pierde a su nieto en la gasolinera -un instante realmente conseguido-, para encariñarnos de ella. 

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Aunque no es tan visualmente apabullante como cabría esperar, que sus hechuras económicas son demasiado patentes y que su final es previsible, El viaje de Bettie sí es lo suficientemente entrañable para hacerla recomendable. Algún zoom mal utilizado y la imprecisión del guión en instantes puntuales no importan tanto cuando el resultado final nos ofrece de forma tan bella -y con grandes dosis de sentido del humor, como la escena con la que se cierra la obra a cargo del nieto de la protagonista, e hijo en la vida real de la directora- la regeneración de alguien en declive espiritual, el renacimiento de un ser humano que a su edad aún tiene mucho que ofrecer. Seleccionada para concurso en el Festival de Berlín, El viaje de Bettie es, en definitiva, la prueba empírica de que hasta del peor de los escenarios podemos extraer cosas buenas. 

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