Antes de que Martín Hache (Adolfo Aristarain, 1997) nos recordarse en esa imborrable conversación entre Federico Luppi y Juan Diego Botto que la patria es un invento y que cuando uno está fuera de su país no extraña a éste, sino a su barrio, José Luis Garci ofreció su particular visión al respecto en Volver a empezar (1982). El que fue el primer largometraje del cine español en conseguir un Oscar se inaugura con un tramo eminentemente contemplativo en el que observamos al aclamado escritor Antonio Miguel Albajara (Antonio Ferrandis) volver a su Gijón natal tras 40 años exiliado en Estados Unidos, donde ha cosechado una exitosa producción literaria y una excelente labor de docencia. El director madrileño suprime de los primeros minutos de su obra la palabra, convirtiendo a Volver a empezar en un onírico recorrido por los lugares que más marcaron al novelista en su juventud, a todo aquello que, ciertamente, no ha logrado olvidar en estas cuatro décadas. Desde el campo de fútbol en el que jugaba de forma profesional, hasta los rincones más especiales de la ciudad asturiana, pasando más adelante por el reencuentro con su amigo del alma y, muy especialmente, el nuevo contacto visual con la que fue su primer amor. Antonio Ferrandis no abre la boca, pero no hace falta: su honda mirada y sus significativos silencios transmiten más que si recitase una enciclopedia entera.
La llegada a la ciudad donde se crió supondrá para Antonio el torrente de emoción propio de quien ha pasado casi medio siglo alejado de lo que un día ayudó a configurar esa personalidad con la que se ido ganando la vida en la otra punta del mundo y que le ha ayudado, entre otras cosas, a conseguir el premio Nobel. En este 1981 en el que se desarrolla la historia muchas cosas han cambiado desde que Antonio dejó España, principalmente la instauración de una Democracia, pero la esencia de las calles, el aroma de sus gentes y el vínculo afectivo que un día le unió a las personas más significativas de su entorno apenas ha sufrido las magulladuras del tiempo ni de la distancia. Anclada a mucha honra en la emoción más contenida y brutal y filmada por alguien que confía en las virtudes pedagógicas del cine, Volver a empezar es una obra abierta en canal en la que cualquiera se puede sentir identificado, especialmente porque está recorrida de punta a punta por valores tan universales como la nostalgia y el recuerdo; es la crónica de alguien que se fue dejándolo todo atrás y que un día, de golpe y porrazo, tiene que lidiar con el reencuentro, verse arrastrado a los arrecifes de un amor que no admite segundas oportunidades. Es un viaje a lo más hondo del corazón, un volver a empezar de cero para poder terminar el resto de los días con la satisfacción de haber encarado lo que durante muchos años, quizá por miedo, quizá por cobardía o quizá porque no había más remedio, había permanecido en un segundo plano.
Película increíblemente adulta y de carrocería elegante y afilada -tan afilada que, en ocasiones, llega a doler-, Volver a empezar no arrancó con buen pie en España. A su tibia acogida en taquilla se unió el recelo con la que la abrazó la crítica, algo que cambió de forma radical con el Oscar, tras el cual la película volvió a estrenarse en las salas con gran éxito y los críticos empezaron a verla con otros ojos. Los académicos americanos tuvieron que decirle al pueblo español, principalmente aquellos que rezuman un odio visceral que no racional hacia el made in Spain, que Volver a empezar era una buena película. El tiempo parece haberles dado la razón: más de treinta años después de su estreno sigue siendo uno de los ejercicios que mejor reflejan la eternidad de la juventud –«En realidad sólo se envejece cuando no se ama», asegura Antonio en la más destacada línea de guión del film-, la melancolía y la volatilidad de la vida, ejemplifica con cotas de extrema sensibilidad en la conversación que mantiene el protagonista, coñac en mano, con su gran amigo, intentando hablar de trivialidades y aspectos menores para ocultar el verdadero drama de la situación.
Volver a empezar es una película que se le pone muy fácil a sus detractores: comparto que haya quien vea impostados ciertos diálogos del cineasta, coescritor de la cinta junto a Ángel Llorente, en los que se habla de algunos clásicos de la literatura o de la música sin venir muy a cuento; sin embargo, no veo esa tendencia hacia la sensiblería de la que todavía hoy se le sigue acusando. No si viene del socorrido, pero muy significativo Canon de Pachenbel, que no hace sino realzar los momentos de más intensidad dramática, protagonizados por unos actores que pocas veces habían estado mejor -ojo al secundario Agustín González, personaje que funciona como un balón de oxígeno en mitad de este periplo de un nivel de intensidad emocional tal capaz de dejar exhausto incluso al más insensible-. Con un desenlace de reminiscencias a Casablanca (Michael Curtiz, 1942), seguida de un prólogo que termina de redondear una obra (casi) perfecta, Volver a empezar es un viaje a lo más hondo del corazón; una especie de cruzada para (re)encontrarse con todo aquello por lo que un día habríamos dado hasta la vida.