Zipi y Zape y el club de la canica

A lo largo de su historia, la adaptación del cómic en España ha estado, en líneas generales, más cerca del éxito –La gran aventura de Mortadelo y Filemón (Javier Fesser, 2003), Arrugas (Ignacio Ferreras, 2011)- que del descalabro – Capitán Trueno y el Santo Grial (Antonio Hernández, 2011)-.  Zipi y Zape y el club de la canica (Óskar Santos, 2013) viene a sumarse al primer grupo, aquel en el que por encima del mayor o menor grado de fidelidad del material adaptado, la película termina por hacerse recomendable. Pues bien: este es la cinta que me hubiese gustado ver siendo un niño. Y he de decir que por aquel entonces era un cinéfilo bastante exigente: no todo bastaba para entretenerme. Al contrario de lo que la gente cree, el público infantil es un sector difícil de saciar y que una película termine por cumplir sus expectativas es un reto al que las productoras se enfrentan cada vez con mayor ambición. A este colectivo está dirigida especialmente la nueva adaptación a pantalla grande de los personajes que Luis Escobar creó en los años 40 para la Editorial Bruguera. Y digo nueva porque en 1982 ya tuvo lugar la primera película en carne y hueso de este par de traviesos hermanos en la más caricaturesca que otra cosa Las aventuras de Zipi y Zape (Enrique Guevara).

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Esta visión actualizada y moderna de Zipi y Zape se desarrolla en el internado Esperanza, donde ambos hermanos son trasladados, se supone, por su mal comportamiento. Una vez instalados allí se tendrán que enfrentar a la regla que rige el lugar: la prohibición de cualquier clase de juego. Resignados, ambos crearán una pandilla llamada «el club de la canica» con la que, al tiempo que intentan vengarse de los tiranos que capitanean el malvado lugar, se verán involucrados en el fascinante secreto que ocultan sus pasadizos; todo poniendo a prueba valores como la amistad, la fidelidad, el inconformismo o la unión. Uno de sus grandes aciertos es su apartado de casting, tanto por sus dos protagonistas -estupendos ambos- como por el resto de niños -atención especial a Claudia Vega- y los adultos, sobre todo Javier Gutiérrez en su papel de malo malísimo. En la narración de estas aventuras Santos apuesta por la vía del entretenimiento familiar, algo para lo que aquí resultan imprescindibles los efectos especiales -puestos al servicio de la historia, por fin- y, como bien refleja el hecho de estar rodada en su mayor parte en Budapest (Hundría), una titánica labor de producción. Esto es algo que queda bien claro desde el principio, con esa llegada de los protagonistas a ese majestuoso internado -memorable estampa-, y se va confirmando con ese derroche de pasadizos secretos, sinfín de enigmas y la grata ración de humor de la que puede presumir esta versión libre -muy libre- de la tira cómica de Escobar.

De hecho, el gran handicap al que se ha tenido que enfrentar la película es precisamente la libertad absoluta con la que el cineasta vasco ha encarado esta aventura, hasta el punto que los seguidores de las historietas pueden quedar defraudados. Lo único que se comparte con su material de partida es el nombre de sus personajes, su espíritu de rebeldía y el uniforme escolar: ni rastro de don Pantunflo Zapatilla, Doña Jaimita o del maestro don Minervo. Un rasgo discutible pero que, visto el resultado final, tampoco excesivamente reprochable. Con todo y con eso, Zipi y Zape y el club de la canica es un trabajo de precisión aritmética: todas las aventuras a las que se ven abocados sus personajes están predestinadas a una resolución magistral, moraleja incluida. Es aquí donde el despliegue de efectos se hace aún mayor y la película se vuelve incluso emocionante, en parte gracias a la grandilocuente banda sonora de Fernando Velázquez; el compositor no defrauda una vez más y ofrece una partitura a la altura de sus mejores trabajos. 

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El segundo largo de la irregular El mal ajeno (2010) peca de convencional, previsible, algún capítulo algo farragoso y tampoco innova en su repertorio de roles -la chica guapa, el empollón, el gordito-, sí, pero está trenzada de forma honesta, trufada de jugosas referencias –Los Goonies (Richard Donner, 1985), Matilda (Danny de Vito, 1996)-, poseída de buenas intenciones y tiene, además, un recorrido narrativo capaz de seducir tanto a pequeños como a mayores. Una fuerte apuesta en medio de la delicada situación del cine actual que cosechó buenos elogios en su estreno en el Festival de Toronto y también en su proyección en San Sebastián, a la que es patente sus ganas de devorar la taquilla. No será porque no lo merezca. 

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