Conviene decirlo de entrada: La soledad (Jaime Rosales, 2007) es una de esas películas que se aman o se odian. Retrato intimista de un grupo de mujeres no confeccionado para todos los paladares, en esta segunda película del director catalán se vuelven a congregar muchas de las constantes de su primer largometraje, Las horas del día (2004), ganadora del Premio de la Crítica internacional y por la que, después de una carrera como cortometrajista de éxito, empezó a tener relevancia a nivel internacional. En primer lugar, La Soledad nace con una clara intención: alejarse lo máximo posible de la manipulacíon emocional. Tal y como sucedía en su opera prima, el director omite cualquier inclusión musical, depositando toda la fuerza expresiva en sus actores. Son ellos los que, extirpando cualquier atisbo de sobreactuación y siempre a través de la improvisación y haciendo gala de una desbordante naturalidad, conectan con un público que ve en ellos un espejo de la realidad. En segundo lugar, en La Soledad, Rosales vuelve a poner de manifiesto su gusto por el tempo sosegado y por la pantalla partida, que llega a ocupar casi la mitad del metraje; una polivisión que, lejos de ser circunstancial, ayuda a este flechazo emocional con la historia al mostrarnos dos situaciones diferentes -y tan parecidas- al mismo tiempo.
La soledad gira en torno a dos mujeres: Adela (Sonia Almarcha), madre soltera que acaba de intenta acostumbrarse a su nueva vida urbana en Madrid con su hijo de un año y cuya vida dará un vuelco radical al sufrir un atentado terrorista, y Antonia (Petra Martínez), propietaria de un pequeño establecimiento en su barrio que deberá lidiar con sus tres hijas: Inés, Nieves y Helena. A través de estos dos personajes la película aprovecha para hablar del amor, la incomunicación o el paso del tiempo y retrata varios problemas familiares y generacionales -la conversación en el autobús sobre los tatuajes entre madre e hija, bastante significativa en este aspecto-. Pero, si hay un tema que destaca por encima de cualquier otro, es la fragilidad de la vida humana, ejemplificada en el personaje de Adela. Ella es la que padece el gran plot point de la película a eso de la mitad de metraje por el cual Rosales no sólo pone de manifiesto la volatilidad de la vida, sino su propia delicadeza como creador al evitar recrearse en la tragedia. Merece la pena destacar la escena de Adela desnuda, frente al espejo, después de haber vivido en primera persona la barbarie terrorista, todo un ejemplo de sobriedad y buen gusto; una escena donde también se pone de relieve la verdadera soledad sobre la que habla la película, que no es otra que la existencial. No tiene nada que ver con estar rodeados o no de gente, sino del vacío interior, de ese hueco que nada ni nadie puede llenar; de esa soledad que te queda cuando te extirpan lo que ni siquiera una vez te pudiste plantear.
Desde el principio queda claro que La soledad es un proyecto arriesgado debido al personalísimo estilo narrativo y visual de su autor: a la pantalla dividida se suma el dividir la narración en una serie de capítulos -como si de una novela se tratara, algo a lo que el novelista Enric rufas, coautor del guión, parece tener algo que ver-, su fascinación por el fuera de campo, la escasez de movimientos de cámara o unos encuadres tan atípicos como conseguidos, siempre en búsqueda constante de la belleza. Recursos que pueden exasperar a parte del público, pero que conectará con aquellos que se dejen embaucar por una historia a la que no le avergüenza sostener durante varios minutos el mismo tiro de cámara si, con ello, el resultado va a rezumar mayor espesor dramático de las escenas y el público va a sentir lo que le están contando como si fuese real, no una ficción. No obstante, aunque estoy a favor de esta polivisión tan inusual en el cine -y, en la mayoría de ocasiones, mal empleada-, y que aquí queda más que justificada en la mayoría de escenas, en otras, sin embargo, queda algo impostada. Me refiero a las conversaciones cara a cara, a esos instantes en que la técnica plano-contraplano o un simple plano general hubiesen sido más que suficientes para conseguir, en mi modesta opinión, el mismo efecto. También hay alguna escena que dura más que lo necesario que parecen atender más a la trascendencia poética de su autor que en seguir indagando en sus personajes, lo que de corregirse se hubiese reducido el tiempo de una película que -innecesariamente- traspasa las dos horas de duración.
La película se hizo digna ganadora de 3 Premios Goya en 2007: Mejor Película, Director y Actor Revelación para José Luis Torrijo. Un ejemplo en la antítesis del cine de consumo que a veces peca de inmovilista, otra de excesiva frialdad, pero que por encima de todo destacan una serie de actores, pocos conocidos en su mayoría, capaces de dejar con la boca abierta. Un trabajo más que digno del que, por encima de todo, es un artero y primitivo creador de emociones.