El cine español entró por la puerta grande al nuevo milenio gracias a El Bola (Achero Mañas, 2000), película que supuso un doble descubrimiento: por un lado, el de un director que salió victorioso de retratar un tema tan espinoso como el maltrato infantil en su ópera prima; por otro, el de su actor protagonista, un joven Juan José Ballesta que automáticamente quedó consagrado como uno de los talentos más indiscutibles de nuestra industria, escogido de un casting de 1.600 niños. Deudora de Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998) en cuanto a ambientación y puesta en escena, la acción de esta costumbrista película nos sitúa en el distrito de Carabanchel, donde Pablo (Ballesta), un chaval de 12 años al que todos apodan El Bola por llevar consigo una bola de acero como amuleto de la suerte, vive con su familia. Todo parece marchar bien hasta que se descubre que el aparentemente modélico seno familiar lo capitanea un padre autoritario y maltratador con el pequeño, a quien provoca secuelas físicas y psíquicas. Avergonzado y amordazado entre estas cuatro paredes, Pablo se verá abocado a llevar una vida paralela, inventándose fuera del hogar mil excusas con las que justificar esos golpes que han ido sepultando la inocencia propia de la niñez.
Ejercicio social de primer nivel, de esta nada complaciente crónica del maltrato pueden desprenderse jugosas lecturas: en primer lugar, lo bien reflejado que la película presenta la doble personalidad de la figura del padre, atento y formal de puertas para afuera, ogro y dictatorial de puertas para adentro. A pesar de que no penetra lo suficiente en las raíces de este personaje que conforma esa generación contaminada, en las ideas y en las formas, por el franquismo, El bola pone de relieve la máxima de que nunca hay que fiarse de las apariencias. Termina de atestiguar este hecho el rol del progenitor del mejor amigo de Pablo, alguien a quien los prejuicios de la sociedad llevan a catalogar de «gentuza» por su afición a los tatuajes y a su aspecto más informal, que termina convertido no sólo en la constatación por parte del protagonista de que otra realidad familiar es posible, sino en el refugio que necesita; un refugio que sus compañeros de clase o sus propios vecinos -conscientes de las palizas- le han negado sistemáticamente, convirtiéndose en cómplices de tremenda injusticia. La película es clara en este aspecto: quien omite de auxilio es tan monstruoso como el que propina los puñetazos. Claros ejemplos, todos, de la gran miga conceptual de una película armada hasta los dientes de denuncia social, de espejo de la realidad.
Haciendo gala de un geométrico diseño de sus personajes, una correcta realización y ciertas fugas al terror, El Bola involucra hasta tal punto al espectador en la historia que le provoca toda la rabia e indignación posibles. Cómo olvidar escenas tan conseguidas como la de la paliza de pasado el ecuador de la película o aquellas en las que Pablo miente a su mejor amigo cuando éste le pregunta cómo se ha hecho los moratones de su cuerpo con el único fin de que no descubra el infierno que vive en casa. Sin embargo, por las rendijas de El Bola se cuela la esperanza al ofrecer un emocionante retrato de la amistad, enseñándonos que los amigos están en lo bueno -la secuencia, ya antológica, en el parque de atracciones- y en lo malo, personificación de ese balón de oxígeno imprescindible para escapar de la realidad. Personalmente, considero que la película debería ser de visionado obligatorio en los colegios, para así ayudar a concienciar a la población desde bien pequeños de una lacra que, en cierta medida, sigue siendo un tema tabú.
En definitiva, El Bola supuso el estimulante debut en la dirección de un Achero Mañas, quien más tarde volvería a dar muestras de su talento en las igualmente recomendables Noviembre (2003) y Todo lo que tú quieras (2010). Ganadora del Mejor Guión en el Festival de Sundance y de 4 Goyas -Mejor Película y Guión Original incluidos-, El Bola es una subyugante y comprometido documento cinematográfico que demostró que se puede abordar un tema delicado de forma franca, sin maniqueísmos y altas dosis de sensibilidad. Una subyugante película para quien tenga, simple y llanamente, corazón.