El puente sobre el río Kwai

A pesar de ambientarse en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y de ilustrar como pocas los entresijos de la contienda, El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957) no es una película bélica como tal -de hecho, las escenas de combates propiamente dichas son prácticamente inexistentes-, sino, más bien, un trabajo más empeñado en subrayar su carácter épico, la dimensión moral de sus personajes, que en mostrar los estragos del conflicto armado. Con épico no me refiero sólo a su formidable puesta en escena, sus 167 minutos de duración o ese final que supuso uno de los puntos de inflexión más relevantes en la historia de los efectos especiales -al estar rodado a escala real, sin maquetas-, sino por el apabullante retrato psicológico que esta obra ganadora de 7 Oscar, Película y Director incluido, ofrece de sus dos protagonistas. Estos dos seres sumidos en la más cruenta batalla moral y psicológica son el apático comandante japonés Saito (Sessue Hayakawa), y el moldeable coronel Nicholson (Alec Guiness), dos hombres aparentemente opuestos pero que se van revelando como dos personas (casi) homólogas, gracias al don del director por perpetrar en su psicología. 

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Libre adaptación cinematográfica de la novela del francés Pierre Boulle, la película narra una historia inspirada en hechos reales: cómo los japoneses sometieron, entre 1942 y 1943 en Birmania, a prisioneros de guerra de diferentes personalidades con el fin de hacerles construir un puente; una infraestructura que permitiese la puesta en marcha de una línea férrea que uniese dicho país con Tailandia. Aunque se permite ciertas licencias históricas -como su final, alterado también de la novela original, una de las razones por la que Boulle renegó del film-, la película refleja cómo los esclavos trabajaron durante meses a pleno sol, en condiciones de vida infrahumanas. Se calcula que, en la vida real, 100.000 personas murieron durante las obras. La película, quizá por sus ramalazos patrióticos, se centra fundamentalmente en los soldados británicos, y en cómo son ellos mismos los encargados de construir y diseñar el puente, bajo las tiránicas órdenes de Saito. Lo curioso es como Nicholson, capitán del ejército inglés, va mutando su personalidad:  del afán desmesurado con el que trata de motivar a sus trotas, pasa a convertirse en la viva imagen del egocentrismo, en víctima de su propio y atrofiado sentido del honor. Inquieta ver la forma en la que su carácter obsesivo y sus delirios de grandeza le llevan a perder la perspectiva, todo rastro de racionalidad, dejando relegado la Convención de Ginebra en la que en un principio recurría para impedir la realización de duros trabajos físicos por parte de sus hombres. No terminará, pues, diferenciándose mucho del que, a priori, era el verdadero autócrata de la función: Saito, al que termina superando en crueldad y locura. La forma que tiene Lean de enfrentar a sus dos tercos y obstinados roles principales, sujetos a los devenir más insospechados, es algo que, por otra parte, no hubiese sido posible sin dos actores que dotan de cuerpo y matices a sus personajes.

Llama la atención cómo una película de estas dimensiones -en la que, sólo para la construcción del puente real se invirtieron más de seis meses de trabajo, que quedó reducido a reinas con su explosión final, segundos de puro exhibicionismo y regocijo audiovisual-, aparece narrada con inquietante placidez. Lean demuestra tener absolutamente controlado un proyecto maniobrado con sutiles movimientos de cámara, una admirable predilección por el plano fijo y un sentido reposado. A pesar de sus arritmias narrativas, este director propenso a las superproducciones -tal y y como evidencian posteriores trabajos como Lawrence de Arabia (1962) o Doctor Zhivago (1965)-, alumbró un estimulante trabajo de duro rodaje dadas las altas temperaturas y su abrumadora escenas en exteriores, muchas sujetas a cambios atmosféricos. Lo que más ha trascendido en el tiempo sobre El puente sobre el río Kwai, aparte de cómo el Oscar al mejor guión adaptado fue destinado al autor de la novela original y no a los dos autores del libreto, incluidos en la lista negra del senador McCarthy por comunistas -error que la Academia reparó en 1985 otorgándoles un premio póstumo- es por la mítica Marcha del Coronel Bogey, melodía militar británica que los soldados respaldados por Nicholson silbaban al desfilar.

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Una obra no exenta de críticas, ya no sólo del propio novelista, sino de sectores que la tacharon de propagandística o de cómo el director no tuvo reparos en dinamitar un puente en un país tercermundista como Sri Lanka. Razones, todas, que carecen de fundamento: la primera porque, al fin y al cabo, estamos ante una ficción; la segunda, porque si algo demuestra El puente sobre el río Kwai, a pesar del ejemplo de la eficiencia británica o de la ridiculez a la que somete a los japoneses, es que en una guerra no hay bando ganador ni perdedor: todos pierden-; y la tercera, no hay más que esgrimir que para la elaboración de este desenlace típicamente hollywoodiense, se dio trabajo a centenares de hombres durante meses, por no hablar de cómo ayudó a Lean a perpetuar su condición de director de grandes proyectos y encarar próximos proyectos. Uno de los máximos paradigmas de cine-espectáculo potenciado por su fotografia en glorioso Cinemascope que, aunque sólo sea porque goleó a las mismísimas Testigo de Cargo (Billy Wilder, 1957) y 12 hombres de piedad (Sidney Lumet, 1957) en la ceremonia de los Oscar, conviene revisar al menos una vez en la vida. 

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