La violetera

Tras adquirir una gran fama al otro lado del Atlántico, la que fue la primera española en triunfar en Hollywood regresó a su España natal donde siguió cimentando su fama gracias a películas tan recordadas como El último cuplé (Juan de Orduña, 1957) o La violetera (Luis César Amadori, 1958). En este último trabajo, María Antonia Abad -más conocida como Sara Montiel-, se puso en manos de uno de los directores más populares de la época y que posteriormente trabajaría con artistas como Rocío Dúrcal (Acompáñame -1966-; Más bonita que ninguna -1965-) o la joven promesa Pablito Calvo (Alerta en el cielo -1961). Al tratarse de uno de los pesos pesados del star-system mundial, la mayoría de producciones que encabezó Sara Montiel tras su andadura americana, fueron melodramas musicales que vivieron una etapa gloriosa en la década de los 50 y los 60 en nuestro país. No así, la película también tuvo gran repercusión internacional, sobre todo en Europa y América Latina. A estas producciones muchos le reprochan el mostrarse más preocupados en ser un vehículo de lucimiento para sus actrices principales que en lugar de preocuparse por la calidad artística del conjunto. La violetera, en este sentido, es una sucesión de actuaciones musicales, insertadas en medio de un guión torpe, que dejó constancia del inmenso talante de la que se convirtió, gracias a esta película, en la artista mejor pagada del mundo.

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Es preferible, por tanto, no tomarse muy en serio el argumento de La violetera – una historia de amor ambientada en el Madrid de 1900 entre una joven pizpireta que sueña con ser artista y un atractivo aristócrata-. Sin embargo, conviene situarse en la época en la que fue rodada para entender las claves de su éxito en taquilla y el truco para que, más de medio siglo después de su estreno, siga siendo una obra que conecta de forma tan directa con varias generaciones de espectadores. Más allá de su notoria escasez de medios -ejemplificada en escenas como la del Titanic o su actuación en el London Palace Music Hall– o el tufo machista que desprende, La violetera ha pasado a la historia por haber sabido, en cierta medida, desafiar y distanciarse de un régimen que ahogaba cualquier expresión de talento. Los escotes que durante todo el film luce la cupletista, obra de un exquisito y sensual diseño de vestuario, así como su peculiar forma de cantar, tan sensual como elegante, constituyen un grito de libertad en medio de una época oscura, donde ser artista -mucho más internacional- estaba al alcance de muy pocos. Aunque sólo sea por las ínfulas de libertad que desprendía el inmenso carisma y la infinita telegenia de la Montiel, animal bello donde las haya, conviene revisar de cuando en cuando esta obra. Y, de paso, juzgar si cualquier tiempo pasado fue mejor.

La selección de canciones, entre las que destacan «Es mi hombre», «El polichinela», «Mimosa», «Rosa de Madrid» o, por supuesto, «La violetera», forman parte de la cultura popular española gracias a su contagiosa alegría, desbordante optimismo y pegadizos estribillos, como también han pasado a formar parte del imaginario colectivo escenas tan emblemáticas e iconográficas como el instante en el que Soledad (Montiel) arroja violetas desde el escenario del teatro o cuando insiste a los viandantes en que le compren una flor. El director argentino, que repetiría con la actriz en Mi último tango (1960) o Pecado de amor (1961), sabedor de la fama internacional de la actriz, quiso dotar de aire internacional la producción, escogiendo al galán italiano Raf Vallone como protagonista. Sin embargo, su frialdad ante la gran pantalla y la inexistente química con la diva, un tributo al erotismo en sí misma, ligados a una dirección descuidada, se convierten en lastres insalvables para hacer creíble esta relación sentimental. 

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Uno de los grandes clásicos de nuestra filmografía, la película fue un extraordinario éxito en taquilla en su época e, incluso después de la muerte de la actriz, es, junto con «El último cuplé», su película más mítica. Por eso, no es de extrañar que fuesen las dos obras que acompañaron  al cortejo fúnebre de la artista a su paso por Madrid, una ciudad muy presente en ambas producciones. Si el cine se mide por su capacidad de permanecer inalterable del paso del tiempo, de ganarse las simpatías del gran público, por la capacidad de llenar butacas o por no ser más, en el fondo, que la crónica de una época, no hay duda: «La violetera» es cine en estado puro. 

Conviene quedarse, eso sí, con el formidable repertorio de canciones

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