La teta y la luna

El cine no es cosa de cobardes. Esta máxima, una de las tantas que cumplió a rajatabla Bigas Luna y que le llevarían a ocupar una página dorada en la Historia del cine español, es especialmente patente en La teta y la luna (1994), película que cierra su popular trilogía ibérica tras Jamón Jamón (1992) y Huevos de Oro (1993). Luna culmina su retrato de esa España castiza, dotada de olores, sabores, texturas, pasiones prohibidas y de, en definitiva, ese halo tan único como costumbrista que siempre le interesó y que pocos como él sabían plasmar en la gran pantalla. Con el reconocimiento internacional a sus pies -tras triunfar en Festivales tan prestigiosos como el de Venecia o el de San Sebastián- Luna se sentía más aguerrido y seguro que nunca para llevar adelante el que calificó como un proyecto «absolutamente autobiográfico», más experimental; una coproducción entre España y Francia en la que volvió a quedar patente el carácter singular e interdisciplinario de un autor situado en las antípodas de lo políticamente correcto, de cualquier rastro de convencionalismo o autocensura.  

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El espectáculo no puede ser más insólito, a veces bordeando lo esperpéntico: Tete, un niño de nueve años (Biel Durán) que vive obsesionado por los pechos femeninos; una estrella de varieté de senos descomunales (Mathilda May) que tiene como marido a un hombre que le acompaña en sus actuaciones prendiendo fuego a través de sus ventosidades anales y, como amante, un apuesto adolescente que canta flamenco (Miguel Poveda). Un argumento, salta a la vista, grotesco, pero firmado por un director despojado de tabúes que creía firmemente en lo que estaba contando. Algunos hallarán el vacío más absoluto en el argumento y otros, en cambio, lo verán todo: la absoluta indagación en el mundo del sexo a través de la mirada, virgen y pulcra, de un niño; el supremo homenaje a los -recurrentes en el cine de Luna- atributos de la femineidad, que quedan patentes -casi- como la fuente de la vida, de la génesis del ser humano; la fragilidad, la ilusión y los anhelos incomprendidos de un niño por parte de un entorno incorregible, al que todavía le avergüenza llamar a las cosas por su nombre, cómplices de utilizar los eufemismos más rebuscados con tal de no explicar la realidad. 

Película tan amada como denostada como su propio autor, La teta y la luna irritará al público clasista, puritano, aquél que emplea una doble vara de medir para valorar el desnudo femenino -elogiable si es en el arte pictórico, abucheable si es en cine-, que la catalogarán como un sinsentido de principio a fin, un show morboso y casi una tomadura de pelo al espectador. Por el contrario, la celebrará el espectador libre, desprejuiciado, aquel tipo de público, en definitiva, al que este hombre de carácter  visionario de nombre Bigas Luna siempre ha invocado. El resto le daba simple y llanamente igual. A lo largo del metraje, el catalán recurre a ese simbolismo que se convirtió en parte esencial de su lenguaje cinematográfico -la escena de los flanes, la de la barra de pan, el propio nombre del protagonista…- al tiempo que va sumergiendo al personal en una experiencia extraña, sí, pero altamente estimulante. Un film adulto, guiado a través de la excelente voz en off del protagonista, del que se desgranan escenas tan potentes -y no exentas de polémica- como las de los diferentes amamantamientos. Instantes que demuestran que se puede conjugar un cine pasional, bizarro, e inteligente al mismo tiempo. Si a esto se le suma esa Les most de l´amour de Edith Piaf,  su evocadora melodía principal que no hace sino engrandecer y dotar de sentimiento la película y una fotografía del maestro José Luis Alcaine que firma los que quizá sean sus mejores atardeceres, el resultado final traspasa lo satisfactorio. 

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La que según el crítico de cine italino Morando Morandini fue la primera película de la historia, a excepción de las pornográficas, en incluir la palabra teta en su título, no es, ni de lejos, una obra maestra. Es más, en algunos de sus pasajes dudo que hasta sea una buena película, por mucho que fuese galardonada con la Ossella de Oro al Mejor Guión en la Mostra de Venecia. Pero tiene algo ante lo que no puedo evitar rendirme, más allá de que se tome increíblemente en serio a sus personajes: un poso artístico innegable, un grito de rebeldía incontrolable, un espíritu inconformista de los que cada vez menos autores pueden -o son capaces- de presumir. Bigas Luna tenía algo que se está perdiendo: identidad propia. 

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