Desde Como agua para el chocolate (Alfonso Arau, 1992) hasta Chocolat (Lasse Hallström, 2000) pasando por 18 comidas (Jorge Coira, 2010) o Bon Appétit (David Pinillos, 2010). No cabe duda que el terreno gastronómico ha servido de fuente de inspiración a numerosos directores que han conjugado, con mayor o menor tino, dos artes tan fascinantes como cocina y cine. Deliciosa Martha (Sandra Nettelbeck, 2000) forma parte de esta lista, en la que sobresale gracias a su férrea personalidad y por saber mantener el tono elegante y sofisticado de principio a fin. Sin llegar a ser una gran película, y a pesar de presentar serias carencias, esta historia acerca de una reputada chef (Martina Gedeck) que, de golpe y porrazo, deba hacerse cargo de su sobrina después de que su hermana fallezca en un accidente de coche, demuestra saber distanciarse del envoltorio de típica comedia romántica bajo el que se nos ha presentado. Paradigma de hasta qué punto el ser humano debe reponerse con lucidez a los (arbitrarios) caprichos del destino, Deliciosa Martha se adentra en el proceso de evolución interior de la protagonista. A ello contribuye, además de la llegada de su sobrina, su compañero de trabajo italiano (Sergio Castellito); personajes que harán tambalear su hasta ahora monótona existencia, descubrir que hay vida más allá.
Al igual que esos platos sobre los que se intercalan los títulos de crédito -y en los que la película se recrea, no sólo en sus primeros minutos, sino a lo largo de todo el metraje-, Deliciosa Martha entra por los ojos gracias a su buena presentación. Exquisitamente rodada, el film derrocha estilo y delicadeza. Esto es, junto con el proceso de ¿maduración? del rol femenino principal -que pensaba que lo tenía todo en la vida cuando quizás no tenía nada- lo más destacable de una película en la que también brilla el evocador tema principal de su banda sonora, en la que un instrumento tan poco empleado en cine como el saxofón -obra de Jan Garbarek-, demuestra seguir siendo único a la hora de evocar, de aportar relieve a unas imágenes, de por sí, lo suficientemente complejas. La banda sonora, en efecto, comulga perfectamente con el espíritu reposado, delicado del film. Pero mucho me temo que ahí acaban las virtudes de una película que, entre otras cosas, adolece de una alarmante falta de ritmo Si a ello le sumamos el no imprimir la función del nervio dramático lo suficientemente atractivo para el espectador -por mucho que lo que nos estén contando tenga un trasfondo demoledor-, el resultado queda cerca de ser insalvable.
Es una lástima que Nettelbeck, no explote más los conflictos que van sucediéndose -y, de paso, que no pueda evitar caer en tópicos del tipo: «Tú no eres mi madre y nunca lo seras»-, y se muestre obcecada en mantener esa atmósfera fría, por momentos incluso metafísica, que lleva al espectador casi a pensar que lo que acontece en la película, más que terrenal, discurre en un mundo imaginario, espiritual. Quizá, su verdadero problema de fondo es que nunca estan lo suficientemente marcados sus puntos de inflexión o plot points -la llegada de la sobrina a la vida de Martha, la irrupción de su padre biológico…-, lo que va estrechamente ligado al hecho de que nos enternezcamos con lo que nos están contando. Este hecho se acentúa con la imposibilidad de conectar con el personaje central, tan inexpresivo -su reacción al ver al padre biológico de su sobrina es para enmarcar – como carente de la más mínima garra. Todo este conjunto dificulta cualquier rastro de empatia o calidez con un relato que podía haber dado mucho más juego.
La película fue un éxito internacional, se paseó por festivales de medio mundo e, incluso, tuvo un remake americano –Sin Reservas (Scott Hicks, 2007-. Con todo, a pesar de sus múltiples carencias, la alemana Deliciosa Martha es una película por momentos disfrutable -la escena de la venda en los ojos está realmente conseguida, la actuación de la jovencísima Maxime Foerste es intachable y el final es un (necesario) alegato en toda regla a favor de la integración, un llamamiento a la cordialidad-, pero su naturaleza sumamente etérea, tan incomprensiblemente abstracta, impiden la emoción. Y eso es imperdonable.