En 1994, el estreno de El Dirigible (Pablo Dotta, 1994) marcó un antes y un después dentro de una de las cinematografías, incluso a día de hoy, más desconocidas para el gran público como la uruguaya: dicha pieza no sólo evidenció que el país latinoamericano podía ofrecer ficción de calidad -siempre que se contase con los recursos económicos suficientes; el talento lo tenían (y tienen) de sobra-, sino que pasaron a jugar en primera división. Quince años después de esta historia acerca de una francesa que se traslada a Montevideo con tal de seguir los pasos del mítico escritor Juan Carlos Onetti, y tras ir haciéndose cada vez más visible en el circuito de festivales de cine internacionales gracias a piezas tan destacables como Whisky (Juan Pablo Rebella & Pablo Stoll, 2004) o El baño del Papa (César Charlone & Enrique Fernández, 2007), esa pequeña (gran) fábula moral de nombre Mal día para pescar (Álvaro Brechner, 2009) marcó otro pequeño hito en la industria de un país que volvió a demostrar que aún tenía mucho que ofrecer; y lo hizo a través de la adaptación del cuento Jacob y el otro, del propio Onetti, uno de los grandes literatos modernos, maestro en materia de introspección psicológica y existencialismo.
Estrenado en el festival de Cannes en 2009, esta nada complaciente pero, a la vez, amable opera prima-al que al director pone a girar en torno a la misma angustia, soledad y desesperanza que definen a la novela original- desgrana la historia de El Príncipe Orsini (Gary Piquer), un mánager con métodos de dudosa legalidad, y su representado Jacob van Oppen (Jouko Ahola), un otrora campeón del mundo en lucha libre que ahora debe ganarse la vida de muy distinta manera. La historia comienza cuando Orsini, tras su recorrido por numerosos pueblos de mala muerte con la promesa de entregar mil dólares a quien consiga derrotar a Jacob en un ring de boxeo, se instala en Santa María en plena temporada de pesca -de ahí el título del film-. Sostenida por unos actores soberbios, que demuestran manejar tan bien el inglés como el propio arte interpretativo, Mal día para pescar se disfraza de comedia amarga, de humor negro y cotidianidad, para encerrar un poderoso drama edificado en ese poderoso, enérgico, retrato de la picaresca, la corrupción y, en última instancia, la redención. Razones, todas ellas, que junto a aspectos como estos forasteros -sin remordimientos- que se instalan en un lugar inhabitado, el perenne trasfondo de la muerte en el relato, el calor que se respira en las escenas de exteriores, el cierto aroma quijotesco o el propio combate final, podemos considerar a este genuino ejercicio del cine uruguayo como un western moderno. ¿El villano? Quizá no sea otro que ellos mismos.
Las oníricas estampas naturales con las que abre Mal día para pescar -un muelle desolado, sin rastro de presencia humana; unas barcas amarradas, sólo mecidas por las olas- constituyen una auténtica declaración de intenciones de un relato que nunca deja de guardar en sus entrañas aspectos como la mirada retrospectiva, la contemplación y, por consiguiente, la nostalgia. Una gran carta de presentación, tanto de los personajes como de la historia en sí, que se prolongará durante los diez minutos siguientes; unos minutos que se erigen, además del tramo más compacto de la película, como una de las lecciones de cine más brillantes del cine latino. A ello contribuyen la gran labor de montaje y la notable banda sonora de Mikel Salas que logra, a través de su gran poder de evocación, cumplir con el cometido de dibujar esa atmósfera tan decadente como el propio alma de sus desorientados, perdidos roles principales. En este sentido, no es circunstancial que el antihéroe Orsini haga su primera aparición a bordo de un autobús o que, durante la propia historia, se sitúe a bordo de infinidad de medios de transporte, metáfora directa de un personaje que, en sus idas y venidas, ansía encontrar el verdadero sentido de la vida.
El debutante -y curtido en España- Brechner firma una obra real como la vida misma, y lo hace con aplomo, concisión, valentía y con una ambición, ejemplificada principalmente en su sobresaliente factura técnica, que volvió a situar a la intermitente industria cinematográfica uruguaya en primera división. Mal día para pescar tuvo una repercusión y una presencia internacional casi insólita -concursó en más de 60 festivales internacionales, ganando, entre otros, la Mejor Dirección Artística en el de Gijón, bastante merecido. Más profunda de lo que parece a simple vista, estamos, en definitiva, ante una obra de extraordinaria lucidez que deja muy buen sabor de boca y sobre la que conviene arañar. Una y otra vez.
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