Años después de la muerte del director sueco por antonomasia, Ingmar Bergman, el cine nórdico está más de moda que nunca; y lo está gracias a su personalísimo universo y la singular entidad de la mayoría de sus producciones. La espléndida Headhunters (Morten Tyldum, 2011) viene a sumarse a esa liga de grandes películas que, de cuando en cuando, nos llegan del norte de Europa, como En un mundo mejor (Susanne Bier, 2010), Siempre feliz (Anne Sewitsky, 2010) y, sobre todo, la que es en muy buena medida la responsable de esta especie de revitalización del cine nórdico noir en la última década: el fenómeno interplanetario de la trilogía Millenium, adaptación de los best sellers de Steig Larsson. Headhunters, el tercero de los largometrajes de un director consagrado con este genuino ejercicio de suspense, se erige como un notorio ejemplo de thriller europeo de calidad. Basado en la novela homónima del sueco Jo Nesbo, uno de los máximos referentes de novela negra en la actualidad, estamos ante un film tan exento de prejuicios como provocativo; un espectáculo violento, sexual y trepidante a partes iguales en el que, sin dar un segundo de tregua al espectador, aborda el descenso a los infiernos de un hombre consumido por la ambición.
El protagonista en cuestión es Roger Brown (Aksel Hennie), un cazatalentos que para mantener su alto nivel de vida se dedica a robar obras pictóricas; cuando su esposa Diana, propietaria de una galería de arte, le presenta a Clas Greve (Nicolaj Coster-Waldau, popular rostro televisivo gracias a Juego de Tronos), propietario de una pintura de gran valor, Roger se prepara para dar el golpe definitivo, aquel que le lleve definitivamente a la independencia económica. Excusa argumental para ofrecer el interesante relato de cómo la codicia puede ennegrecer el alma; en esta línea, Headhunters ilustra la extraordinaria radiografía de un hombre, de acomoda posición social, al que su afán desmedido por el lujo le lleva a -literalmente- a sumergirse, cual cloaca de alcantarilla, en esa letrina de heces, áspera metáfora de la pérdida de dignidad así como de cualquier rastro de moralidad en el que se verá inmerso. En relación con esto, cabe destacar el empeño del director por dotar de humanidad a Roger -ese monólogo que le recita a su pareja sentimental en el tramo final de función-, por mucho que el sentido común nos impida comulgar con una filosofía de vida ajena a cualquier atisbo de racionalidad.
A grosso modo, la lectura más certera que se puede hacer del film es que los actos de cada persona serán los que condicionarán su futuro; un destino, por tanto, ajeno a cualquier orden preestablecido y en el que cada individuo acabará recogiendo lo que ha sembrado. Siempre se puede optar por el camino fácil -corrupción, delincuencia- y el camino difícil -esfuerzo, trabajo y sacrificio-; por muy fuertes que sean las presiones externas, Tyldum nos recuerda que siempre será el sujeto en sí quien tenga la última palabra. Para elaborar este mensaje, verdadera razón de ser del film, se hace un buen manejo del suspense y se dosifican con habilidad unos golpes de efectos verdaderamente inesperados, lo que lo confiera a la cinta un agradable aire de imprevisibilidad. Otra de las bazas de la película es que, a pesar de que el rol principal -al que hay que elogiar el extraordinario cambio físico al que se somete durante el metraje- desafíe en varias ocasiones la suspensión de la credibilidad -que, demostrando tener más vidas que un gato, se sitúa más cerca de lo divino que de lo terrenal-, nunca deja de respirarse el aire realista; un realismo a lo que contribuye su excelente estética, una fotografía que, de tan fría, llega incluso a helar la sangre y los numerosos toques de ingenio de un guión a veces tramposo, sí, pero en líneas generales bastante efectivo. Para comprobarlo basta saber distinguir las dos partes claramente diferenciadas de la película: en la primera, se refleja el glamour que rodea a Roger y su esposa mientras que, en la segunda, empieza a sucederse esa espiral de violencia y suciedad en la que no tarda en envolverse su protagonista. Ambas partes dirigidas con nervio, con la convicción de aquel que cree en lo que está contando.
Relato asfixiante, por momentos sórdido, Headhunters bebe de películas como Fargo (Joel & Ethan Coen, 1996) y de parte de la filmografía de Hitchcock –dos de los cineastas favoritos de Tyldum-, para terminar erigiéndose, al fin y al cabo, como un eficaz retrato de nuestro tiempo; una sociedad en la que cada vez resulta menos extraño que los medios de comunicación recojan en sus portadas cómo el dinero no sólo es capaz de sacar lo peor de un ser humano, sino de transformarlo en un ser completamente amoral.