El bueno, el feo y el malo

«El mundo se divide en dos categorías: los que tienen el revólver cargado y los que cavan. Tú cavas». Sirva esta inmortal frase con la que se remata El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966) para atestiguar no sólo las brillantes líneas de guión de la que es la última parte de la trilogía del dólar -tras Por un puñado de dólares (1964) y La muerte tenía un precio (1965)-, sino, gracias a sus connotaciones metafóricas, el carácter imperecedero de una cinta que supuso la consagración definitiva del spaguetti western. Leone, en el que quizá sea el más nítido ejemplo de cómo logró esquivar los genéricos parámetros del cine del oeste para diseñar su propio cosmos creativo, su aclamado universo inventivo, firma la obra más redonda, más épica y la mejor ejecutada de toda la serie. Dueño de una inquebrantable y cada vez más robusta personalidad fílmica, el director italiano aboga desde el minuto uno por construir un espectáculo de dimensiones colosales, a través de un extraordinario dominio de la escena, una excelente presentación y diseño de los personajes -donde incluso se llega a congelar la escena, impregnando al film de un cierto aire de cómic surrealista- y un cuarto de hora final al que, sin duda, Tarantino tuvo muy en cuenta cuando calificó a El bueno, el feo y el malo como la película mejor dirigida de todos los tiempos. 

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Una vez más, los protagonistas -el Bueno, también apodado El Rubio, (Clint Eastwood); el Feo, de mote Tuco (Eli Wallach) y el Malo, alias Sentencia (Lee Van Cleef)- son gente sin alma y escasos valores, movidos únicamente por el dinero; en esta ocasión, deben aliarse entre ellos para encontrar un tesoro, aunque, tal y como se logra respirar en el ambiente -al menos en esos primeros minutos de película en los que, sin articular palabra, ya se va cocinando la tensión que irá explotando a lo largo de sus más de 160 minutos-, las cosas no saldrán como estaban previstas. Ambientada en la Guerra de Secesión o Guerra Civil Americana, a los áridos y hostiles paisajes de El bueno, el feo y el malo que comulgan directamente con la idea del todo vale o, dicho de otra forma, de que hasta la cosa más disparatada puede ocurrir, viene a sumarse ahora la incertidumbre del conflicto bélico; será precisamente en la recreación de este conflicto donde Leone demuestra que ésta es la cinta más ambiciosa de su particular trilogía, gracias al gran número de explosiones, los centeneras de extras y escenas tan iconográficas y exorbitantes como la de la explosión del puente.

El cineasta italiano terminó de crear escuela y demostró que no tenía nada que envidiar a los directores americanos -ni siquiera al maestro John Ford- con una película que va de menos a más, que avanza desde un principio contemplativo a uno de los clímax más incendiarios del cine del oeste; unos últimos veinte minutos que rozan la perfección absoluta correspondientes al que quizá sea el duelo más famoso de la historia del cine.  Un combate en el que el hecho de desarrollarse en un cementerio evidencia el afán del director por perseguir la simbología; porque, esas tumbas que sirven de escenario, no son un escenario anecdótico, sino que vienen a anuncian que el espectador va a disfrutar de un combate a vida o muerte. Al aliento legendario de dicha escena contribuye en muy buena medida el gran número de piezas musicales que Ennio Morricone compuso para la película; una características partituras, que van desde lo melancólico hasta lo épico, cuyo tema principal trascendió su condición de banda sonora del film para convertirse en todo un emblema del western.

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Moviéndose con inusitada  soltura entre lo surrealista y delirante sin que en ningún momento caiga en el ridículo, El bueno, el feo y el malo es un negrísimo divertimento cuyo mayor mérito, no obstante, es seducir incluso a los que repudien el cine del oeste; quizá porque cualquiera que ame el cine debe estremecerse con cada nota de su banda sonora, con esos contrastes entre las estampas generales y los primerísimos planos y porque pocas veces se había radiografiado de forma tan precisa la que, a pesar de su brillantez inicial, termina siendo la peor de las miserias humanas: el afán de lucro a toda costa. 

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