De repente el último verano

Que De repente el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959) sea una de las películas más idolatradas por la legión de admiradores de Tennessee Williams no es algo casual si tenemos en cuenta que, primero, el propio literato firmó el guión-en colaboración con el también homosexual Gore Vidal-, y, segundo, que en ninguna de las cincuenta adaptaciones cinematográficas de sus novelas se condensan de forma tan explícita todos y cada uno de los temas de cabecera de un escritor con la bandera de la provocación como máxima seña de identidad. Como en su mayoría de obras, De repente el último verano vuelve a estar encabezada por personajes atormentados que son víctimas del  egoísmo, la angustia, la marginación, la intolerancia, la locura, la homosexualidad, la obsesión, el sexo y los amores enfermizos, sin renunciar a temas más agudos y sórdidos como el incesto, la prostitución o el canibalismo. Sin embargo, por sus rendijas también se cuelan brochazos de crítica social, como ese contundente alegato que hace el propio Williams contra la lobotomía, una práctica médica aberrante e inaceptable desde el punto de vista de la ética que ya gozaba de gran popularidad en la década de los 50 en Estados Unidos -y que películas posteriores, como Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975), volvieron a denunciar-.

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Mankiewicz nos traslada a 1937, a un hospital psiquiátrico donde permanece interna Catherine (Elizabeth Taylor), una mujer que aún no ha superado el haber sido testigo de la  muerte de su primo Sebastián en manos de unos caníbales. Mientras, lejos de allí, su tía Violet Venable (Katharine Hepburn), le exige al doctor Cukrowicz (Montgomery Clift) que ponga fin a las alucinaciones de su sobrina mediante una arriesgada operación cerebral. Sin embargo, en pleno proceso por averiguar cómo murió realmente Sebastián, el joven médico descubre que los supuestos delirios de Catherine tienen una gran base de verdad; la misma verdad que Violet ha intentado ocultar durante años. Un argumento ya directo a la yugular desde la primera escena, in crescendo a medida que se consume el metraje e inequívocamente teatral, en la línea de las anteriores Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951) o La gata sobre el tejado del zinc (Richard Brooks, 1958). El hecho de que la trama verse en torno a personajes oscuros y sumamente complejos, lejos de suponer un imposible desafío para el potente trío protagonista, se erigió como una oportunidad de oro para que tanto Taylor, Hepburn -ambas nominadas al Oscar por sus respectivos papeles- y Clifft expusieran sus altas cotas de talento interpretativo en una cinta potenciada por lo bien que se manejaba Mankievich en la dirección de actores; prueba de ellos son escenas tan redondas como el primer encuentro entre Violec y el doctor, un duelo actoral de vértigo, cercano a la media hora de duración, de pasmosa perfección -y donde también se hace un buen uso de la simbología, con esos mortuorios esqueletos decorativos que, a pesar de su apariencia putrefacta, quizá estén más vivos de una mujer que ha hecho de la apariencia su forma de vida-.

Desconcertante y descarnada, y de aspecto tan malsano que resulta casi inconcebible para la época en la que fue rodada, De repente el último verano juega permanentemente con el espectador ya que en muchas ocasiones -nunca sabremos hasta qué punto la censura influyó en este hecho- tiene más peso lo que se insinúa que lo que realmente se nos muestra en pantalla, como ese volcánico y sorprendente tramo final donde se nos revelan las verdaderas causas del fallecimiento de Sebastián, pasando casi de puntillas por una homosexualidad más que evidente. Otro de los aspectos más llamativos de la película es como toda la trama gira en torno a un personaje que jamás aparece en pantalla -exceptuando la parte del flashback de Catherine, donde el director se muestra especialmente hábil para cubrirle el rostro-, algo que evoca irremediablemente a Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), esa otra película en el que el espíritu de una muerta no dejar vivir en paz a unos humanos consumidos por los remordimientos. 

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Aunque ya estaba más que consagrado gracias a sus trabajos en Eva al desnudo (1950) o Julio César (1953) -donde en ambas, además, fue el responsable del guión-, De repente el último verano supuso la consagración definitiva para un director tan hábil en el manejo de la escena como en exprimir hasta la última gota a sus actores. A pesar de su sólido conjunto, Mankiewicz no renuncia al regalarnos puntuales estampas memorables, casi iconográficas, como esa erótica salida del agua del personaje de Elizabeth Taylor -que consigue hacer olvidar a la Ursula Andress que tan sólo tres años después daría la vuelta al mundo con su sonada aparición en 007 contra el Doctor No (Terence Young, 1962)- o ese alegórico ascensor del que hace uso Violet, como si fuese un ser supremo y divino. Una obra que, conjugando de forma extraordinaria drama con altas dosis de misterio, consigue no sólo hipnotizar desde la primera hasta la última escena, sino penetrar en las entrañas del espectador con la misma fuerza que ese  grito final de Elizabeth Taylor, tan desgarrado, atronador y absolutamente impagable como esta obra maestra.  

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