Como espectador capaz de enfrentarse sin apenas prejuicios a cualquier género cinematográfico y, especialmente, al terror, he de reconocer que Km 666: Desvío al infierno (Rob Schmidt, 2003) me entusiasmó. No sólo porque se sitúa por encima de lo que un subgénero tan mejorable como el slasher nos tiene acostumbrados, sino por su capacidad para no andarse por las ramas y condensar, en apenas 80 minutos, un encarnizado espectáculo de supervivencia que hará las deliciosas de todos los amantes de estas producciones. Por varios motivos. En primer lugar, porque cumple con eficacia -y con determinación- las premisas más convencionales de estos largometrajes: un comienzo impactante -sus 3 primeros minutos constituyen el mejor de los reclamos para el film-, un desarrollo in crescendo y un final que, no por tópico, deja de tener su gracia. Pero por lo que su público no se sentirá decepcionado es porque es una de las pocas películas de terror que consigue el que debería ser, no nos engañemos, el principal propósito de este tipo de cine: asustar de verdad.
La historia que se nos presenta tras unos títulos de crédito en los que se aprovecha para arrojar información a la historia a través de recortes de prensa y espectrales imágenes, comienza con el joven Chris Flynn (Desmond Harrington) que, camino a una entrevista de trabajo, se ve obligado a tomar un desvío alternativo debido a que la carretera principal está inutilizada. Así, se adentra en las entrañas de un frondoso bosque, con tan mala fortuna que colisiona con un vehículo averiado en mitad de la vía y en el que viajaban cinco excursionistas. Sin saber qué hacer, y con los coches inutilizados, los jóvenes partirán en busca de ayuda en un paraje a todas luces inhóspito, pero lo que encontrarán será un grupo de caníbales, absolutamente desfigurados, con los que vivirán una persecución a vida o muerte. Una trama que no sucumbe a los más tópicos recursos del género -cámara subjetiva, sustos fáciles, el perfil poco trazado y estereotipado de sus personajes, un guión trufado de frases olvidables…-, pero en el que prevalece por encima de todo su capacidad para entretener. La clave por la Km 666: Desvió al infierno se deglute con suma facilidad y consigue penetrar en los miedos más profundos del espectador es el hecho de no tener que recurrir a lúgubres mansiones ni indescifrables escenarios nocturnos para aterrorizar al personal: sus responsables colocan a sus personajes en un escenario tan poco habitual y tan fácilmente reconocible por todos como lo es un bosque abierto, a plena luz del día. Una ambientación a la que Schmidt saca el máximo jugo posible gracias a sus planos generales y panorámicas. Otro detalle atípico es que, a diferencia de otras producciones de temática similar, aquí no se tiene necesidad de recurrir al sexo (gratuito) para desarrollar la trama.
Pero, sin duda, es el productor Stan Winston, también uno de los mejores especialistas en efectos visuales y maquillaje de la historia del cine, el que termina de dotar a Km 666 de músculo, de entidad. El máximo responsable del diseño de los monstruos de Aliens (Ridley Scott, 1979) o Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993), transforma esta progresivamente sanguinolenta historia de supervivencia en un brutal espectáculo, gracias a la excelente caracterización de sus criaturas -por otro lado bastante desaprovechadas-, y a una atmósfera opresiva con ecos y guiños a La matanza de Texas (Tobe Hopper, 1974). Winston impregna con su particular esencia escenas tan brillantemente filmadas como la que abre la película, la de la casa de madera o la de la torre de control. Mención especial merecen los perfectamente insertados efectos de sonido -especialmente esas risas macabras, ya convertidas en un sonido iconográfico del género- y la turbadora música que baña cada una de las secuencias.
En el otro extremo de la balanza, lo que más chirría de esta película del director de las también recomendables The Alphabet Killer (2008) o Asesinato en Suburbia (2000) es la ausencia de un mayor alcance en sus pretensiones -a pesar de su excelente factura técnica y argumental es inevitable sentir de que podía haber dado mucho más juego- y, especialmente, el carácter inverosímil de numerosas de sus situaciones. Hasta al mayor aficionado al género se le hará difícil explicar la casualidad de que a ninguno de los jóvenes tengan cobertura en sus móviles, el (ridículo) choque del protagonista al comienzo de la función o, finalmente, que la misma chica que acaba de sufrir el asesinato de su novio aparezca, instantes después, muerta de risa o, lo que es aún más incomprensible, chillando a pleno pulmón a una torre de vigilancia abandonada cuando lo que parecía pretender es esconderse del enemigo lo más sigilosamente posible. Detalles, no obstante, que no deslucen una propuesta que, desde el mismo momento en el que concursó en el Festival de Sitges, se convirtió -sorpresa post créditos incluida-, en uno de los más saludables divertimentos pop de los últimos años.