Existen películas que, conforme transcurren, van desinflándose. Con La vida de Pi (Ang Lee, 2012) sucede justo lo contrario: a medida que avanza el metraje, las dimensiones épicas del proyecto van tornándose cada vez más notables, culminando en un final tan inesperado como redondo que obliga a replantearse de nuevo el espíritu de la cinta. Amante de las historias complejas, Lee no sólo le saca todo el jugo posible a esta historia basada en la novela homónima de Yann Martel -acerca de un joven hindú (Suraj Sharma) que, tras un naufragio, deberá aprender a sobrevivir en pleno Océano Pacífico con la única compañía de un tigre de bengala-, sino que convierte un relato en teoría muy poco cinematográfico -exceptuándo los 45 minutos iniciales, el resto del film corre a cargo de un único personaje- en uno de los espectáculos visuales -y temáticos- más enriquecedores de los últimos tiempos. Enigmática, trascendental y reflexiva a partes iguales, la nueva película del aclamado director chino es un nuevo compromiso por el buen cine de un realizador dispuesto siempre a sorprender, antojándose idóeno para un film en el que las localizaciones y el espíritu poético-lírico juegan un papel de determinante, en la línea de Brokeback Mountain (2005) o Tigre y Dragón (2000).
A pesar de que resulta extremadamente complejo hablar de La vida de Pi sin haberla disfrutado, conviene advertir de las múltiples lecturas a la que se expone una obra más intimista y menos comercial de lo que nos han vendido. Como si al propio director le saliese del alma, la película, más allá de su formidable apartado técnico -se tiende al permanente embellecimiento de todos y cada uno de sus fotogramas-, es una ficción en la que filosofía y espiritualidad se alían de forma magnética para hablar de lo que es la temática central del film: la capacidad de creer en algo. Es inevitable la sensación de que Lee, que se muestra absolutamente comprometido con esta máxima que es la que mueve el tinglado, lo que realmente le preocupa es la terrible falta de fe del S.XXI que, por su manerla de diseccionarla, convierte en una de las patologías más frecuentes de la contemporaneidad. Esta teoría choca frontalmente -o no- con el hecho de que algunos espectadores interpreten La vida de Pi como un simple y llano alegato de la religión, como si el hecho de hablar de una fuerza superior estuviese ligado, irremediablemente, con algún credo. Más allá de aristas de tintes budistas, islamistas o católicas -que, en mayor o menor medida circulan por la cinta, lo que no hace sino abrazar la teoría de lo que lo que importa es creer, el qué da igual-, de lo que nos habla la película es de la capacidad innata que tiene el ser humano de aferrarse a lo intangible, a lo desconocido, en busca de afecto, consuelo y, como en el caso de la historia que aquí se nos narra, aliento para poder sobrevivir. Pero el director, insaciable, hilvana el asunto de colocar a su personaje central en una situación límite con la asombrosa fortaleza de la que goza el ser humano; una vitalidad que Pi, el protagonista de la función, experimentará en forma de un viaje interior, infinitamente más apasionante que la propia travesía física en la que se ve embarcado.
Pero, además de los recovecos laberínticos que ofrecen su pose mística, La vida de Pi es mucho más: es desde una declaración de amor absoluta a la naturaleza y a los animales en unos tiempos en los que el medio ambiente no parece la principal preocupación del hombre -de hecho, por instantes la película adquiere tintes de documental marino, de enorme belleza-, hasta un sentido homenaje a la India -un país al que un director, por fin, se empeña en mostrar como colorista y de una riqueza cultural enorme, dejando de lado sus miserias-, pasando por la extraordinaria capacidad de imaginación de la que, por naturaleza, goza una raza como la humana que únicamente se salvará y, por ende, saboreará el éxito, si sabe jugar bien sus cartas -o, en lenguaje de la película, si logra ver «lo que sus ojos esconden»-. Por este motivo, el hecho de que Ang Lee -cineasta con un coeficiente de inteligencia notablemente superior a la media y que, una vez más, demuestra estar más cerca de su condición de poeta que a la de cineasta, ya de por sí brillante- tome por bandera la suspensión de la credibilidad -la trama central del tigre es, en sí, surrealista, por mucho que se trate de una metáfora- es insignificante, puesto que es la excusa de la que se sirve para abordar estas y otras cuestiones del film.
Trufada de escenas de fastuoso poderío visual, de pura adrenalida digital, que hará creer de la fuerza del cine para transmitir emociones incluso en el espectador más escéptico -realzadas por el efecto del 3D, imprescindible en esta ocasión-, La vida de Pi es quizá aún más impresionante por lo que no se ve, por su implacable trasfondo que exige de más de un visionado para capturar todos sus pliegues. Más allá de algún que otro exceso digital perdonable o de una introducción excesiva, conviene quedarse con la franqueza de un director alérgico a cualquier tipo del sentimentalismo -al que tanto se presta la historia y que Lee, rechaza una y otra vez, ejemplificado al máximo en la escena en la soberbia escena final del tigre-, dispuesto a hipnotizar al personal con sus cinco sentidos y camuflando, bajo su barniz amable, de apto para todos los públicos, un relato de denuncia en el que cabe desde el racismo hasta la superficialidad de nuestra era, sin que ello implique renunciar al espíritu lúdico de la propuesta. Una obra que, ambientada en un universo en el que conviene perderse y regodearse, nos recuerda una de las más paradójicas reflexiones acerca de la vida: que el miedo y el temor son sentimientos vitales para, como Pi, poder llegar a buen puerto.