Richard Linklater demostró con Antes del amanecer (1995) que aún habían esperanzas para el género romántico, que los términos de ñoño y cursi no tenían por qué ir ligados a un tipo de cine que, aunque goza del beneplácito popular, no está igual de bien visto por la crítica debido, sobre todo, a la superficialidad de sus argumentos o la inverosimilitud de sus situaciones. El cineasta norteamericano, que dejó patente con esta película que es posible elaborar un gran historia de amor únicamente con dos actores principales al servicio de un extraordinario y superlativo guión, vislumbró además que es posible reflejar este sentimiento amoroso sin necesidad de recurrir a una simple caricia ni filmando ni una sola escena de sexo… ni tan sólo uno de esos besos que tanto gustan en la industria hollywoodiense. La sutilidad, la ternura y el tacto con el que estaba filmada esta primera parte se vuelven a dar cita en Antes del atardecer (2004), una secuela que mantiene el listón de esa cinta independiente venerada por un selecto grupo de público dueño de la sensibilidad –y experiencias personales- suficientes para apreciar todo el trasfondo una obra que juega en una liga diferente a lo que estamos acostumbrados a ver: por originalidad (no encontraremos aquí ni un sólo de esos manidos: “eres lo más importante de mi vida”, “te necesito” o, simplemente, un “te quiero”), inmensidad humana y delicadeza. Mucha delicadeza.
En Antes del atardecer, por tanto, se repiten todas y cada una de las máximas que ya conocíamos: la naturalidad como principal herramienta para elaborar el discurso, el empleo de los planos secuencias, el gusto del director a la hora de sacar partido a los escenarios naturales donde se desarrolla la historia (de hecho, casi podría interpretarse como una declaración de amor a París)…siempre a sabiendas que tanto una cinta como otra son, por encima de todo, una carrera contrarreloj en la que cada minuto es una oportunidad de oro a la hora de expresar tu forma de ver el mundo con esa otra persona que conociste antes del amanecer y con la que ahora, nueve años después, el destino ha querido que te reencuentres. La pregunta del millón es si ahora, con la lección aprendida de que hay trenes de que sólo pasan una vez en la vida –y, con suerte, dos- se dejarán escapar mutuamente.
“Todo el mundo quiere creer en el amor. Es lo que vende”, acierta a decir Celine (Julie Delpy) a Jesse (Ethan Hawke), en una frase que resume la filosofía de una película empecinada en desmontar los tópicos de que la distancia hace el olvido y de que, con el tiempo, todo cambia: el espectador se vuelca con ella porque, por fin, se pone verdadero esfuerzo en reflejar, una vez superada esa primera fase –conocerse- dibuja con gran maestría otra etapa vital: la del reencuentro. Y, con ella, la oportunidad de recuperar el tiempo perdido. Nueve años son demasiados y casi todo ha cambiado: esta pareja de jóvenes han pasado de estar solteros a ¿presumir? de pareja estable –en el caso de Jesse incluso está casado y tiene un hijo- y de no tener profesión conocida, ahora él es un afamado escritor que viaja alrededor del mundo promocionando su obra, y ella una activista medioambiental. Sin embargo, a pesar de las experiencias personales vividas por los personajes durante los años que han pasado separados, la conexión que se estableció entre ambos desde el minuto uno es razón suficiente para llegar a afirmar que hay cosas que, en efecto, no han cambiado. Jesse y Celine en una cafetería, a bordo de un paseo en barco por el Sena, por un jardín… cualquier lugar es bueno para establecer una conversación en torno a temas que van desde lo superficial hasta lo más profundo, como la vida misma; no son diálogos para eruditos, pero tampoco diálogos banales, y en la mayoría de ocasiones es más importante lo que no se dice que lo que sí. El cine, en definitiva, como imitación de la vida, como reflejo del sentimiento amoroso, como testimonio del amor que no se olvida. Todo, claro, sin resultar tediosa y alternando hábilmente los instantes más filosóficos –esas citas de intelectuales, como esa de Einstein que reza que “si has perdido la fe en la magia o en el misterio es como si hubieses muerto”– con aspectos más livianos, pero nunca intrascendentes.
Nominada al Oscar al Mejor Guión Adaptado, esta conversación, convertida en puro recorrido emocional, que mantiene la pareja protagonista va in crescendo, en busca de un clímax que parece que nunca va a llegar, manteniendo al espectador en vilo, en busca y espera de una señal que confirme que lo mejor estaba por llegar. Mientras, disfrutamos saboreando toda esa retahíla de detalles, de esas pequeñas cosas de la vida… y comprendemos que existen momentos con la magia suficiente de quedar grabados a fuego el resto de sus días –esa noche bajo las estrellas de la primera parte fue un punto de inflexión que ninguno de los dos protagonistas ha logrado olvidar, al igual que esa transformación de Julie Delpy, guitarra en mano, en la reencarnación de Nina Simone y de su «Just in time»-. Pero todos sabemos que, dado la propia naturaleza atípica de la historia, aquí lo importante no es –¿o sí?- si fueron felices y comieron perdices. Poco importa si Celine y Jesse se casarán y vivirán juntos. No. Aquí lo verdaderamente trascendental es que la vida, tan injusta y despiadada a veces, en ocasiones sí vuelve a dar una nueva –y vital- oportunidad. Y, por tanto, se establece que segundas partes sí que fueron buenas. En todos los sentidos.
Peliculón…!!
Por cierto, ayer me compré en DVD Shame, prometí que sería lo primero que haría después de cobrar xDDD
jajaja, yo tengo pendiente comprármela!!! a ver si hacemos un día una sesión de cine y la vemos! 😉
Ole, ole y ole