Una vida por delante

Lasse Hallström no es Clint Eastwood ni nada que se le parezca, pero es innegable que es uno de los pocos directores clásicos que aún quedan en Hollywood. Más allá de sus aciertos o errores, el cineasta sueco posee esa innata virtud de dotar a sus proyectos de una peculiar atmósfera, entre lo intimista y lo épico, propia de los grandes maestros, sinónimo de buen cine. Así lo demostró con esas maravillas de Chocolat (2000), Las normas de la casa de sidra (1999) o, la más reciente, La pesca de salmón en Yemen (2011). El infravalorado realizador también fue responsable de Una vida por delante (2005), una de esas películas que tanto gustan al director por su corte amable, su carácter inofensivo, su falta de pretensiones rocambolescas en su argumento y su espléndida factura técnica, en especial de una fotografía a la que Hallström siempre presta especial interés. Con aroma de western, sin llegar a serlo, y con el drama de los malos tratos como inexorable telón de fondo, sin aspirar tampoco a ser una cinta de este subgénero, estamos ante un relato que empieza siendo una historia sobre la huída para derivar a una fábula familiar sobre el arte de perdonar, virtud intrínseca del film.

Para llevar adelante su historia en la que se ponen sobre la mesa aspectos como el rencor o el hecho de hasta qué punto somos responsables de los denominados «accidentes«, Hallström se rodea de un cast espectacular, entre los que destacan un Robert Redford y un Morgan Freeman que vuelven a demostrar que son dos leyendas vivas de la interpretación, con sendas actuaciones contenidas y repletas de fuerza. Ambos dan vida, respectivamente, a Einer y Mitch, dos rancheros que viven alejados del mundo viendo la pasa pasar, debatiendo sobre temas tan livianos como el parte meteorológico, aunque, en el fondo, la pareja es víctima de un pasado que ha sido de todo menos benevolente con ellos. Mientras que Mitch pasa los días prácticamente postrado en una cama por el feroz ataque que sufrió por parte de un oso, Einer vive con el recuerdo permanente de su hijo, fallecido hace diez años, razón por la que ha abandonado su granja y hasta su propio matrimonio. Ambos personajes, perfectamente diseñados, se apoyan y cuidan mutuamente, con la peculiaridad de que mientras Mitch ha dejado de guardar rencor -si es que alguna vez lo tuvo- a esa bestia que un lejano día le atacó en la noche (siguiendo fiel a su máxima, y casi emblema de la película, de que «los accidentes se llaman así porque no son culpa de nadie»), Einer se muestra incapaz de perdonar a Jean (Jennifer López), a quien considera responsable de la muerte de su hijo. Un día, mientras escapa de las garras de su maltratador, su nuera, acompañada de su hija, se presenta en su pueblo natal, en Wyoming, en la casa del que otrora fue su suegro pidiendo alojamiento. Será el pretexto del director para elaborar, con mano firme, un moralizante (que no pomposo) relato en el que su personaje central Mitch, deberá aprender la lección más valiosa, epicentro de la trama: el resentimiento sólo conduce a la autodestrucción de la persona. 

Completa el cast un Josh Lucas que, al igual que Jennifer López, no sólo no desentonan en sus papelessino que constituyen una agradable sorpresa. Ambos protagonizan la inevitable – algo confusa y mal resuelta- parte romántica de una película que, aunque fue un fracaso en Estados Unidos, se convirtió en un pequeño éxito en España quizá por la legión de seguidores que los dos veteranos actores principales, en especial de un Robert Redford en extraordinaria forma física, siguen conservando en nuestro país. Este éxito estuvo favorecido, sin duda, por escenas tan emblemáticas como cuando la nieta de Einer confiesa que pensaba que existía una relación homosexual entre su abuelo y Mitch (el hecho de oír a Freeman decirle a Redford eso de: «¿Nunca te he dicho que tienes unas manos preciosas?» es impagable), las sinceras y conmovedoras conversaciones de Einer con su hijo frente a su tumba, respaldadas por la extraordinaria partitura de Christopher Young y Deborah Lurie -dos de los músicos más prestigiosos de la actualidad- o ese otro momento de Mitch situado, sin que le tiemble el pulso, frente a la bestia que truncó su destino -convertida aquí en el auténtico leit-motiv de la cinta-, mientras dice aquello de «sigue tu camino»; un instante que puede entenderse como la más bella metáfora sobre el perdón, un obstáculo que hay que sortear para, en efecto, el ser humano pueda seguir, sin acritud, su propio camino, cerrar viejas heridas. Todo narrado bajo la batuta de un director en busca siempre de la luz, ofreciendo las que algunos consideran lecciones básicas de manual, pero al que personalmente aprecio su firme compromiso con el espectador para insuflar su narración de autenticidad, franqueza y un carácter profundamente humano. Eso, en definitiva, tan difícil de encontrar en el cine actual.

Sí, es inevitable la sensación de que se podía haber hondado más en una historia donde aventuras, acción, humor, intriga y pedagogía se hilvanan de forma muy hábil, pero nadie duda del buen sabor de boca que deja en el espectador. Hallström demuestra que ha nacido para el terreno del melodrama, y, aunque la casa no presente una estructura tan sólida como cabría esperar -con algún que otro agujero-, es una película que conviene revisar cada cierto tiempo. 

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