Leyendas de pasión

Si hay una película que aspiró a convertirse en una epopeya épica en la línea de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) o Memorias de África (Sidney Pollack, 1985), pero cuyo resultado final se acercó más al producto comercial, de barniz efímero e impostado, a años luz del trasfondo y la enjundia que cabría esperar, es Leyendas de pasión (Edward Zwick, 1994). Drama histórico ambientado en los años que transcurren desde la Primera Guerra Mundial hasta la década de los 30, cuenta con un principio prometedor («algunas personas oyen su voz interior y viven sólo de lo que escuchan; esas personas se vuelven locas o se convierten en leyenda», reza la que se convirtió en la frase promocional del film), en el cual una voz en off nos presenta la figura clave del relato: el indoblegable Tristán (Brad Pitt), el mediado de tres hermanos –Alfred (Aidan Quinn) y Samuel (Henry Thomas)- cuyas vidas transcurren en un rancho de Montana acompañados de su autoritario padre, el Coronel William Ludlow (Anthony Hopkins, en un rol muy diferente al que interpretó en El silencio de los corderos -Jonathan Demme, 1991-), después del abandono de su madre. El estallido de la guerra y la llegada de Susannah (Julia Ormond), la novia del menor de los vástagos y auténtico hilo conductor del relato, serán los dos acontecimientos que cambiarán el futuro de una familia abocada el más trágico de los destinos.  

La primera impresión que produce Leyendas de pasión es que digiere la novela que escribió Jim Harrison en 1979 de forma precipitada y con un extraño y tramposo juego de los tiempos narrativos que desconcierta al espectador. Así, sus continuos vaivenes temporales terminan saturando, además de dejar en evidencia la incapacidad del film para caracterizar creíblemente a unos personajes livianos y escandalosamente planos, al servicio de un cast de lujo tan desaprovechado como insulso. Anthony Hopkins y Brad Pitt, por poner dos ejemplos, ofrecen un recital sobreactuado y carente de la garra suficiente para dotar de atractivo sus personajes. Y es que a  Leyendas de pasión no tarda en vérsele las hechuras: todo es tan grandioso que queda impostado; esa aparente emoción contenida que se pretende adueñar del conjunto es tan fingida que no resulta creíble; esas idílicas estampas y oníricos paisajes parecen colocados ahí para otorgar ese calado y esa profundidad emocional que un guión, endeble y folletinesco, no es capaz de brindar. Si a ello sumamos ese recurrente y embaucador recurso de las voces en off -esas cartas escritas- para contextualizar la historia y explicar el rumbo de los acontecimientos, el resultado es un film conducido por un director desbordado por el principal defecto de su obra: el vacío más absoluto.

A pesar de que fue el principal reclamo con el que se nos vendió -y aún se nos vende- la película, lo cierto es que no consigo ver qué porcentaje de historia de amor tiene Leyendas de pasión. El romance entre Tristán y Susannah podría haber funcionado sin tantas idas y venidas del personaje masculino, o si la joven no hubiese acabado siendo novia de medio elenco, por lo que al final la película agota el último cartucho que le quedaba, después de revelar su incompetencia para catalogarse como cinta histórica -el director podría haberse visto Salvar al soldado Ryan o War horse -Steven Spielberg, 1998 y 2011 respectivamente- antes de filmar esas artificiosas y malogradas escenas bélicas-  o de aventuras: el de erigirse como una historia de amor. A pesar de la legión de acérrimos fans que la cinta ha ido ganando con el paso del tiempo, lo cierto es que en su día fue un relativo fracaso en taquilla; tampoco la propia industria hollywoodiense recompensó a la cinta de Zwick como todos esperaban: un único Oscar -a la Fotografía- para una película que, estaba claro, no iba a inscribirse en los libros de historia y que, desde un principio, pecó de lo peor que puede pecar una película: de exceso de ambición.

Ahora sí: es de justicia reconocer las dos grandes bazas con las que contó el director para salvar los trastos y oxigenar notablemente el resultado final: una majestuosa partitura de James Horner, de la que se hace un uso indiscriminado debido a que, como el fin último del film, cumple la función de apelar constantemente constante a la emoción y, por otro lado, su impresionante fotografía. Y todo a pesar de que las sublimes capturas de pantalla, casi inmortales láminas para enmarcar, no eviten la sensación de estar asistiendo a un documental de naturaleza antes de a una película con sentido propio. En conclusión, una cinta edulcorada, más preocupada por la tendencia al esteticismo y los bellos aderezos que por un objetivo en una narración dominada por la falta de solvencia. Mucho ruido y pocas nueces. 

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