Más que una película, Besos robados (François Truffaut, 1968) es la crónica de Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) álter ego y actor fetiche de un director que ya lo plasmó como un niño problemático en Los 400 golpes (1959) y en un episodio de El amor a los 20 años (1962). Posteriormente siguió retratando las distintas fases en la vida de Antoine en las películas Domicilio conyugal (1970) -donde se narra su vida de recién casado con Christine Darbon (Claude Jade) y su posterior infidelidad- o en El amor en fuga (1978) -que habla sobre su divorcio con dicha mujer-. Pero en Besos robados, desempeña el rol de un veinteañero que trata de ganarse la vida de la mejor forma posible. Todo empieza cuando es expulsado del ejército por insubordinación, por lo que se verá obligado a ir trabajando en diferentes puestos como vigilante nocturno en un hotel o en una agencia de detectives a través de la cual terminará infiltrado en una zapatería con la misión de averiguar por qué todas las clientas del dueño lo odian. Todo ello se va narrando sin descuidar sus altercados sentimentales, no sólo con su pareja Christine Darbon (Claude Jade), sino con la esposa de su jefe, Fabienne Tabard (Delphine Seyrig), una madura mujer que no hará sino potenciar otro de los focos de atención de Truffaut en su obra: el despertar sexual.
Besos robados, que da comienzo con la bella partitura “Que reste t’il de nos amours?” , puede entenderse como el retrato de la transición entre la niñez y la edad adulta, aquella en la que hay que empezar a asumir responsabilidades, sin que por ello deje de ser uno de los ejemplos más puros y limpios del amor juvenil en la pantalla grande. Truffaut, que se reafirma en esta película como un eterno romántico, presta especial interés a los devaneos amorosos de Antoine, sumergiéndose en la excéntrica y compleja personalidad de su álter ego. Así, nos ofrece un perfil de una persona despreocupada, excéptica, con tintes nihilistas, pero en todo momento honrada, como bien demuestra escenas como cuando, trabajando de recepcionista en el hotel, no duda en rechazar todo el dinero que le ofrecen. A pesar de nos ser una de las películas más destacadas de la filmografía de Truffaut, sí contiene algunas de sus escenas más emblemáticas y simbólicas, como cuando Christine le está explicando a Daniel su truco para que no se rompan las tostadas al extender sobre ellas la mantequilla, y que consiste en apoyar una sobre otra. Una escena aparentemente intrascendente pero que podría constituir el reflejo de la forma de ser de un joven que necesita el apoyo incondicional de una mujer que lo salve de existencia casi corrompida que ha marcado su vida desde sus primeros años, aquellos en los que, en Los 400 golpes, se fugaba de casa en busca de su propia identidad.
La mirada de la cámara equivale a la mirada de la propia vida, a través de la cual van entrando y saliendo personajes de forma constante, si bien es Antoine el que protagoniza casi todas las escenas, de ahí que no sea exagerado considerar la película como casi un documental acerca de su vida. A este hecho contribuye el modo, máximo paradigma de la libertad creativa (alejada de cualquier tipo de censura, como demuestran la escena de la mujer desnuda) que caracteriza a la Nouvelle Vague, en el que está filmada la cinta, con ese toque realista y esa elaboración artesana propia de este movimiento fílmico francés, sin descuidar otro de sus principios como el de la cotidianidad, esto es, el abordar cuestiones con el que cualquier puede sentirse identificado. Quizá distemos de la propia personalidad de Antoine, pero es innegable sentir empatía y afecto por un personaje al que hasta en las situaciones más ridículas (cuando está repitiendo los nombres de sus amores, y el suyo propio, delante del espejo; cuando confunde con una clienta de la zapatería a la propia esposa del propietario…) entendemos y nos identificamos. Y, por momentos, lo admiramos.
Besos robados, nominada al Oscar a la Mejor película extranjera es, en definitiva, puro cine de autor, una de las obras más personales y vanguardistas de un director francés en pleno proceso de plenitud creativa. Ese paseo romántico final de ambos protagonistas alejándose por la calle, dando pie a un «continuará…», viene a apaciguar la necesidad imperiosa que sentía Truffaut de retratar su -agitada- vida en la gran pantalla. Y la historia, en efecto, continuó.