Una palabra tuya

Ser galardonada con el Goya por escribir la película La buena estrella (Ricardo Franco, 1997), supuso el punto de inflexión definitivo para que el nombre de Ángeles González-Sinde terminase de hacerse un hueco importante dentro de la industria cinematográfica española. Tras dirigir La suerte dormida (2003), proyecto en la que además fue co-guionista, la ex Ministra de Cultura volvió a sorprender con su segundo largometraje, Una palabra tuya (2008), adaptación de una novela homónima de Elvira Lindo. Escrita por la propia cineasta, la película que supuso el primer papel protagonista de Malena Alterio sorprende por la habilidad con la que se maneja a la hora de retratar unos personajes infelices, atrapados en una desgastada rutina y que anhelan encontrar su lugar en el mundo. A través de una sucesión de situaciones cotidianas y abordando temas como las relaciones familiares, el amor, la espiritualidad y, sobre todo, la amistad, se nos cuenta la historia de dos amigas de la infancia que años después vuelven a reencontrarse: Milagros (Esperanza Pedreño) y Rosario (Alterio, vista posteriormente en títulos como La torre de Suso -Tom Fernández 2007-). A pesar de que no tienen un futuro resuelto -o precisamente por ello- un día deciden dar un cambio a sus vidas y empezar a trabajar como barrenderas, lo que supondrá que nazca entre ellas un potente, casi indestructible, vínculo de amistad. 

Apoyada en un potente trío protagonista -a la pareja de barrenderas se le sumará Antonio de la Torre, en la piel de un compañero de trabajo que caerá rendido a los pies de Rosario-, durante el transcurso de Una palabra tuya se logra compensar un comienzo tan descafeinado como poco arriesgado, más centrado en un humor casi absurdo que en el tono dramático que, finalmente, se adueña de la función. Basculando en todo momento entre la comedia y el drama, cuando la película se decide apostar por lo segundo se alza el vuelo considerablemente; González-Sinde se reafirma como una experta a la hora de adentrarse en el mundo interior de unos personajes con alma, haciendo que hasta las situaciones en el borde de la inverosimilitud parezcan creíbles -el hallazgo de Milagros en la basura-, llegando incluso a emocionar. Las dos protagonistas se enfrentarán a situaciones límites, se pelearán, sufrirán, se divertirán… y cantarán Sólo se vive una vez, de Azúcar Moreno, como si esa fuese la banda sonora de unas vidas apoyadas en el carpe diem. No será el único tema musical dentro de una banda sonora con unas canciones estratégicamente escogidas por su perfecta armonía con el sentido final del film, como Corazón contento, de Palito Ortega, o A mi manera, adaptación de la canción de Frank Sinatra My way. 

La película, no obstante, no termina de sacarle todo el jugo a su potente material de partida y termina padeciendo una cierta falta de empaque, de garra, de conexión con el espectador. Los momentos dramáticos son muchos y muy buenos -la discusión callejera entre Milagros y Rosario roza la perfección-, pero se echa en falta una mayor ambición de un proyecto que podría haber dado mucho más de sí, visual y argumentalmente. La dirección, correcta sin más, no asume riesgos y se limita a filmar a sus personajes de la forma más convencional posible, a pesar de su innegable virtud de penetrar en el mundo interior de las dos barrenderas. Por el contrario, resulta admirable el gran plantel de localizaciones de la película, de gran belleza y en la línea de su aroma costumbrista, así como un elenco de secundarios en estado de gracia. Ahí están la hermana y la madre de Milagros, encarnadas por la mexicana María Alfonsa Rosso y por la excelente Chiqui Fernández, respectivamente. Asimismo, las dos actrices protagonistas logran desprenderse de sus roles televisivos -Malena Alterio demostró que hay vida más allá de la Belén de Aquí no hay quien viva y Esperanza Pedreño salió más que airosa de su primera incursión en el mundo del cine, a pesar de que la sombra de Cañizares de Camera Café era alargada-, y ofrecen dos interpretaciones memorables. Por último, es conveniente subrayar el correcto y depuradísimo ritmo narrativo con el que está contada la historia, con una duración de los planos tan bien medida como el tiempo final del film -apenas 90 minutos-.

Pero por lo que recordaremos a Una palabra tuya, más allá de sus aciertos y virtudes, es por ofrecernos uno de los mayores retratos de la amistad (femenina) que este cronista es capaz de recordar. En medio de sus vidas de soledades y sinsabores, ambas se reencontraron y fueron capaces de encontrar -y disfrutar juntas- de esas pequeñas cosas necesarias para ser feliz, bien sea un masaje de pies o un viaje al pueblo de la infancia. Estas mujeres, que ni son perfectas ni pretenden caer simpáticas, son personas de carne y hueso, con las mismas angustias vitales, miedos y frustraciones que cualquiera de nosotros, y nos enseñaron la más valiosa de las lecciones: para ser feliz sólo hay que proponérselo. 

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