El abrazo partido

«Detrás de nuestros mostradores de la galería tenemos una historia que vale la pena contar». Con esa frase de la voz en off de Ariel (Daniel Hendler), protagonista de El abrazo partido (Daniel Burman, 2004), se inicia una película, en efecto, de brillante argumento. Encuadrada dentro del nuevo cine argentino, esa nueva corriente fílmica que se inició a comienzos de siglo con Rapado (Martín Rejtman, 1992) caracterizada por su condición de independiente sin que esto significase renunciar a su presencia internacional, El abrazo partido es ante todo una historia de búsqueda de identidad. Ariel, hijo de emigrantes judíos-polacos que marcharon a Argentina para escapar de la lacra del nazismo, vive dominado por un sentimiento de desarraigo, razón por la cual intentará conseguir la nacionalidad polaca y así regresar a Europa, continente del cual nunca su familia nunca debió haber huido. Pero, por encima de esas ansias por cambiar de nacionalidad, con lo que sueña Ariel es con reencontrarse con Elias (Jorge D´Elia), su padre, a pesar de guardarle rencor por el abandono al que los sometió cuando él apenas era un niño para combatir en la guerra de Israel. «Tengo curiosidad por preguntarle cosas, pero no tengo ganas de verlo», llega a decir. 

Uno de los aciertos de la película, además de la enjundiosa relación paterno-filial que ofrece y que volvería a ser argumento de un director interesado en los conflictos familiares en su posterior Derecho de familia (2006), es el de ofrecer un interesante paralelismo entre la propia familia física de Elías por un lado y, por otro, ese cosmos humano que constituye la galería, ese conglomerado comercial donde trabaja la madre del protagonista, Sonia (Adriana Aizemberg) y que bien podría constituir una gran familia numerosa; estamos ante un conjunto variopinto de vendedores que se ofrecen a ayudarse los unos a los otros, intentando esquivar la debacle económica que está padeciendo su país («vender, después de todo, es un alivio, lo peor es no poder vender», dice un vendedor con motivo del traspaso de un comercio). Están convencidos de que cualquier tipo pasado fue mejor, pero no por ello dejan de tener esperanza ni ese encomiable sentimiento patriótico que les une. Porque, en el fondo, esta galería con la que el director abre su película -además de presentarnos a todos sus habitantes-, no es muy diferente a la unidad familiar de Elías.

A nivel argumentativo, la película, que se divide en pequeños capítulos, es clara en su exposición y finaliza con maestría, pero en el aspecto técnico adolece de un uso indiscriminado de travellings y, sobre todo, de un zoom agotador y violento, por muy estudiados que estén. Habrá quien simpatice con esta forma de rodar, sustentada en una cámara en movimiento, excesivamente nerviosa e inquieta, pero a mí particularmente me termina agotando. Es una lástima que el director desaproveche en cierto modo un argumento que podría haber dado mucho más juego si no se llega a convertir en seña de identidad recursos a los que se deberían recurrir de forma puntual y anecdótica. Los personajes, incluso, llegan a situarse en ocasiones fuera del propio encuadre. Algunos han comparado esta cinta con Manhattan (1979) de Woody Allen, pero precisamente por esta sensación de espectáculo visual excesivamente dinámico y confuso, me muestro reacio a establecer dicha comparación. A pesar de todo, ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín en 2004, y Daniel Hendler el de Mejor actor en el mismo Certamen.

Pero, por encima de aspectos formales, lo que no deja de ser cierto es la enorme sensibilidad con la que está narrada una película, como bien ejemplifica ese plano final tan contenido como revelador, o la escena en la que la abuela de Elías le explica a su nieto el motivo por el cual dejó de cantar para, acto seguido, dedicarle una canción. Si bien el film no profundiza en la crisis económica, sí que nos ofrece un retrato de la necesidad de emigrar que tiene parte de la población argentina, que ven en Europa como la solución a sus problemas. Por otro lado, la voz en off, a diferencia de lo que suele suceder en otras producciones, no se hace cargante ni pesada, y es un acierto que se haga uso de ella para ilustrar la vida de las gentes que conforman la galería donde se desarrolla la mayor parte de la película o para expresar las propias reflexiones interiores del protagonista.

En conclusión, El abrazo partido es un notable trabajo regenerador del cine argentino contemporáneo y supuso la consolidación internacional de un director que, con tan sólo 30 años, confirmó su particular personalidad cinematográfica en un relato de tintes autobiográficos -también él es de descendencia judío-polaca-. Posteriores trabajos como El nido vacío (2008) o la antes citada Derecho de familia (2008) le ayudaron a reafirmar su condición de uno de los realizadores punteros de esta nuevo cine argentino contemporáneo. 

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