Un tranvía llamado deseo

La historia del cine nos ha regalado obras que trascienden su mera condición de películas para convertirse en auténticos fenómenos sociales. Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), adaptación de la obra teatral del mítico Tennessee Williams, es uno de los ejemplos más nítidos. No sólo por su capacidad por poner de moda entre los hombres las camisetas básicas ajustadas -tanto en su forma original, como empapadas en sudor o manchadas de aceite- que lucía un inmortal, rudo y seductor Marlon Brando -en un gesto de irreverencia y de rechazo a lo políticamente correcto-, sino porque estamos ante una obra escandalosamente adelantada a su tiempo. En efecto, cuando uno comprueba la fecha de realización de la película se pregunta cómo es posible que a comienzos de una década dominada por la censura, viera la luz una obra que, todavía a día de hoy, impacta por su crudeza, por su carácter intenso, su fatalismo constante y, sobre todo, por su marcada tensión sexual. En Un tranvía llamado deseo abunda la simbología erótico-lasciva (esa cerveza agitada por las manos de Brandon, por ejemplo) y un carácter explícito mucho mayor que, por ejemplo, Picnic (Joshua Logan, 1955), un polémico título por el que Hollywood puso -¡cuatro años después!- el grito en el cielo por la escena del pecho desnudo de William Holden, tras ya hacerlo con la aparición de un Clark Gable descamisado en la no menos controvertida Sucedió una noche (Frank Capra, 1934).

El punto de partida de la historia se produce cuando Blanche (Vivian Leigh), una profesora rodeada de secretos, mentalmente inestable y de autoestima dilapidada, regresa a Nueva Orleans para vivir con su hermana Stella (Kim Hunter) y su cuñado, Kowalski (Marlon Brandon), un polaco proletario de gran poderío físico tan primitivo como machista, y poder así recomponer su amarga existencia, a pesar de que su llegada suponga un auténtico terremoto. La película es un prodigio respecto a sutiles detalles que son menos casuales de los que parecen, como esa forma que tiene el director de ofrecernos la primera aparición de Blanche, rodeada de un espeso humo de la estación de tren que bien podría simbolizar ese turbio pasado que arrastra, o esas manzanas -símbolo del pecado, la lujuria- sobre la mesa de la casa de Stella mientras ésta entabla conversación con su hermana a su llegada. Hasta el detalle más nimio está estudiando a conciencia, nada es circunstancial. Todo apunta a la historia de alto voltaje erótico que finalmente acaba siendo, máxime con la llegada a la vivienda de un Kowalski que no tarda ni cinco segundos en quitarse la camiseta bajo la tentadora mirada de su cuñada («Me molesta la camiseta, ¿no te importa que me ponga cómodo?», le pregunta él, a lo que ella responde: «Por favor, quítatela…»). Ambos serán los máximos exponentes de una película de actores, esencialmente teatral, ofreciendo las dos interpretaciones más potentes y viscerales de su carrera. Vivian Leigh, absolutamente descarnada, demostró que hay vida más allá de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), haciéndonos olvidar a la frágil e inocente Scarlett O´Hara, y consiguió, además, su segundo Oscar. Brandon, por su parte, acabó catapultado a leyenda cinematográfica convertido en un mito erótico eterno, por mucho que en la obra de Kazan interpretase a un personaje que cause rechazo en el espectador debido a su condición de maltratador.

La víctima de la ira de Kowalski, además de su cuñada -a la que en la novela original llega a violar, a pesar de que en la película este detalle se deje a la imaginación-, es su propia esposa. De mentalidad antigua, no dudará incluso en golpear a Stella a pesar de su embarazo. Se desprende aquí una de las más ácidas críticas del film: la hermana de Blanche representa a todo ese colectivo de mujeres que anteponen el afecto y la abnegación que sienten por su marido a su propio orgullo y dignidad; asistimos al retrato de una fémina impasible, incapaz de tomar las auténticas riendas de su vida y de alejarse de una persona cuya mentalidad se basa en que «las pertenencias de una mujer también son las de su marido», en referencia a las tierras familiares que, en alguna manera, son las que originan ese sentimiento de enemistad entre Kowalski y su cuñada. Es fácil percatarse en este sentido de que estamos ante una adaptación de una obra de Williams, puesto que temas como los terrenos físicos, los conflictos familiares y la propia sexualidad (homosexualidad incluida) son temas sobre el que versaron obras como La gata sobre el tejado de zinc (Richard Brooks, 1958) o De repente, el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1959). Aún así, la censura fue implacable con las adaptaciones de sus obras y las referencias a la homosexualidad son más intuitivas que explícitas; si en La gata sobre el tejado de zinc nunca se hacía referencia a que la relación que mantenía Brick (Paul Newman) con su recién fallecido compañero era de algo más que una simple amistad, en Un tranvía llamado deseo se omite casi por completo el motivo del suicidio del marido de Blanche -y que, tal y como se explica en la novela original, fue porque su mujer descubrió que mantenía una aventura con otro hombre-.

Abordando también el tema de la corrupción de menores y con frases tipo: «¿me dejas dar una chupada a tu cigarrillo?», de lo que no cabe duda es que estamos ante un relato que, a pesar de su ardiente y provocativa condición, supuso un soplo de aire fresco para la industria, un arma liberalizadora, una eliminación de ciertos tabúes narrativos a partir del cual el mundo del cine quedó menos encorsetado. A través de un cuarteto de magnéticos personajes -y todos galardonados con el Oscar, a excepción de Marlon Brandon, algo que fue considerado una injusticia de órdago-, estamos ante una cita de la que bebieron producciones posteriores como Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999), que volvió a acuñar esa frase final que ha quedado para la posterioridad: «Sea usted quien sea siempre he creído en la bondad de los desconocidos». La película se seguirá digiriendo una vez acabado el pase, por su excesiva dureza y la violencia de determinados fragmentos -inolvidable Brandon estrellando un vaso contra la pared-y, sobre todo, porque provoca un nudo en el estómago del que sólo las obras capitales del séptimo arte pueden presumir de crear. Esas que están grabadas con letra de oro en la historia. 


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2 comentarios en “Un tranvía llamado deseo

    • Ni siendo Marlon Brando un maltratador, un borracho y todo lo que tú quieras puedo odiarlo! jaja, Me sucede en este caso como a ti. Y Vivian Leigh ofrece la que es considerada una de las 5 mejores actuaciones de la historia del cine por esta película, incluso por un nivel superior al de «Lo que el viento se llevó». Se dice que usó toda la rabia que llevaba contenida durante años -arrastrada por ese eterno papel de la película de Victor Fleming- para dar un genial golpe de efecto y sacar toda su rabia. Lo consiguió.

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