Mar adentro

Hablar de Mar Adentro (Alejandro Amenábar, 2004), es hablar del cine como vehículo social y agitador de conciencias. Pocas películas pueden presumir de haberse convertido en un fenómeno sociológico tan relevante como el que supuso esta obra basada en la vida real de Ramón Sampedro, un tetraplégico que luchó hasta el último día de su vida para poder «morir dignamente». Su caso, uno de los más controvertidos de la España reciente, ocupó un lugar destacado en los medios de comunicación. Pocos podían imaginar que seis años después de aquello -1998-, uno de nuestros directores más visionarios iba a recurrir a él, máxime cuando sus anteriores películas eran Tesis (1996), Abre los ojos (1997) y Los Otros (2001). ¿Que un cineasta curtido en el género del terror iba a adaptar la vida de Ramón Sampedro al cine? Parecía cosa de locos. Pero Amenábar arriesgó. Y ganó. No sólo demostró ser uno de los creativos más versátiles y polifacéticos del cine español -músico, productor, guionista-, sino que además filmó una obra que, poniendo sobre la mesa una cuestión tan espinosa como la eutanasia, conquistó todos los rincones del planeta.

Mar Adentro nos presenta la historia real de Ramón Sampedro (Javier Bardem, colosal en una interpretación meramente facial), el que fue el primer español en solicitar la eutanasia activa. Amenábar elabora una historia alejada, en contra de lo que pudiera parecer, de cualquier tipo de pretensión, y se limita a mostrar los hechos para que sea el propio espectador, al que en todo momento trata como un ser lucido e inteligente, el que saque sus conclusiones. Sin pretender juzgar a ningún colectivo y dando voz tanto a partidarios como detractores de la materia, la película aboga por el derecho que tienen los individuos en un país libre y laico en tener sus creencias particulares y su propia visión de la muerte. «Yo no juzgo a nadie, por eso yo también pido que no se me juzgue a mi», acierta a decir Sampedro, en una frase que resume el espíritu de un film que levantó ampollas en su estreno y que los más ineptos no tardaron en calificar como propaganda electoral. Demostraron no sólo no haber entendido absolutamente nada de lo que la obra pretende transmitir, sino que hicieron un flaco favor -por enésima vez- a una gran película al vincularla con fines políticos. Quedó patente que, desgraciadamente, algunas mentalidades no pueden ir más allá y se quedan en la superficie. 

Es extraordinaria la forma que tiene el director de presentarnos a los personajes, de tal manera que a los veinte minutos de función ya sabemos a qué se dedican, cómo se llaman, qué relación mantendrán con el protagonista, etc. En este sentido destaca la figura de Julia (una radiante y luminosa Belén Rueda), la abogada de Ramón, y Rosa (Lola Dueñas, inigualable), una mujer del pueblo que se siente atraída por la historia del enfermo. Pero, sin duda, el personaje que mejor aparece definido es el propio mar, a través del cual se da comienzo y final a la película; y es que, tal y como apunta Sampedro, «el mar me dio la vida y después me la quitó», de ahí la importancia que le otorga el realizador. Repleta de sutiles detalles y metáforas varias, el uso que se hace del lenguaje cinematográfico en Mar Adentro roza la perfección; ese acertado montaje paralelo en diversos fragmentos de la función -el parto- o esas tan constantes como poéticas elipsis temporales, por ejemplo, no sólo envuelve al espectador desde el primer minuto, sino que emocionan y conmueven. Amenábar confía así en la sensibilidad del receptor para captar toda la esencia de una película eminentemente trágica, sí, pero en la que los acertados gags y los necesarios toques de humor («fumo de vez en cuando, por si me mata»)  quedan dispuestos muy hábilmente en el conjunto, aligerando así una historia profundamente densa. Y este es uno de sus grandes aciertos: no sólo el atractivo de la idea temática, sino su capacidad de conectar con un público que la digiere sin estridencias. 

Todos los méritos de Mar Adentro -ganó 14 Goyas y también el Oscar a la Mejor Película de habla No Inglesa- no serían posibles si Amenábar no se hubiese rodeado de un equipo técnico y artístico de primer nivel, desde el director de fotografía Javier Aguirresarobe («The Road«, «Los Otros«), hasta el director de casting Luis San Narciso o la prestigiosa maquilladora Jo Allen («Las Horas«), que hizo un trabajo que va más allá del elogio con la caracterización de un Javier Bardem veinte años mayor. Y por supuesto, unos actores que no solo vieron relanzadas sus carreras, sino que además fueron todo un descubrimiento al gran público debido al carácter abiertamente comercial de la película: además de lo que supuso para Belén Rueda y Lola Dueñas, que se convirtieron instantáneamente en dos rostros claves del cine español, resultó también de primer nivel el trabajo de Tamar Novas, Mabel Rivera o Clara Segura. Todos encajan perfectamente en sus papeles y logran transmitir dolor, angustia, pero también esperanza y energía, que al fin y al cabo son los motores que mueve el film. Porque Mar Adentro, en contra de lo que algunos puedan pensar, es un alegato a favor de la vida que sale del alma; lo más inteligente antes de disfrutar de una obra así es apartar cualquier tipo de idea preconcebida y dejarse llevar por un espectáculo, lleno de texturas y olores, diseñado para ser disfrutado por los cinco sentidos. 

A pesar de que no se saca partido de personajes que podrían haber dado más juego en la trama, como el marido de Julia -no queda tampoco clara la relación que mantiene la pareja-, o una reiteración tan excesiva como innecesaria de la escena del accidente del protagonista, la sensación que se queda en el espectador una vez acabado el pase es de haber disfrutado de una pieza de orfebrería sumamente compleja pero satisfactoriamente pulida y cuidada. La música, en este sentido, es un bastón fundamental, tanto como la que surge dentro de la propia narración como la que no; constituye un excelente vehículo de emociones, como bien ejemplifica ese intercambio de cartas entre Julia y Ramón. Tienen carácter épico, además, temas como «Negra sombra» o un «Nessum Dorma» que musicaliza el mejor momento de la película: un viaje aéreo hacia la playa que desarma y sobrecoge a partes iguales y que es ya uno de los fragmentos más iconográficos de nuestro cine junto con su imborrable epílogo, que hace honor al título a una película que ha hecho infinitamente más por nuestra cultura y la imagen de España en el mundo que muchos de nuestros políticos.

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