El hombre que sabía demasiado

Que Hitchcock sentía una profunda simpatía y admiración por las actrices rubias y guapas no es ningún secreto. Así lo atestiguan films suyos encabezados por Grace Kelly (Crimen Perfecto, 1954), por Kim Novak (Vértigo, 1958) o Joan Fontaine (Rebeca 1940). Pero, si a la condición de rubia y guapa añadimos la de inteligente, es cuando El hombre que sabía demasiado (1956) cobra una importancia capital. Y es que Doris Day, protagonista del esta película -remake americano de la cinta británica que el propio director rodó en 1937, con menos presupuesto y duración- se revela como una de las mujeres más inteligentes y perspicaces de cuantas ha dado el cine hitchcockiano, motivo por el cual esta cinta ha pasado a la historia como una auténtica abanderada del feminismo. A su lado, James Stewart -el otro protagonista de la función, en la que fue la tercera colaboración con el director después de La soga (1948) y La ventana indiscreta (1954)- no es más que un ingenuo personaje -genialmente interpretado, eso sí- devorado por la astucia de su esposa.

El hombre que sabía demasiado narra la envolvente historia de un matrimonio americano formado por el médico Ben MacKenna (Stewart) y la cantante Josephine Conway (Day) que viajan a Marruecos en compañía de su hijo, Hank. Al poco de llegar conocen a un personaje llamado Louis Bernard que la mujer, después de una conversación de este con su esposo en el autobús, no tarda en calificar como misterioso y enigmático: «¿Qué es lo que sabes tú de él realmente? ¡Tu lo ignoras todo respecto a ese hombre y él conoce al detalle todo lo que se refiere a ti!». Poco después, Bernard es asesinado y, justo antes de morir, revela a Ben que debe entregar un documento a las autoridades, además de confesarle que es un espía y que tenía como misión evitar el asesinato del primer ministro británico; una confesión por la que Hank será secuestrado para desesperación de sus padres que, envueltos en una trama de pistas falsas, conspiraciones, interrogatorios policiales, amenazas telefónicas y malentendidos, vivirán para recuperar a su hijo. Se cumple así, de nuevo, una de las máximas del Hitchcock que será el envolver a una persona normal, cotidiana, en ambientes turbios y peligrosos. 

Lo primero que hay que destacar de esta película -que bien podría ser calificada de superproducción- es su gran despliegue técnico y artístico. Si bien es sabido que el realizador inglés no escatimaba recursos de ninguna índole a la hora de rodar sus películas, lo cierto es que en este caso el esfuerzo de producción es brutal. Para prueba basta esas numerosas escenas en exteriores en las que debía simularse la mismísima ciudad de Marrakech -recordemos que se rodó en EE.UU-, siendo necesarios cientos de extras y un gran nivel de ambientación. Mención aparte merece el trabajo del músico Bernard Herrmann, que no sólo vuelve a colaborar con el director con una gran partitura, sino que además hace un cameo en la película -es el director de la orquesta del Royal Albert Hall–  y anunciado en un cartel a plena calle: «London Symphony Orchestra. Conductor: Bernard Herrmann». Será precisamente en este teatro donde tiene lugar una de las escenas más recordadas cuando, con tan sólo la música clásica de la orquesta como telón de fondo -diegética, es decir, que surge desde dentro de la propia acción- se logra transmitir más que con cualquier palabra, recurso del que no se hace uso en ningún momento. Una música que se adapta a la situación dramática que los protagonistas están atravesando, con una Josephine bañada en lágrima al compás de la música. Además, si recordamos que en los primeros minutos de la película el director nos muestra una orquesta interpretando una inquietante melodía (que acaba con un aparentemente insignificante toque de platillos, detalle que se convertirá en vital en la trama), podemos concluir que estamos ante uno de los filmes más musicales del cineasta. 

Si tuviese que destacar algún aspecto negativo sería que, tras los 30 primeros iniciales magistrales -que abarcan desde los títulos de crédito hasta el asesinato del espía inglés-, la película presenta algunos altibajos y agujeros de guión importantes. Pasando por alto lo surrealista que resulta que en ningún momento se pongan en contacto con la policía para denunciar la desaparición de su hijo, a lo que verdaderamente no encuentro respuesta es cómo se entera el personaje de James Stewart de que el asesinato del Primer Ministro inglés sucederá en el concierto de la Albert Hall, si la única que lo sabe es su esposa cuando llama a la policía al salir de la capilla?

Pero, como he apuntado al principio, el aspecto que prima por encima de todos los demás en la película es la superioridad de la mujer frente al hombre. Es la protagonista la que desde un primer momento se percata de que todo el mundo los están observando, la que advierte a su marido de las oscuras intenciones del espía inglés, la que sospecha del matrimonio Drayton, la que con su potente grito logra evitar un terrible asesinato… Aunque, por si alguien todavía tiene alguna duda, además de una superioridad intelectual, la mujer se erige en esta obra infravalorada del cine de Hitchcock como el más férreo lazo de conexión con su hijo, como bien ejemplifica esa escena final, absolutamente mítica, en la que interpreta el antológico tema «Qué será, será» -ganador del Oscar a la Mejor Canción-. Un fragmento de gran carga emotiva que demuestra cómo madre e hijo logran conocerse incluso en la distancia, mientras la cámara recorre varios planos de la casa hasta llegar a donde está encerrado el pequeño, como si fuese la propia voz de la madre la que se dirigiese hacia él. Es ella, y no su marido, la que realmente lo salva. Lo siento por James Stewart.

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3 comentarios en “El hombre que sabía demasiado

  1. Ya lo sabes que me gusta, aunque tenías que haber dicho que los exteriores de Marrakech son realmente una cosa que te deja loco jaja y por supuesto, me gusta el último párrafo. Un abrazo!

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