Cuando uno se propone echar la vista atrás y hacer un repaso a las que han sido algunas de las mayores atrocidades de la historia de la humanidad, comprueba perplejo, que en su gran mayoría, éstas han sido cometidas por la mano del hombre. En «¿Quién puede matar a un niño?» (Narciso Ibáñez Serrador, 1976), el director nos lo recuerda. Y de qué manera. De entrada, dedica los casi diez primeros minutos de película a ofrecernos escalofriantes imágenes de Auschwicht, de la guerra de Corea o de los bombardeos del ejército estadounidense contra Vietnam, entre otras, todas protagonizadas por niños -principal foco de atención del maestro- en condiciones infrahumanas.
Pero la pretensión de esta película -que fue, junto con La residencia (1969), la única de un director también autor de la serie «Historias para no dormir»-, lejos de su condición de ser una cinta histórica, es hacer hincapié, a través de estos verídicos documentales sobre los que se intercalan los títulos de crédito, de los devastadores efectos que tienen en la sociedad barbaries como las antes citadas. Y, muy especialmente, en los niños.
Basada en la novela El juego de los niños, de Juan José Plans, y a través de la aterradora música de Waldo de los Riós y la magnífica fotografía de José Luis Alcaine (fiel de Almodóvar), la película cuenta la historia de Tom (Lewis Flander) y Evelyn (Prunella Ransome), dos turistas ingleses que llegan a la región española de Benavis con el fin de navegar, al día siguiente, hasta la isla de Almanzora. La pareja de enamorados pretende pasar unos tranquilos días de vacaciones, pero al llegar a su destino -una maraña de cortijos y casas blancas-, su sorpresa será mayúscula cuando descubran que están solos en el lugar. O casi. Porque, poco a poco, se percatan de que la realidad es bien distinta: en la isla vive todo un ejército de niños que han liquidado a los adultos y que, ahora, pretenden asesinar también a los recién llegados. Un argumento inspirado en El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960) y que posteriormente influyó en Los chicos del maíz (Fritz Kiersch, 1984), aunque ambas películas no sean ni la mitad de perturbadoras que la realizada, con mano maestra, por Ibáñez Serrador.
Haciendo referencias explícitas a La dolce vita (Federico Fellini, 1960) el cineasta uruguayo, gran admirador de Hitchcock, también homenajea aquí a grandes películas del genio británico como Los pájaros (1963) o Psicosis (1960); precisamente, la técnica con la que está rodada el mítico momento de la ducha en esta última película, sirve de referencia al cineasta español para filmar la escena de la piñata, la que es, sin duda, la más terrorífica del film (los gritos de: «¡dale! ¡dale! ¡dale», dejan huella). El director consigue horrorizar al espectador a través de unos tiros de cámara brillantes -magníficos cenitales subjetivos- y de unos planos, breves, estratégicamente montados, pero donde en ningún momento se puede apreciar violencia explícita. Brillante.
Pero esta obra maestra del terror patrio es, por encima de todo, una película incómoda. Resulta incómodo ese clima asfixiante, casi volcánico, en el que se desarrolla la acción; resulta incómodo esa camisa desabrochada del protagonista empapado en sudor; resulta incómodo ese aire abrasador que reina en la película y que logra traspasar la pantalla para atrapar e hipnotizar al espectador. Una atmósfera inquietante –a plena luz del día, todo un mérito y poco inusual en el cine de terror- en la que se enmarca la verdadera razón de ser de la película, que no es otra que la de servir como reflexión sobre las consecuencias devastadoras que hechos tan macabros como guerras y holocaustos tienen sobre los niños, tanto física como psicológicamente. Ahora, esas pequeñas criaturas se tomarán la justicia por su mano y harán pagar a los adultos las torturas a las que han sido sometidos durante siglos (tráfico de armas, explotación laboral, abrasamientos…). Supone, pues, una metáfora de la sociedad en la que vivimos, donde todos los actos que cometen los adultos -muchas veces sacando sus lados más oscuros y podridos- tienen a los niños, esas almas tan indefensas e inocentes, como principales perjudicados.
«¡Nadie hizo nada! Y es que, ¿quién puede matar a un niño? – le grita un superviviente a Tom, en la frase que da título a la película.
Pasando por alto detalles del todo inverosímiles y que restan credibilidad a la cinta (esa manía del protagonista de dejar sola a su mujer embarazada durante buena parte del metraje, así como de desprenderse de sus armas justo cuando más las necesita), lo que no cabe duda es que ¿Quien puede matar a un niño? es una de las cintas más terroríficas de la historia de nuestro cine. Constituye, además, el ejemplo perfecto de cómo, con más presupuesto y en otra época, hubiese tenido más difusión y más alcance internacional, haciendo justicia a una obra cinematográfica que aún hoy sigue sin ser conocida, como debiera, por el gran público en nuestro país. Y eso, para el que esto firma, es una lástima.
Incluyendo uno uno de los finales más pioneros, insólitos y macabros que recuerdo, Chicho Ibáñez Serrador consigue con su segunda y última película (hasta la fecha) producir pánico con algo tan aparentemente infantil como es un niño. Nada de psico-killers ni asesinos enmascarados… el director sitúa a la sociedad en general (a todos y cada uno de nosotros) ante un espejo en el que mostrar el vergonzante y bochornoso pasado de la especie humana -escrito en los libros de historia- además de obligarnos a responder a esa pregunta, tan rica en significado como desbordante de simbolismo, que es: «¿quién puede matar a un niño?»